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Tocó el ordenador, sabía que ningún virus podía dañar físicamente el hardware pero se sintió más tranquila al notar que no estaba en exceso caliente. Intentó arrancarlo de nuevo sin lograrlo. Cuando le contó a Eduardo lo de los mensajes, él se había empeñado en ir a su casa, en acompañarla a la policía, en… Pero ella no le dejó. Vivía sola, si tenía que hacer frente a unos mensajes obscenos, lo haría sola. Ya había pedido ayuda a Eduardo con las fotos y no quería depender de él ni de nadie en el aspecto personal. Los amigos, como los camaradas de la organización, le daban seguridad, pero ella también quería darla y para hacerlo tenía que ser fuerte sola, porque tenía que poder cuidar de Jacobo en cualquier circunstancia y quería hacerlo y no quería tener miedo. Se dirigió a la puerta de la entrada, comprobó que estaba bien cerrada y decidió olvidar lo ocurrido hasta el día siguiente. Puso la radio mientras recogía la cocina, había un programa sobre David Gilmour, casi logró concentrarse en la música. Luego una infusión caliente terminó de calmarla. Al día siguiente llamaría a Eduardo, suponía que el virus solo habría estropeado el sistema de arranque y confiaba en poder recuperar al menos los datos del disco duro. Se preguntó si el tipo habría tenido acceso a sus contraseñas y documentos, pero logró aplazar la pregunta y se metió en la cama. Se durmió pronto. A las tres de la madrugada, el sonido de un mensaje en su móvil la despertó. Aún medio dormida tomó el teléfono y leyó el mensaje:

«¿Qué tal, zorrita? Amaya, ya, ya…».

Era ya el cuarto que recibía. Lo borró como si así pudiera hacerlo desaparecer. Al momento recordó que Eduardo le había dicho que no lo hiciera, a lo mejor podía servir de prueba si tenía que denunciarlo. Tenía que hablar con él, lo del ordenador era pasarse de la raya. Entonces le contaría también que los mensajes seguían. Desconectó el móvil y cerró los ojos; tal como solía hacer para dormirse pensó en los días en que solía ir con amigos a la montaña; hacía ya varios años pero siempre recordaba la sensación de victoria al llegar en la noche a un refugio y encender el fuego sintiendo que el propio cuerpo estaba formado también por los cuerpos de los demás. Por contraste, le parecía ahora que bajo el edredón su cuerpo flotaba, libre y también solo. Volvió a evocar aquel tiempo, el aire frío de la mañana, tan frío y limpio que era como si la cara se lavase solo con salir afuera, luego doblar los sacos, preparar la mochila, desayunar juntos y echar a andar otra vez. Se fue durmiendo así, muy lejos de su apartamento y de lo que acababa de ocurrirle.

La vicepresidenta desenchufó el portátil y lo llevó a su dormitorio. Estaba destemplada. Se puso el pijama, se metió en la cama y se conectó desde ahí. Mientras el ordenador arrancaba buscó unos mitones verdes en el cajón de la mesilla. Miró primero el escritorio, ningún archivo nuevo, ninguna señal. Abrió un documento en blanco esperando a que la flecha saludara. Al cabo de tres minutos, según comprobó en el reloj del ordenador, fue ella quien escribió:

– ¿Estás?

Pasaron otros cinco sin nada.

Entonces ella misma se respondió en minúsculas:

– sí.

Enseguida se arrepintió y borró la pregunta y la respuesta. Para distraerse cambió el fondo de escritorio. Pero no encontraba ninguno que le sirviese. Ninguno que consiguiera devolver a su ordenador la capacidad de ser ventana hacia alguna parte, espejo con fondo; imaginó su mano entrando en la pantalla y después todo su cuerpo. Abrió el navegador y buscó una de esas páginas con fondos de escritorio y protectores de pantalla gratuitos. No era algo prudente, según le había explicado su sobrino hacía tiempo. Desde esas páginas resultaba fácil colar un caballo de troya. Hace tiempo que no hablo con Max. A lo mejor él puede ayudarme a encontrar a la flecha. Recordó que le había buscado para que la ayudase a librarse de ella. Aunque tampoco había sido exactamente así.

– Me gustaría hablar contigo -tecleó en el documento abierto.

Esta vez solo esperó un minuto. Luego minimizó la página y volvió al navegador. Tecleó: «Fondos de pantalla con nieve». Mientras los recorría recordó una película vista hacía muchos años, cuánto tiempo llevo sin ir al cine. No se acordaba bien de la historia ni de quién la había dirigido, pero sí que había un pueblo donde los ancianos, cuando perdían los dientes y ya no podían comer, se dirigían un día de invierno a la montaña cubierta de nieve, dormían a la intemperie y esa era su forma de morir. Nadie les obligaba: ellos entendían que era ley de vida, que otros venían detrás de ellos. ¿Tengo que irme ya a la montaña? No le gustaban los fondos que habían aparecido, demasiado retocados. En el buscador de imágenes tecleó: «Winter Uppsala». Le gustó la fotografía del Jardín Botánico de la universidad, un edificio sobrio con columnas blancas en medio de la nieve, tres o cuatro bancos vacíos, y árboles desnudos. Guardó la imagen y luego la seleccionó para su fondo de escritorio. Tocada por esa melancolía invernal volvió al documento de la flecha.

Me pregunto para quién existiré cuando no sea vicepresidenta, quién va a recordar un gesto mío el día que me vaya, escribió tras un guión que indicaba diálogo, sin saber si quería ser oída o si solo necesitaba sacar afuera la sensación de soledad inminente. Lo borró enseguida, y volvió a llamar a la flecha:

– ¿Hay alguien?

– hola.

– ¿Desde cuándo estás aquí?

– acabo de llegar.

– Bueno, qué más da, no puedo saberlo,

– créeme.

– Te esperaba. Necesito consultarte algo,

– bien, pero antes debo darte una respuesta, averigüé de dónde salió la filtración.

– Tienes recursos para todo.

– no, solo a veces, salió de «tu gente», como tú dices.

– ¿Me estás intoxicando? ¿Me envenenas?

– no, ni siquiera quería darte la noticia, todavía hay una posibilidad de que me haya equivocado.

– ¿Quién es?

– una melena larga con mechas rojizas, unas manos femeninas, las uñas pintadas de un color parecido al del pelo.

La vicepresidenta notó los huesos de las extremidades sueltos, el esternón quebrándose: no puede ser, Carmen no. La flecha seguía:

– eso he visto, también he leído un intercambio de mensajes entre el periodista que escribió la noticia y tu directora de comunicación, pero no conozco su físico, si coincide, entonces es ella.

– ¿Qué día fue?

– el 23 del mes pasado, viernes.

Le era fácil recordar los viernes, Consejo de Ministros y comparecencia. Rebobinó dos consejos hasta llegar a ese. No tenía manera de saber qué había hecho Carmen entretanto. ¿O sí? Repasó los asuntos tratados aquella mañana y entonces recordó. Minutos antes de la comparecencia la había llamado, quería comprobar unas cifras, le había entrado una duda de repente. Oyó el timbre repetido y luego se cortó. Carmen nunca hacía eso: podía no tener el teléfono disponible o conectado, pero si lo estaba siempre contestaba sus llamadas. Quizá se había cortado o era un momento realmente inoportuno. Pero Carmen no le devolvió la llamada. La vicepresidenta telefoneó entonces a su secretaria: «¿Puedes avisar a Carmen un momento?» «No está aquí, ha tenido que salir.» Ahora la vicepresidenta recordaba que pensó en preguntarle, Carmen podía haber tenido un contratiempo familiar o de otro tipo. Pero terminó la comparecencia y allí estaba como si nada hubiera pasado, sonriendo, atendiendo a los periodistas. La vicepresidenta olvidó lo ocurrido hasta ahora, ahora sí lo recordaba.

La flecha no se había movido. Quizá ya no estuviese.

– Gracias -escribió.

– de nada, espero que te haya servido, ¿qué querías preguntarme?

La vicepresidenta se incorporó y colocó mejor las dos almohadas en que se apoyaba. Nada, quiso escribir. Pero al mismo tiempo el dolor se iba convirtiendo en una fuerza densa como debía de ser la savia y supo que seguiría adelante, aunque fuera sin Carmen, aunque fuera completamente sola.