Regresó al coche, vio el cursor parpadeando y sintió de algún modo cómo sus dedos sobre las teclas aparecían en aquel cuarto anónimo, hoy ocupado por Julia y mañana por un desconocido.
– A veces pienso si -escribió la vicepresidenta-, de no haber tú entrado en mi ordenador, nos buscaríamos igual que todas esas soledades que lo hacen a cualquier hora en la red, «this is for all the lonely people, thinking that life has passed them by, don't give up…».
– …
– Supongo que prefiero no pensar que eres un perro.
– ¿…?
– La viñeta más famosa de internet, es imposible que no la conozcas.
– no caigo.
– Un perro subido a una silla frente a un teclado y un monitor. Abajo, en el suelo, otro perro le mira preguntando, y el de la silla le dice: «En internet nadie sabe que eres un perro».
– te cuesta no preguntarme quién soy. alguien normal y corriente, una respuesta más concreta te decepcionaría.
– «Normal y corriente», qué insistencia, bastaría con que fueras normal, o corriente… Decepcionarme, no. Un político vive sin vivir en él, nada nos decepciona porque no existimos, vamos a todas partes con la maleta hecha, sin esperanza de quedarnos.
– ¿qué posibilidades hay de que el presidente se sienta con fuerzas para seguir adelante con esto?
– Un dos por ciento. Quizá me exceda.
– por otro lado, las propias cajas no lo permitirían.
– Estamos hablando con ellas, hay división, algunas tienen miedo y motivos para tenerlo, en otras hay facciones, en otras tenemos a sectores de los sindicatos.
– pero…
– Es poco, lo sé, es un comienzo. Y nadie dice que el presidente se vaya a rendir. ¿A qué te referías con la terminal? ¿Al libre albedrío? ¿Al factor humano? ¿Y si no existen? ¿Y si nunca pudimos haber hecho una cosa distinta de la que hicimos?
– eso solo lo sabe quien permanece fuera, en los bordes, pero tú estás dentro y tienes que elegir.
– No estás en Berlín, ¿verdad? Dime solo eso.
– no.
– ¿No me lo dices o no estás?
– no te lo digo.
– ¿Por qué?
– porque tú y yo tenemos un pacto, ¿no crees?
La vicepresidenta asintió con la cabeza. Miró la cinta aislante pegada sobre la cámara. No me ves pero creo que sabes que estoy asintiendo. Movió ella la flecha para saludar.
– Hasta luego -escribió.
– buenas noches -pareció sonreír la flecha.
El hotel estaba rodeado por un parque, negro ahora a excepción de los destellos amarillos de algunas farolas. Con la frente apoyada en el cristal, la vicepresidenta echaba de menos encender un cigarrillo.
Un vendaval se desató en los barrios del norte de Madrid. Cerca del hospital de La Paz dos árboles fueron arrancados de cuajo e hirieron a un hombre mayor. En el barrio del Pilar se desprendieron cornisas, marcos de ventana, toldos, y varias macetas cayeron al suelo. Al salir de la boca de metro Luciano Gómez vio que un cartel publicitario vencido había bloqueado la calzada. Se notaba la falta de operarios públicos que ofrecieran tranquilidad y apoyo. Un sonido de oleaje mezclado con los motores de los coches llenaba también las calles vacías. Luciano atravesó un pequeño parque en cuesta con ojos vigilantes. Bolsas de plástico, folletos publicitarios, hojas y alguna rama surcaban el aire sin orden alguno. Llegó al edificio y tocó el telefonillo. La voz de Helga resonó fuerte y clara al otro lado.
Helga abrió la puerta y volvió a la cocina. Cuando Luciano entró ella llevaba una bandeja con tazas de café. La mesa del comedor era también su mesa de trabajo. Puso las tazas allí. Luciano abrió su carpeta y sin preliminares le contó la iniciativa de la vicepresidenta y que venía a pedirle apoyo:
– Necesito que me ayudes con el partido. Yo estoy demasiado significado, hay todo un sector que no querrá escucharme.
– ¿Qué partido, Luciano? Unas reuniones muertas de tanto en tanto. El ochenta por ciento de los militantes son cargos públicos. ¿Qué se puede hacer con eso?
– Lo sé, Helga. Sé que no es nada. Pero hagamos algo con esa nada. Unas llamadas, buscar a algunas personas aquí y en las comunidades, contarles la iniciativa sin decirles que viene de Julia. Pedirles que convoquen reuniones y la discutan.
– Hay unas reglas, lo sabes mucho mejor que yo.
– No si se trata de discutir, de pensar propuestas.
– Lo intentaré.
Helga puso el dorso de la mano sobre la cafetera de cristal.
– Aún está caliente. ¿Quieres?
Luciano negó y ella se sirvió otra taza.
– Tú sabes que Julia me engañó. Y ahora la mujer a quien quiero tiene una historia.
– Lo segundo no lo sabía.
– Yo me acabo de enterar. A lo mejor no pasa de ser un escarceo, unos días de ausencia. Pero después de diez años me duele la repetición.
– No hay repetición.
– A mí me lo parece. No importa. Bueno, quiero decir que puedo hacer como si no importara mientras hablamos. Aunque estuviera dispuesta a ayudaros, es imposible que salga adelante.
– Basta con que lleguemos al último escalón.
– ¿Al presidente?
– No. A la terminal de cada uno, es una expresión que le dijeron a Julia, supongo que se refiere al sitio desde donde se dan las órdenes, y se cumplen unas y se rechazan otras. En el fondo, es lo que yo a veces he llamado un instinto de dignidad. Nuestro partido creyó alguna vez en él.
– ¿Y piensas que todavía puede creer?
– Cuando el presidente reciba la iniciativa que él mismo encargó, las organizaciones con las que estamos trabajando querrán que salga adelante. Aunque sean pocas, aunque sean débiles. Detrás de los mercados hay personas y tendrán que enfrentarse a la oposición de otras personas.
– Ya, como con la huelga, como en Francia… ¿esperas que la gente salga a la calle? Cuando salen están infiltrados por la policía y todo acaba en incendio, y se cansan porque después de la calle no hay nada.
– No quiero la calle, quiero la terminal.
– La terminal necesita de los cuerpos, sin ellos se desvanece enseguida.
– Desde luego, no me estoy refiriendo solo a la terminal electrónica. Por eso te necesitamos. Tú conoces a personas que lo han dejado pero no se han ido, puedes hacerlas volver, piensa en los que se han tenido que tragarse sus convicciones tantas veces, además tienes relación con Izquierda Socialista, buscaremos cuadros bajos, y también si hace falta otras organizaciones.
– ¿Cuáles? La mayoría no representan a nadie. Las cosas han cambiado, Luciano. El fracaso confirmará la idea de que este país es una pieza demasiado pequeña en el tablero mundial.
– No hay un tablero sobre el que se juega, ni mundial, ni personal, ninguno. Cuando movemos una pieza, movemos también el tablero porque no hay discontinuidad entre los dos. Nuestra prueba no dará como resultado el éxito o el fracaso sino una reconfiguración del juego.
– ¿Y Europa?
– Se está hablando con otros países, también tienen cajas de ahorros.
– Ni siquiera las cajas estarán de acuerdo, hace mucho que perdieron su origen socialista, la mayoría piensa como bancos y así actúa.
– Nada es compacto, recuerda. Entre cada partícula de tu cuerpo hay espacio vacío. También en las entidades bancarias.