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– Estoy trabajando en una iniciativa legislativa -dijo-. Una diferente. Lo opuesto a la cobardía, creo. ¿Vas a ayudarme?

– tengo que saber más.

– No, primero yo tengo que saber más. Voy a necesitarte tres semanas, sin desapariciones, sin retrasos, sin excusas. ¿Podrás hacerlo?

– depende de para qué.

– ¿Podrías hacerlo?

– sí, salvo imprevistos.

– ¿Imprevistos probables?

– no. ¿qué vamos a hacer?

– Todavía no puedo decírtelo. ¿Y nosotros qué vamos a hacer? Tú y yo, como si nos acompañáramos.

El abogado tosió. Le había pedido el coche a un procurador amigo y la calefacción solo funcionaba al máximo, lo cual creaba un ambiente asfixiante, pero quitarla era incumplir la segunda norma de su madre y se sentía demasiado inestable en esos días como para añadir una bronquitis. Este merodeo, este buscarte sin que vayas a conocerme tiene su melancolía, ¿sabes? Tú y yo, como si nos acompañáramos, dices. Tú y yo como si detuviéramos el mundo. Aunque no se detiene. Ahora mismo se cuentan por miles los cuerpos que están siendo derribados.

– buenas noches; apago -dijo, y apagó el ordenador de golpe, porque a veces necesitaba fijar él los límites.

¿Yo, vicepresidenta, yo que no soy nadie acaso sé decirte cómo usar el mundo? Verás, no son mis instrucciones, ni ahora somos solo tú y yo los que nos acompañamos. Rasgar un folio es fácil, en cambio si pones cincuenta no es cincuenta veces más difícil sino mucho más, pues junto a la fuerza que hay que hacer para rasgar las hojas, hay que vencer el rozamiento entre ellas, y esa fuerza extra necesaria es grande. ¿Recuerdas las batallas antiguas? Los soldados se agrupaban formando cuadrados, lo importante era el grosor, cuántas filas seguidas había en cada lado, porque de una en una las personas caen, y de una en una se rasgan las sábanas, pero si enrollas la sábana uniendo sus pliegues podrá sujetar casi cualquier peso, vencer la fuerza de rozamiento entre los pliegues es mucho más difícil.

La vicepresidenta apagó casi al mismo tiempo. No podía seguir evadiéndose de lo que acababa de saber: Carmen no solo había sido la autora de la filtración, eso quizá no le habría dolido tanto. Pero la falta de confianza, la representación suplicante: «Me presionan, dime que no has sido tú, te lo agradezco». Carmen era muy buena actriz, lo llevaba en la sangre, tantos años en el partido, maniobrando, trenzando alianzas en la sombra, quebrando otras. La vicepresidenta no pudo evitar sonreír, tantas veces la había visto aparentar sorpresa ante una noticia que conocía de sobra, «¡No me digas, me dejas de piedra!», era como ver a una bailarina saltar por el aire y caer con ligereza y seguridad. Me estoy acostumbrando a encajarlo todo. Ya no duele tanto. Pronto me iré. Nadie me lo dice, nadie se atreve a decírmelo, ni siquiera Álvaro que juega a provocarme porque quiere mi puesto. Pronto me iré; incluso si el presidente se atreve al fin a seguir adelante con su iniciativa, incluso si hace un gesto real para recuperar la narrativa progresista de justicia y protección del débil, no contará conmigo mucho tiempo. Yo ya he caído, en realidad, y esa es mi arma.

La vicepresidenta dejó el ordenador en el suelo junto a la mesilla; al cerrar los ojos, sin que viniera a cuento, pensó: Se ríen de los colores de mis chaquetas, de mis trajes, pero la vida se acaba pronto, ¿acaso no es mejor un chisporroteo brillante, ameno, final?

El chico llegó a su empresa con una hora de antelación.

– ¿Tienes turno especial o algo? -le preguntó el vigilante.

– No, insomnio. Oye, tú eres hermano de Germán, ¿no?

– Sí, ¿le conoces?

– Conozco a Eduardo, un abogado amigo suyo.

– Ah, sí, es un buen tipo. Oye, ¿por qué no te tomas un café o algo? Es muy pronto para entrar.

– Ya he tomado dos. Pero no te preocupes. Espero.

El chico se apoyó en la pared de la entrada. A los cinco minutos el vigilante le llamó.

– Espera aquí dentro si quieres.

– Gracias.

Se quedaron los dos callados, mirando los monitores de las cámaras.

– ¿Alguna vez has visto algo?

– Yo no, pero un compañero vio un robo en la segunda planta.

– ¿Cuándo?

– El año pasado. No vio el robo. Se habían llevado unos discos duros el día anterior, y vio al tío que los devolvía.

– Coño, no sabía nada. Supongo que a ese tipo le echaron.

– No lo sé. El no vino más por aquí. Pero no hubo ningún juicio.

– Uf, qué turbio, ¿no?

El vigilante se rió.

– Pareces un buen chico. En realidad, tienes demasiada pinta de buen chico. Si no fuera porque conoces a Eduardo y porque Eduardo ya sabe esta historia, pensaría que has venido a sonsacarme. Turbio, dices. Yo no sé dónde coño vive la gente.

– ¿Crees que sobornaron a algún compañero tuyo?

– A la gente como yo no nos compran, nos amenazan.

– Vale, no lo sabía.

– Bueno, entonces, ¿qué pasa? ¿Eduardo quiere que te deje entrar? ¿Por qué no me lo has dicho directamente?

– No, no quiero entrar -dijo el chico-. Y, la verdad, pensaba que él había hablado contigo.

– Pues no ha hablado.

– Ya veo, ¿me puedo quedar aquí hasta que empiece a llegar gente?

– A menos cuarto llega mi jefe. Cuando yo diga, te largas.

– Claro.

No hablaron más, el chico miraba los monitores con los pasillos vacíos, tenía controladas casi todas las cámaras, pero daba igual, en la sala de monitorización había cuatro fijas. No podía hacerlo si no las desconectaba. Y si lo hacía, quedaría registrado. Necesitaba un cuelgue bestial del sistema, pero no tenía medios ni el arsenal necesario para lograrlo en poco tiempo. Siguió mirando los monitores, y vio en uno de ellos una habitación pequeña con dos racks.

– ¿Dónde está eso?

– Aquí al lado.

– ¿Y qué hay?

– No te lo voy a decir, pero no es importante.

– Pensaré que no me lo dices porque sí es importante. -Allá tú.

Si había alguna relación entre esos armarios y el sistema de seguridad, bastaría con un pequeño golpe analógico en ese cuarto: un cable quemado, agua, algo que forzase la desconexión durante un tiempo.

– Oye -dijo el vigilante-, hoy hablaré con Germán, yo no olvido nada.

– Claro. Yo tampoco. Te debo un favor.

La vicepresidenta salió de casa a las ocho y media de la mañana del sábado. El coche la esperaba. Atravesaron una ciudad a medio gas, con la mayoría de los semáforos en verde. Ya en las afueras, el sol primaveral cubrió las vallas publicitarias, los coches, el asfalto, de una luz plana, como si todo lo que la vista divisaba fuese apenas un dibujo en dos dimensiones. Julia pensaba en la flecha, anticipando la conversación que podrían tener. Estaba orgullosa de haber sido la depositarla del plan del presidente. Un acto de valor, un golpe sobre la mesa que volvería a emocionar a los votantes. Dejarían de ser meros receptores pasivos de una política que solo parecía restarles derechos, esperanzas, futuro. Quienquiera que estuviese detrás de esa flecha se iba a sorprender al saberlo, imaginárselo le divertía y al mismo tiempo le permitía olvidar la filtración de Carmen. Se despidió del chófer sonriendo, y saludó así a los vigilantes de la entrada. También sonreía cuando llegó a la puerta del despacho del presidente y él, al sonido de sus pasos, la abrió.

– Hola, Julia, te veo muy contenta. En cambio aquí, ya ves.

El presidente llevaba un pantalón gris y una camisa blanca con los puños rígidos desabrochados vueltos hacia atrás. Tenía la expresión deshecha como si fuera el final del día.

– ¿Ha pasado algo?

El presidente dejó atrás el tresillo de las formalidades, se dirigió a la mesa pero no llegó hasta su sillón, sino que señaló a Julia una de las dos sillas blancas que había delante y él se sentó en la otra.