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Y se fue a Alemania. Como no podía contar con Carmen, se había encargado ella de concertar entrevistas con los actores alemanes que en su día criticaron la liberalización del modelo bancario alemán. Tradicionalmente basado en cajas de ahorros, bancos públicos y entidades privadas, ese modelo había empezado a desintegrarse. Las entidades privadas contaban ya con autorización para adquirir bancos públicos y pretendían además explotar la etiqueta comercial de las cajas. Los bancos internacionales arrebataban a estas miles de clientes a diario, las fusiones ya no eran más que un pretexto para favorecer la expansión de los bancos privados. Pero hubo quienes se opusieron a ese camino, y algunos de ellos todavía ocupaban cargos relevantes en la administración y en la Unión Europea. La vicepresidenta acudió a las entrevistas sin demasiada esperanza y encontró sin embargo receptividad, afán. Había concertado una cita extraoficial con el ESDG, el grupo europeo de cajas. Y otra con una economista que estuvo al frente de la nacionalización en Islandia. El resultado fue bueno. Cuando se abre una rendija, cuando se hace visible que al otro lado hay tierra que pisar son pocos los que prefieren quedarse dentro. Y aunque una cosa era hablar y otra aceptar arriesgarse, esas personas le ofrecieron su apoyo. No tenían el poder necesario, pero sí el suficiente para proporcionarle información útil. También le avisaron de que las entidades privadas españolas estaban empezando a hacer preguntas sobre ella.

La vicepresidenta llegó al hotel pasadas las once. Durante esos días solo había hablado con la flecha de cuestiones técnicas. Ahora, después de cenar un sándwich en el bar del hotel pensó que le gustaría encontrarla en su ordenador y pedirle que le contara una historia. En el ascensor, subió con una pareja de unos treinta años, notaba el deseo de sus cuerpos en cómo se aproximaban sin apenas rozarse. Metió la tarjeta en la cerradura de su puerta. Una luz suave encendida, un bombón en la mesilla, frío no en la habitación sino en sus ojos que no encontraban a nadie. Mientras su portátil se ponía en marcha, se descalzó.

Llevó el portátil a la cama; se tapó con la colcha de la cama de al lado y esperó. Nada. No se movía nada, no había nadie en el escritorio. Abrió el navegador y buscó el enlace de una canción que le había enviado su sobrino: «La siesta de la Pantera, rosa». «Después de seis años, te quité la ropa. / Para echar la siesta, como si cualquier cosa», ¿qué hacía ella escuchando esa voz que le hablaba de un tiempo ya imposible? Pero no todo se acaba, quizá el tiempo es un pasillo mecánico que avanza siendo, sin embargo, posible desplazarse por él en dirección contraria hasta llegar a la emoción que fuimos. Cantó a coro con el trío la canción: «… después de seis años te besé en la boca, nos quisimos tanto que hasta hoy se nota…». Todavía eran las nueve y cuarto y tenía con la flecha el acuerdo de coincidir a las diez. Su teléfono móvil comenzó a sonar. Miró el número: Carmen. Algún periodista se habría enterado de su viaje y Carmen querría saber. Dejó que la llamada sonara hasta extinguirse.

Desenvolvió el bombón de la mesilla. Eso le hizo recordar a Álvaro, quien compartía con ella su gusto por el chocolate, en más de una ocasión se habían enviado el uno al otro cajas o tabletas, obsequios entre adversarios. Álvaro tenía que estar ya sobre su pista, quizá había llamado él a Carmen y después Carmen la había llamado a ella. No quiso reincidir en esa historia, aunque debía. Más tarde. Dónde estás, dime. El chocolate se deshacía en su boca, y la vida. «Estamos aquí de prestado», hacía poco había escuchado esa expresión pensando con extrañeza en el deseo de que el propio paso por la vida no arrastrara rendición ni lágrimas. Ser un árbol y no el que siembra desdicha por órdenes de otros. Palabras. Abrió un documento y tecleó: «Palabras».

– ¿palabras?

– Hola.

– ¿cómo ha ido?

– No mal, pero lo saben ya, empiezan a saberlo.

– ¿qué pueden hacer?

– Todo. ¿Has visto que el presidente quiere preservar ahora a la banca privada evitando su entrada en el fondo de rescate europeo?

– creí que admirabas al presidente.

– Admiración… Cuando alguien reconoce tu trabajo es difícil ser objetivo. Necesitas pensar que esa persona es buena porque ha unido su valor al tuyo. Le he admirado, sí, creo que con honestidad.

– ¿y ahora? ¿no serás de los que piensan que ha cambiado o «nos ha fallado»?

– No. Creo que le han puesto entre la espada y la pared, él tiene información que ni siquiera yo tengo, supongo que el estado de nuestras finanzas es bastante peor de lo que queremos creer. Pero ha olvidado que es un representante. No es a él a quien han puesto entre la espada y la pared sino a la sociedad española. Le votaron once millones de personas y quizá diez millones podían preferir no claudicar, no someterse. O cinco. O uno. En cualquier caso debería preguntar, porque el mandato que le dieron era para otras circunstancias y otros actos.

– ¿por qué no lo hace?

– ¿Lo harías tú? ¿Renunciarías a pilotar un barco que se hunde?

– de acuerdo, veo que no vas a entrar.

– Dentro de dos días hablaré de nuevo con él. Si me dice que adelante, empezará la verdadera guerra. Entonces tendrás mi cobardía. ¿Qué harás con ella?

– guardarla.

– ¿Qué has hecho con la tuya?

– cada uno en su terminal.

– ¿Cómo?

El teléfono sonó de nuevo en la habitación de la vicepresidenta. Era Luciano.

– Espera cinco minutos. No te vayas.

El abogado vio pasar un tren iluminado. Se encontraba en las inmediaciones de la estación de Atocha y empezaba a sentir que todo se le iba de las manos. Si hay que tener un motivo, si los motivos deben estar detrás y no en el futuro, si deben ser una explicación, la mía no está en el azar ni en ayudar al chico ni en la deuda de gratitud hacia compañeros de lucha a los que llevo años sin ver. Salió del coche y anduvo hasta llegar a unas escaleras que daban a otra calle, cerca de un muro.

Se sentó allí, veía un parking de camiones y contenedores y, algo más lejos, las vías. No se lo había contado a nadie pero sabía bien lo que le hizo empezar, que era distinto de lo que te hace seguir y seguramente no tan importante. Había oído la frase un día en el metro, el brazo prendido de la barra. Amaya no hablaba con él, se dirigía a un cuadro medio de la organización, él no estaba prestando atención a la conversación pero le llegaron con nitidez estas cuatro palabras: «cada uno en su terminal». Quiso entonces reconstruir el contexto sin lograrlo, la conversación había tomado un rumbo distinto. Cuando el otro se bajó, él abordó directamente a Amaya: ¿A qué te referías al decir «cada uno en su terminal»? Ella se encogió de hombros: «A las normas -dijo-, las normas que nos damos». El seguía sin entender: ¿Qué tienen que ver las normas con la terminal? La risa de Amaya rompía miedos y ataduras, parecía un termo de café para todas las noches frías de pegar carteles. Ella dijo que al final de cada conexión, en cada nudo de la red, había una acción posible. Estás ahí, decía, en la terminal, y aunque la diferencia entre lo que haces y lo que podrías hacer siguiendo tus normas parezca ridícula, y aunque lo sea, también lo ridículo cuenta, y lo insignificante se organiza y deja de serlo. Al fin y al cabo, reía, ser comunista es eso, ¿no?, organizar la insignificancia.

Desde lo alto de la escalera los coches pasaban lo bastante lejos como para no aturdir con su ruido, y el gran aparcamiento y el ir y venir de los trenes sugerían espacio, la calma y la seguridad de los cuerpos grandes, ballenas, mastodontes. El abogado imaginó a la vicepresidenta en aquel hotel de Berlín. Tú y yo, cada uno en nuestra terminal, interpretamos los comandos que introduce el mundo, y soñamos con subvertir su sentido. Cada uno en su terminal a veces no está solo. Me has preguntado si tengo miedo. Me preguntas, supongo, si quise mi cobardía y no la tuya cuando te busqué. Tú siempre tienes que estar expuesta. Pero los otros, los que nos representamos solo a nosotros mismos, nos jugamos también pedazos del futuro entre las sombras.