Saludó al portero y al entrar en el ascensor evitó mirarse en el espejo, se sentía cansado y vulnerable, no le gustaba verse así. Su casa, vacía como siempre. Llevaba doce años vacía, desde que murió su hijo y se marchó su mujer. Al principio se ocupaba él de limpiarla, no quería que nadie tocara sus sábanas, lavara sus vasos, su ropa. Bastaron unas semanas para darse cuenta de que en realidad no consideraba que esa fuera su casa. Aquel lugar se había convertido en una especie de hotel donde solo dormía y desayunaba. Las figuritas, los libros, las seis habitaciones, la televisión, todo estaba de más. Debía desmantelarla y si no lo había hecho no era por ataduras sentimentales, sino porque su trabajo exigía que se viviera en una casa amplia y bien decorada, lejos de cualquier síntoma de excentricidad. Muy pocos conocían el sanatorio de pájaros, pero en cualquier caso era un capricho y eso no suscitaba desaprobación. Había que prodigarse en posesiones, ya fueran barcos, caballos, gimnasios, laboratorios, salas de conciertos o un apartamento sin paredes.
El Irlandés se sentó en el sofá de un salón que tras doce años de abandono más parecía la sala de espera de un médico privado, los cojines en su sitio, ningún objeto de la vida diaria en un rincón, un mobiliario pasado de moda. Puso los pies sobre la mesa, cerró los ojos y vio a ese chico con gafas rojas sobre el montante de una nariz de pájaro. Después de la muerte de su hijo había aprendido a detectar cualquier inclinación sentimental que le asaltase y sabía cómo acabar con ella. Nadie podría nunca rozar siquiera el nudo que le ataba a los recuerdos de su hijo, la veneración y el temblor con que seguía acudiendo a ellos, desembalándolos muy despacio sin romper nada, y luego tomándolos con cuidado, para mirarlos, para apoyar allí la piel. Nadie sería tampoco capaz de representarse la enormidad de su indignación. Como quien transporta nitroglicerina él transportaba cólera, altamente inestable y explosiva, si bien durante doce años había logrado mantenerla a raya.
Comprendía que su veneración y su cólera eran dos sentimientos nacidos muertos y por eso jamás hablaba de ellos. No eran pegajosos como sí en cambio todos esos consejos y conmiseraciones que había recibido desde que sucedió, consejos de mierda, sillones donde se hundía el culo para que nunca pudieras volverte a levantar. Él mismo había incurrido en arranques sentimentales durante casi dos años, y a estas alturas sabía demasiado bien que el sentimiento le había desarmado y ya no, no volvería a dar esa ventaja a quienes no tenían reparo en usarla, ahora decía: el sentimiento se piensa, el sentimiento se dirige porque es lunar y no tiene luz propia.
En las últimas semanas estaba sintiendo una inclinación por ese chico. Se preguntó si era algo más que un pretexto enmohecido para las lágrimas, para el recuerdo inútil y azaroso de un niño que pudo haber llegado a ser como ese chico, con su misma obcecación. Había cometido un error al preguntarle por qué no quería los ochenta mil, en ese momento no había sido el apoderado, ni el Irlandés, sino un hombre con una inclinación al descubierto. En cuanto al abogado, también le incomodaba. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué dos tipos corrientes entraban en la boca del lobo? Prefería a los prohombres que llevaban un gánster dentro, a los corruptos profesionales y a la mayoría de los políticos. El camino de la corrupción era uno solo. Pagar más de lo que cuesta un trabajo para crear la ilusión del dinero fácil, pero sobre todo para hacerles pensar que son distintos, que su valor está por encima del resto. Había supuesto que esos dos tipos sin patrimonio, con un sueldo retranqueado y ni siquiera la casa donde vivían, destinados ambos a gastar más de la mitad de su vida en obtener su propio sustento, morderían rápido, pero no. Pretendían resistir. Le inspiraban cierta piedad, y él odiaba la piedad.
El Irlandés empezó a desvestirse camino de la ducha. El precio de su cuarto de baño debía doblar o quizá triplicar el de la casa entera donde vivía el chico. Era lo único que había remozado tras la muerte de su hijo. La potencia del agua podía revivir a un muerto imaginario, aunque no a un muerto real. El era un muerto imaginario, abrió los diferentes chorros con un volante de escotilla. Azulejos negros exquisitamente iluminados le rodeaban. Notó con placer la presión en distintos puntos del cuerpo y la cabeza. Necesitaba relajarse, no estaba satisfecho con el trabajo en marcha. Llevaba años negociando ventas con sobreprecio de empresas y servicios a la administración. La democracia no era más que el recambio entre los vendedores, según quién estuviera en el gobierno serían unos y no otros quienes podrían ofertar sus ruinas para obtener a cambio millones de euros del común. También recambio de compradores que adquirían a precio de saldo inmuebles e infraestructuras puestas en pie por la comunidad. Todos lo saben y se rasgan las vestiduras de cuatro a seis y después vuelven a lo suyo. Yo he mediado con todos, les he visto malversar lo que debía pertenecer al país entero y a las generaciones por venir. Soy tan culpable como ellos, pero un hombre puede matar a cien mil con indiferencia por omisión o aprobando una ley y en cambio sufre si se ve obligado a causar de forma directa dolor a un solo individuo. No necesitábamos los teléfonos sombra. Se lo advertí, se lo demostré. Ahora veo a ese chico precipitarse al vacío de la mano de su abogado y me perturba.
Cerró la escotilla. Se secó cantando hacia dentro un tema de una cantante folk norteamericana con un absurdo nombre francés: May Gauthier. Cuando llegó al estribillo alzó la voz: «Drag queens in limousines / Nuns in blue jeans / Dreamers with big dreams / All took me in». Era como tomar una copa en el momento adecuado, ese estribillo le ponía de buen humor, volvió a cantarlo forzando la voz y, como siempre solía pasarle, sintió con la alegría un golpe de conciencia y su fatalismo persistente. Somos bolas de billar, jugamos en un tablero donde cada movimiento obedece a una misma cascada de causas y efectos y ni un solo cabello puede escapar. Siguió cantando: «Sometimes you got do / What you gotta do / And hope that the people you love / Will catch up with you», no habría estado mal encontrar esa canción con veinte años, ahora él ya no escaparía nunca hacia ese mundo de drag queens in limousines, nuns in blue jeans. Al pensarlo vio a unas monjas altas con vaqueros azules y botas negras que por aproximación le llevaron a la vicepresidenta. ¿Por qué filtraba Julia esa operación? ¿Conocía con tanto detalle como el ministro la guerra interna? ¿Sabía que al perjudicar a un sector del grupo beneficiaba precisamente a quienes más la habían atacado?
Salió del baño envuelto en un albornoz negro. Al principio había deseado que se produjeran ya los distintos cambios de normativa buscados por sus clientes y poder descolgarse de esa red de teléfonos sombra en la que nunca había creído. El chico era bueno en lo suyo, quizá en esta ocasión fuese capaz de resolver el problema de las actualizaciones. Pero ¿y la siguiente? Era imposible mantener el software escondido en un sistema tan controlado como el de ATL durante todos esos meses. Tanto como mantener toda la operación sin un resquicio, había demasiadas personas implicadas y no lo bastante comprometidas. Irónicamente, ahora él estaba en la misma situación del chico: lo que iba a ser solo un trabajo puntual se convertía en una atadura. Esta vez había sido el ministro pidiéndole las conversaciones de Luciano, ¿y después quién? No iba a poder librarse de la red hasta que la descubrieran, y si la descubrían él caería tarde o temprano.
Buscó en su piel el rastro del jabón de lima, su olor le hacía pensar en un jardín al que nunca había vuelto. Había árboles y horizonte en ese olor, lo contrario que en las conversaciones que oía, banales, cansinas, con un timbre de ofensa y risotada. La información debe venir a ti. Si eres lo bastante poderoso y sabes abrir los canales, así será. Si en cambio debes salir a buscarla multiplicas el riesgo inútilmente. Y a él le estaban obligando a multiplicar el riesgo. Llamó a Prajwal para que le diera un nuevo recado al chico: tenía que incluir todos los teléfonos de Luciano Gómez.