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El abogado y el chico iban hablando por la calle cuando el chico echó a correr. El abogado le siguió, subieron a un autobús segundos antes de que arrancara. El chico reía.

– Ríe tú que puedes, yo ya no tengo los huesos para esto.

– ¿Crees que nos persiguen?

– Ahora no me había parecido que hubiera nadie cerca.

– A mí tampoco, pero me estoy acostumbrando a vivir así.

– Así ¿cómo?

– Como si me persiguieran. Deberías probarlo.

– Te dieron una paliza real.

Ya. Esto es distinto. Si huyes de un perseguidor imaginario, les rompes los esquemas, ¿no? Bueno, eso espero. De pronto te mueves y ellos no saben por qué. Da igual que lean tus correos, que escuchen tus conversaciones: no pueden oír tu imaginación.

– El siguiente paso es volverse loco.

– No exageres. En realidad, todos lo hacemos. Nos mueven, nos joden, nos empujan, vamos de un lado para otro sin un motivo que sea nuestro, que de verdad nos pertenezca. Tener un motivo imaginario es casi más cuerdo que intentar salvar pedazos de todos los motivos rotos.

– ¿Lo apunto?

– No hace falta, puedes citarlo sin nombrarme, obra derivada y sin reconocimiento, todo de todos.

– Oye… ¿Recuerdas lo que te conté, la ip de cierta persona…?

– ¿Estás en contacto con ella?

– Más o menos. A lo mejor podemos pedirle ayuda.

– No, Eduardo. No serviría. De aquí tenemos que salir solos.

– ¿Por qué?

– Porque ni siquiera sabes si ella tiene relaciones con esa gente, o si la están espiando o… qué sé yo. Te lo agradezco pero podría complicar aún más las cosas. Saldré de esta, no te preocupes, de verdad.

– Si pudieras dar marcha atrás, decir que no a los indios de la primera vez, ¿lo harías?

– Si pudiera retroceder, tendría que ir bastante más atrás del día de los indios. Pero no puedo.

– ¿Cuánto más atrás?

– ¿Qué más da? Oye, me bajo aquí, tú quédate. Te aviso cuando esté preparado.

Y como empujado, o quizá perseguido, por unas manos imaginarias, el chico se abrió paso de lado entre la gente y llegó en un tiempo casi imposible a la puerta a punto de cerrarse.

A las tres y media el abogado quedó con Curto en una salida de metro. Le preguntó si llevaba ordenador, si iban a hacer un man in the middle. Curto rió.

– ¿Man in the middle? No, haremos: caramelo en la puerta de un colegio.

Curto iba vestido con traje oscuro y una gorra, no parecía él. La visera, muy larga, escondería su cara de las cámaras del edificio. Abrió la mano y le enseñó tres pendrives de colores.

– En uno he metido películas, en el otro canciones, y en el otro documentos de aquí y de allá. Los tres tienen su correspondiente código malicioso, que se abrirá sin necesidad de que abran ninguno de los archivos. Si nos toca un prudente, cosa que dudo, lo será con los archivos, pero meterá el usb igual.

– ¿Por qué tres?

– No es un despilfarro, y el código se destruye una vez insertado, si se lo llevan a casa y lo meten allí en primer lugar, perdemos esa oportunidad. Con tres, seguro que al menos uno lo abre en el periódico. El mejor sitio es el garaje, pero no podemos arriesgarnos.

– ¿Y los taxis?

– ¿No paran dentro?

– Creo que no, esperan en la puerta.

– Perfecto.

Fue como atar un billete con hilo de nailon y esperar a que alguien lo encontrara. Curto se acercó a la entrada. Simuló una llamada por el móvil y mientras hablaba dejó caer el primer usb. A los diez minutos llegaba una mujer en un taxi. Bajó, echó a andar, pero el color verde refulgente del pendrive llamó su atención. Se agachó para cogerlo, lo sopesó en la mano como dudando si debía entregárselo al guarda. Luego se lo metió en el bolsillo. Repitieron la jugada, esta vez fue el abogado con un sombrero impermeable que le había prestado Curto. Se detuvo unos metros antes y encendió un cigarrillo. En la mano del mechero llevaba el usb, lo dejó caer al guardar el mechero en el bolsillo. Siguió andando y dio un rodeo para volver al sitio donde esperaba Curto apostado.

– Ya se lo han llevado. Ha sido un chico joven. Lo malo es que ese salía. Aunque espero que vuelva. No creo que termine tan pronto.

El último lo dejó Curto en la verja. Sobre el gris oscuro, el color azul turquesa llamaba la atención. Vieron acercarse a él a un hombre mayor.

– No tiene pinta de ser del periódico -dijo Curto. Espero que la mujer no sea demasiado prudente. O que me haya equivocado con ese tipo.

– ¿Me llamas y me cuentas?

– No, qué dices. Ven a verme, pero no traigas tu coche aunque aparques a varias calles de allí. Ven en metro, a partir de las diez.

El abogado volvió a su casa cuando ya había anochecido. Un pasillo largo y al fondo tres habitaciones. El salón tenía un balcón pequeño, salió a fumar. La vicepresidenta vivía a unos treinta o quizá cuarenta minutos en metro, imposible alcanzar con la vista siquiera los alrededores de su edificio. No obstante, en la noche los obstáculos se difuminaban y jugó a imaginarla al fondo, tras las últimas luces. ¿Estás tan sola como yo ahora? ¿Qué has hecho con tus gestos mezquinos, con tus genuflexiones, tus olvidos impuestos, te hacen mella, queman, los justificas? El abogado dejó caer un poco de ceniza involuntariamente, la siguió con la mirada pero enseguida pareció disolverse, fundirse con todo, desaparecer.

Fue a la nevera. Tenía una sopa hecha que recalentó. Se sirvió vino, y se sentó a la mesa en la cocina, sin mantel, con un viejo hule de cuadros amarillos y blancos. El olor de la sopa caliente le recordó a su madre, la vio tendida en la cama, cansada como quien después de un largo combate de boxeo desea oír el sonido de la campana y ya no piensa en ganar o perder. Cada una de las veces en que había entrado al cuarto ella había sonreído, y ahora él le sonrió sin saber bien si eso servía para algo, si había algo capaz de recoger su gesto, si la memoria que su madre había dejado tendría al menos la consistencia de una onda electromagnética o si era solo agua en el agua, aire en el aire. Durante los días de agonía lenta había tocado mucho a su madre, el tacto de su piel se parecía cada día más al de unas sábanas, frescas, ligeras. En esos momentos comprendía que alguien hubiera inventado un espíritu capaz de sobrevivir a la carne, pensaba que el de su madre levantaría el vuelo por encima del mundo, se iría como un pájaro.

Cortó un poco de queso, le gustaba el ruido del cuchillo cuando llegaba al final y golpeaba la madera. Se dio la vuelta y comprobó que el recuerdo de su madre seguía ahí. Ahora ella era mucho más joven y volvía a casa después de un día largo en que había estado preparando comida para cárceles, hospitales, geriátricos, colegios y guarderías. Las manos le olían a tabaco pues desde que bajaba del autobús no paraba de fumar; entraba siempre en casa con un aire distraído, parecía no saber de qué lugar era la puerta que había abierto. Luego, al verle, como si una persiana subiera y se descorriera una cortina, surgía por fin su cara, llena de luz. Pero no duraba mucho. Hacía la cena casi sin mirar los alimentos, él la ayudaba y luego cenaban juntos. El trataba de inventar cosas interesantes que no le habían pasado del todo, ella atendía, a veces una risa muy leve salía de su boca como una nota de música que enseguida cesaba. El sabía que su madre no estaba allí, no cenaba con él ni tampoco en ningún otro sitio cultivando una vida aparte, tal vez simplemente dormía por dentro, era una fruta desecada a la espera de algo que le haría recuperar su verdadera naturaleza, pero no disponía de ese algo. Debí haber abandonado la facultad y haber encontrado un trabajo seguro permitiendo así que ella dejase de trabajar. No lo hice, fue fácil justificarme: ella no lo habría permitido, quería que terminara: si yo esperaba podría ganar lo suficiente para acabar de pagar la casa y mantenernos; si en cambio buscaba un trabajo basura, ni siquiera podría mantenerme a mí mismo. Pensé en consultárselo a Amaya, pero fue cuando nos detuvieron y luego me fui. No dije nada, seguí viendo desaparecer a mi madre poco a poco, como si sorbieran su fuerza con una pajita, poco a poco pero sin detenerse nunca. La vi volver a casa, cada día más vieja, más débil. El terminó la carrera y se colegió; ella se puso un traje nuevo, salieron juntos a cenar, ella bebió vino hasta achisparse pero seguía sin mirar la comida y estaba muy flaca. Empezó a morir un martes, luego pasaron tres meses. El abogado recordó las palabras de su tía abuela en el funeral de su abuelo: Menos mal que viene por los viejos. ¿Que viene quién?, había pensado él, y había comprendido que su tía hablaba de la muerte como si fuera un ave gigante cuya sombra cubre las casas y los caminos. El supo un martes, junto a una ventana enrejada, que ese gran pájaro había vuelto, había marcado la casa y llegaría hasta el cuerpo de su madre. Ella salió de la prueba de diagnóstico casi como siempre, pero cuando llegaron a casa parecía que ya no necesitara sostener su propio peso sobre la tierra, sus pasos sobre los azulejos de la cocina.