Todo lo que Crisma dijo fue:
– Yo necesito ver qué han puesto ahí, ¿me dejas?
– Vamos, sí, además deberíamos seguir trabajando.
Llegaron a la puerta; por la mirilla no se veía nada.
– Es esa tarjeta -dijo la vikinga señalando un pequeño triángulo claro en el suelo.
Abrieron la puerta y, en efecto, había un tarjetón beige. En la esquina superior con letra de imprenta ponía solo «Suministros Ekagrah» y una dirección de correo electrónico. En el centro de la cartulina, a mano, con letras de imprenta: «Hl Irlandés necesita dos hombres durante un mes»; más abajo, un número de móvil.
– ¿El Irlandés?
– Es un tipo curioso. Me encarga asuntos de vez en cuando. Yo conozco a buenos detectives sin trabajo y él a veces los necesita.
Crisma pareció hacerse más alto, se acercó a la vikinga y la sujetó, brusco, por los hombros.
– ¿Me has engañado?
– No me toques.
La soltó pero siguió muy cerca, invadiendo su espacio.
– Te he hecho una pregunta.
La vikinga se echó a reír.
– No puedes ser tan gilipollas. ¿El hombre al que esperas logársela es el Irlandés? Por favor, estás muchísimo peor de lo que pensaba. No tienes ninguna posibilidad.
– Júrame que no trabajas para él.
– Yo no trabajo para nadie.
– ¿Por qué este numerito de la tarjeta? ¿Por qué no te ha llamado y punto?
– El Irlándés no llama ni escribe correos.
– Y al ver al indio, ¿no has supuesto que era él? ¿Por qué no me lo has dicho desde el principio?
– Él nunca usa el mismo método. Es la primera vez que hace esto del tarjetón debajo de la puerta. Oye… te contesto porque me das pena. Pero me jode muchísimo que me estés preguntando.
– Lo siento. De todas formas, no vamos a vernos más.
La vikinga miró a Crisma como si ella hubiera vivido ese momento muchas veces y todo fuera una repetición. Había piedad en sus ojos mientras caminaba hacia atrás. Se apoyó en una pila de cajas de madera y su piel se hizo más clara bajo la luz de la esquina. Callaba.
– Entonces -titubeó Crisma-, ¿crees que él no sabe que estoy aquí?
– Me extrañaría. Sé que me vigiló la primera vez que me hizo un encargo. Fue hace unos años, pero no creo que haya vuelto a hacerlo. Estuve a punto de dejarle colgado sin el material cuando me enteré.
– Pero no lo hiciste. Aceptaste que te espiara.
– Le partí su portátil por la mitad, con un hacha.
– Venga ya.
La vikinga abrió un armario y le mostró un hacha con mango de madera, la hoja de acero estaba pintada de rojo excepto el último filo de color gris.
– Llegamos a un acuerdo. A ver, yo sé qué negocio es este, no pido tratar con ángeles, sé que tienen que cubrirse las espaldas, pero se pasó bastante.
– No parece un tipo que respete los acuerdos.
– Conmigo lo ha hecho.
– No lo sabes.
– Lo sé bastante.
– Guarda el hacha, anda.
Crisma apartó con su mano el pelo rojo de la vikinga y en sus ojos vio las vidas de tantos hombres y mujeres como ellos, tal vez solos en sus cuartos en ese mismo instante, sintiéndose como letras diseminadas en una página, formando palabras, pero qué sabe cada letra de la página a la que pertenece, de la historia que cuenta. La red había soñado con unir vidas solas, muchas personas se habían acercado entre sí a través de la terminal, sin embargo cuando cae la noche el ordenador conectado no puede comprender cómo en el sueño te espera la muerte. Se besaron, la lengua en el paladar y parecía que no había paredes alrededor, que estaban quietos en la atmósfera, entre la tierra y el cielo. El deseo les sobrevino con la urgencia de historias pasadas, como si no buscaran el cuerpo del otro sino un lugar donde ser otros cuerpos y otras vidas.
La vicepresidenta desconvocó la reunión del domingo. Tenía que ocultársela a Carmen y hacer las citas de otra manera. Se propuso no fijarse en los gestos de su directora de comunicación. No interpretaría nada, actuaría sabiendo lo que sabía pero comportándose con ella con normalidad. No tenía tiempo para abrir un nuevo frente. Carmen, Mercedes, Luciano y los dos asesores, juntos, habrían sido como una célula viva. En cambio ahora debería trabajar con cada uno por separado, además de con Luciano. Así lo hizo, estableció citas a horas dispares como si se tratara de asuntos independientes. Y cargó sobre sí el trabajo que le habría correspondido a Carmen. Durante una semana estiró su agenda hasta hacerla saltar por los aires en un par de ocasiones, pero logró mayores avances de los que había pensado.
Necesitaba una cobertura para sus reuniones, para que nadie pudiera definir con precisión de qué estaban hablando. El mejor modo de lograr que una mentira sea creída es apuntar a los deseos del destinatario. Ahora los bancos estaban deseando que el gobierno introdujese prisa en las fusiones de las cajas. Dio pues a entender que se le había encomendado censar las actividades de las fundaciones de las cajas para racionalizarlas y al mismo tiempo evitar que las fusiones dejaran flancos realmente necesarios desatendidos. Tanto en su agenda de vicepresidencia como en el Twitter de la Moncloa mandó introducir reuniones y actividades algunas de las cuales eran ciertas y otras no tanto. Contaba con la colaboración de un secretario de Estado de Economía, joven y vital, alguien que aún pensaba que la energía de quienes trabajaban para la administración no debía desaparecer bajo la sumisión y el miedo a una opinión pública mediatizada. El se encargó de calmar y distraer al Banco de España y a su ministra.
Entretanto, con todos los interlocutores trató el tema de las fundaciones y otros varios: a ninguno le pidió secreto. Sabía que era imposible lograr ese secreto, y en cambio había elegido confundir, mezclar. Si hacía discretamente públicas las reuniones, si difundía informes varios, algunos con apariencia de confidenciales, los cuervos a la escucha se calmarían. Pidió a cada asesor varios informes diferentes, sobre la necesidad de acelerar la fusión de las cajas, sobre los enfrentamientos que estaba suscitando, sobre las fundaciones. Y pidió a la flecha que diseminara fragmentos por distintas vías. Esperaba ganar unos días con eso, sabía que no podía aspirar a más pero unos días quizá bastasen. En cuanto a los periodistas, podría lidiar con ellos aun sin contar con la completa complicidad de Carmen. En medio de la confusión y la sobreabundancia de información, nadie iba a creer lo que tenía delante: que alguien como ella estuviera dispuesta a tomar en consideración unas propuestas que solían proceder de sectores de la llamada izquierda minoritaria. Tampoco iban a creer que el presidente estuviera dispuesto a desafiar el poder de unos bancos que, entre tantas otras cosas, habían negociado operaciones de crédito al partido. Antes de emprender el viaje a Berlín, dio el paso más arriesgado, el más indisciplinado quizá. Pidió a Luciano que se encargara de sondear qué acogida tendría el proyecto en el partido.