Ya había recogido los platos, la botella de vino. Puso en el salón un poco de música, no la que él solía oír sino un viejo disco de música bailable de los setenta que le gustaba a su madre. George McCrae, y el abogado empezó a bailar como muchas veces le había visto hacerlo a ella antes de la muerte de su padre. Ella bailaba muy bien, sin apenas moverse pero con esa capacidad de dar vida propia a las caderas y a los hombros, el abogado intentaba imitarla y una sonrisa asomó a su cuerpo sin que él pudiera evitarlo, ni quisiera. El ritmo de la música junto con sus movimientos le hacían sentirse bien, inesperadamente echó de menos a la vice, bailar con ella como si sus vidas no fueran a encontrarse, bailar para abrigar ese momento que era solo intemperie, nada, menos que un átomo en el universo.
Se metió pronto en la cama. A las once y media sonó el teléfono.
– Tío, ¿por qué estás ahí?
Curto no hablaba así, pero había reconocido un ademán detrás de aquel sintetizador de voz o simplemente había recordado su compromiso de ir a verle a partir de las nueve.
– Despiste total, espérame.
Curto colgó y el abogado se vistió deprisa. No solía cometer esos errores. Casi corrió hasta el metro. Curto le esperaba en la puerta de su local, sonreía.
– Lo tengo todo -dijo.
Una vez en la cueva le mostró pantallazos de un ordenador con dos correos electrónicos y una búsqueda de un café en Google.
– ¿Y…? Sabes que quedaron a comer, pero no significa nada. Si te fijas, quedaron después de que se hubiera publicado el artículo.
– A ver, querido, llevo siete horas con esto. He entrado en el sistema, he averiguado quién escribió aquel artículo, he entrado en su sesión de correo, he localizado un intercambio de correos con una tal C. cuya dirección es dir.comunicacion@vp.gob.es, y una cita que no cuadra. ¿Por qué no cuadra? Porque se protegen cambiando una fecha. Pero nuestro periodista no parece muy concienciado y segundos después, en vez de buscar un restaurante, lo que busca es un café, que casualmente no está lejos de Moncloa. No hay ninguna actividad en el ordenador de nuestro periodista desde las 13 hasta las 14. Por cierto que dos días después, a la hora en que se supone que ha quedado con C., está en la redacción. Y no se escriben para anular la cita.
– Puede que se llamaran por teléfono.
– No creo, he podido ver los registros de su terminal móvil.
– Pero no sabes el teléfono de ella.
– Sí lo sé. Le ha llamado otras veces.
– Es una conjetura, no una prueba.
– No me pareció que quisieras esto para ir a los tribunales.
– No, pero me gustaría estar seguro. Además, tampoco me imagino a una directora de comunicación yendo a ese café que dices. Lo conozco, es más un pub para ver partidos de fútbol que otra cosa.
– Yo también lo conozco. Y tiene wifi. Una vez dentro de su red me fue muy fácil acceder a los archivos de la cámara de videovigilancia.
– ¿Cuándo has estado ahí?
– Hace cuatro horas. Aún no habían borrado las imágenes. He visto al periodista, junto a alguien de melena larga con mechas rojizas. No se le ve la cara, pero sí unas muñecas delgadas y unas manos femeninas con las uñas pintadas en un tono parecido al del pelo. En la acera de enfrente espera un coche de cristales tintados, aunque eso se ve regular.
– ¿Tienes el vídeo aquí?
– No. Fui directamente a buscar la fecha, descargármelo daba demasiado cante.
– No sabes si es de ella.
– No. Verde y con asas pero no lo sé. He rastreado la red con varios buscadores, con todos los parámetros, no hay ni una sola imagen de esa mujer. ¿Tú sabes qué aspecto tiene?
– No.
– Averígualo.
– Pero si solo has visto una cabeza con mechas, puede haber cambiado.
– Hijo mío, que ha sido hace poco. A lo mejor se ha puesto rubia, pero inténtalo. Te veo muy raro. Aunque no sea ella te cobraría igual, he trabajado lo mío.
– Por favor, no es eso.
– ¿Entonces?
El abogado pensaba que no quería dar esa noticia a la vicepresidenta. «Sé que no ha sido mi gente», algo así le había dicho. No le gustaba el papel de aguafiestas, habría preferido descubrir algo que la ayudara.
– Cosas mías, intentaré confirmar tus datos, y por supuesto que voy a pagarte.
– Vale, perdona, es que te notaba raro. Crisma también está muy raro.
– ¿Le estás ayudando?
– Le di el contacto de una amiga, y poco más.
– ¿No puedes llamarle, buscarle?
– Yo tengo mi vida, ¿sabes? Supongo que me ves aquí y no te lo parece, pero la tengo. Y no sé en qué coño estáis metidos; si no lo sé, entonces no es mi historia.
– Tú también estás fino hoy.
– Tengo dos trabajos a medias, otro día seguimos hablando.
El abogado abandonó el local de Curto. Un grupo de gente joven gritaba y reía en la acera. Un hombre que hablaba solo se dirigió hacia él con rabia, parecía que iba a insultarle pero luego pasó de largo, como si su enemigo estuviera siempre un poco más lejos. Se sentó en un banco a fumar. ¿Qué haría la gente que no fumaba, cómo espaciaría el tiempo? El hombre medio loco se le acercó.
– ¿Me das uno?
El abogado le tendió la cajetilla. El hombre la tomó y salió corriendo. Y sus pasos se mezclaron con otros que se acercaban. El abogado se levantó, era Curto.
– No es verdad. No tengo mi vida.
Echaron a andar juntos.
– Yo tampoco tengo la mía.
– No es por no tener familia, hijos y eso, hay gente que los tiene y tampoco tiene su vida.
– Yo no los tengo -dijo el abogado-, Y si los tuviera, no sé. Creo que mi vida se largó hace bastante. Dejé que se fuera.
– ¿Hablas de una mujer?
– No, solo hay una en la que reincido, pero para ella no existo; no hablaba de ella. Dejé colgada a mucha gente.
– ¿Qué pasó?
– Nada, lo peor es eso: que no pasó nada. Te vas. Luego vienen las justificaciones: que si vives más lejos, que si no tienes tiempo, que si no eres tan joven. Pero el hecho es que ellos se han quedado y tú te has ido.
– No se puede estar toda la vida en el mismo sitio.
– ¿Por qué no?
– Porque ya no eres la misma persona -dijo Curto.
– Mira el semáforo, está rojo, ¿no? Y ahora está verde. Hace veinte años habrías dicho lo mismo, y dentro de veinte, también. ¿Por qué hay que cambiar en todo?
– No he dicho en todo.
– Da igual, yo les dejé colgados. Estaban sacando muebles de un sótano, y yo me largué. Nada me obligaba a quedarme, los muebles no han cambiado y al irme yo he hecho que pesen más.
Habían llegado a la boca de metro. Bajaron las escaleras, pasaron junto a dos mendigos acostados sobre cartones y siguieron hasta el andén aunque iban en direcciones opuestas. Gente sola, unos al lado de otros, de pie o sentados en los bancos, sin tocarse. Solo ellos dos hablaban entre sí: