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– ¿Y tú?

– Soy un superviviente, me anticipo al dolor, siempre me ha pasado. Todos decían que no estábamos ahí solo para demostrar que podíamos entrar en los sistemas, no era una cuestión de «mira cuánto salto, pues yo más», el lema era que el conocimiento no debía tener barreras. Todos menos yo. Luego esto se fue a la mierda, la escena se hizo trizas, entraron el dinero, las empresas, las operadoras. Muchos de los buenos pasaron «de buscar agujeros a construir muros», yo seguí igual, a lo mío. Hice una herramienta para detectar archivos de pornografía infantil y se la vendí a la brigada de investigación tecnológica. Crisma y algunos otros se cabrearon. Mi herramienta era buena, eso era lo importante, ¿no? Pero ellos siguen pensando que las cosas no pueden separarse, lo creen todavía. Tú también lo crees.

Curto se levantó y pasó sus manos por la espalda y los hombros del abogado, buscando afecto.

– Sé que siguen apareciendo cosas, Wikileaks, otros grupos, pero no encuentro aquella fuerza. Supongo que mi caso es como lo de que cuando se aprende a montar en bicicleta ya no se olvida, pero al revés: cuando te desengañas ya no te puedes engañar. Una putada.

– Creer no siempre es engañarse -dijo el abogado.

– Eso decís todas -sonrió Curto.

Se despidieron. Poco después el abogado le veía en el andén de enfrente. Sus pantalones blancos, ceñidos, llamaban la atención y él lo sabía, recibía las miradas de hombres medio dormidos con un gesto ligeramente teatral, aunque él también parecía cansado.

La ministra de Economía abandonó el despacho de la vicepresidenta satisfecha e intrigada. Conocía a Julia hacía años y no recordaba, o quizá mucho tiempo atrás, haber visto esa mirada vivaz y ese desapego en sus gestos, como si riera sin reír. Podía ser que minutos antes hubiera recibido una buena noticia, pensó. Pero resultaba inquietante. Ella había esperado encontrar un cadáver político, había ido a su despacho a llevarse algunas piezas antes de la debacle y suponía que la vicepresidenta iba a resistirse, o al menos iba a hacerle pagar su inoportunidad. Pero no; la vicepresidenta le había cedido alegremente a una de las mejores personas de su equipo, una mujer joven que tan solo llevaba un año con ella.

La ministra iba tan absorta en sus pensamientos que no escuchó la pregunta de la secretaria personal de la vicepresidenta. Ella insistió:

– ¿No me lo quieres contar?

– Perdona, no te he oído, estaba dándole vueltas a un asunto pendiente.

– Te preguntaba solo si se ha enfadado mucho.

– No, no, ha sido encantadora.

– Ah…

– ¿Te extraña?

– La verdad es que sí. Pero me alegro por ti.

La ministra se despidió besándola en la mejilla y algo más tranquila. La extrañeza de la secretaria no parecía fingida, y si ella no sabía nada, no debía tratarse de una jugada política sino tal vez de algo privado.

Poco después la vicepresidenta llamó a su secretaria y pidió que pospusiera la siguiente visita diez minutos.

– Tengo que hacer una llamada urgente.

Aunque procuraba no disimular ante Mercedes, ahora estaba demasiado tocada. Me quitan a mi gente, se lo llevan todo, pero no van a conseguirlo. Garabateó en un papel un rectángulo de los de jugar a los barcos y fue haciéndole cruces dentro: tocado, tocado, hundido. La asesora que se iba a llevar la ministra era economista y politóloga y uno de sus últimos fichajes. ¿Por qué tanta prisa? ¿No podían esperar las personas, no podían afianzar su experiencia? Esa chica había esperado año y medio, quizá para ella fuese un mundo. Y ahora se iba y ella no podía retenerla porque estaba de capa caída y había perdido alianzas.

Yo tengo parte de culpa. Demasiados flecos, demasiados proyectos abortados, demasiada frustración entre los míos. Soy leal, no he traicionado a nadie, pero me ha faltado el tiempo para disponer las cosas de tal modo que cada persona pudiera dar lo mejor de sí, sin desperdiciarse. Además están mis brusquedades. Antes tenía un equipo que se ocupaba de reparar los daños. Se han ido yendo todos. Solo me quedan Carmen y Mercedes, en la mayoría de los nuevos no confío, y en los que confío se marchan sin conocerme lo suficiente.

Esa chica me recordará como a una máquina, un mecanismo que resuelve tareas y empieza a perder fuelle, no habré podido enseñarle nada, contarle nada. Sin embargo, cuando el presidente y yo saquemos adelante la iniciativa, cuando me vea arriesgarme en un terreno inesperado, quizá vea algo en mí, algo que no sea solo lo que he sido, lo que hice con disciplina pero sin contar con mi voluntad ni mi convencimiento, solo aporté algunos matices que defiendo todavía y que no bastan.

Vio en su mesa el dibujo que había hecho: hundido, hundido. Quizá no haya tiempo. Todo se desmorona, el presidente ya no escucha a nadie. ¿Por qué habría de atreverse ahora? Hemos pactado, transigido, tantas veces; tantos proyectos se han quedado en el armario para no ocasionar fricciones excesivas, y estamos como estamos. Tenemos que intentarlo. No me importa que me use como cabeza de turco si algo no sale bien. Al fin y al cabo, estoy ya con un pie fuera y quizá más.

Le quedaban tres minutos de los diez que había pedido. Se acarició el envés de la muñeca y luego toda la palma de la mano con las uñas y se sintió viva. Dentro de dos días hablaría con el presidente y empezaría la operación. Entonces volvería a sacar un talento político que permanecía varado hacía demasiado tiempo mientras se volcaba en la gestión del día a día. El también elegiría abandonar el gobierno habiéndolo intentado antes que aceptar ser una máquina movida por los designios de otros. En cuanto a ella, prefería una muerte violenta a la dulce que con indiferencia educada todos parecían asignarle. Tenía que diseñar su propio equipo, había contado para ello con esa politóloga, pero no importaba, Carmen, Mercedes, Luciano y dos de los asesores que llevaban tiempo con ella bastarían. Había convocado una reunión con ellos el domingo por la tarde diciéndoles que era algo voluntario, que si tenían otra ocupación se lo dijeran con toda confianza, lodos habían asegurado su presencia.

Amaya estaba sola en su casa, el niño se quedaba esa semana con su padre. Vio el correo, algunos blogs, la web de la organización, la del sindicato, las portadas de los periódicos del día siguiente. Abrió su cuenta de Twitter, había un twit sobre una nueva aplicación para detectar la procedencia de los sms, pinchó en el enlace y apareció una pantalla negra con caracteres sin sentido pero que parecían formar la silueta de un murciélago, luego el ordenador se apagó. Pulsó el botón de encendido, estaba muerto; no logró hacerlo arrancar otra vez. Sus pies descalzos buscaron las zapatillas como pidiendo protección. Pensó en llamar a Eduardo pero no le gustaba hacerlo a esas horas de la noche y menos con miedo. Su mano, no obstante, vacilaba aún aferrada al móvil. Se mantenía alerta, atenta a cualquier ruido, a una sombra en el reflejo de la ventana.

Por fin se atrevió a moverse. Giró la silla con brusquedad y se levantó: no había nadie, lo normal era que no lo hubiese pero respiró aliviada. Se dijo que no tenía por qué haber sido el hombre de las fotos. Y aun si fuera él, entrar en un ordenador era muy distinto de hacerlo en una casa. Ya ni siquiera recordaba bien la cara de ese hombre que había trabajado en su misma planta durante tres años. Si intentaba reconstruirla veía solo su boca asaltada por ligeras sacudidas el día en que se despidió para ir a su flamante destino, nuevo edificio, más pluses, nuevas responsabilidades. En cualquier caso, Amaya había vivido su marcha como una liberación y si no hubiera sido por los tres mensajes obscenos en su teléfono no habría vuelto a pensar en él.