– Luciano…
– Vuelve a llamarme romántico si quieres. Pero lo contrario es cretinismo: Felipe González hablando de sí mismo como de un ciudadano de renta media, justificando la guerra sucia del Estado y quejándose como una plañidera porque el mercado impone su ley.
– Leí la entrevista, sí.
Helga se levantó para llevar la bandeja a la cocina. Al entrar, la ventana se abrió por el viento. Miró un momento el parquecillo de abajo, los árboles jóvenes se agachaban para evitar caer. Cerró con cuidado, vació el café y dejó que el agua fría corriera por sus manos como chorros de lágrimas. Seguía echando de menos a su hijo y así sería hasta que le llegase la muerte. Pero sobre todo lo echaba de menos los días en que pasaba algo distinto, ese vendaval o las palabras de Luciano que parecían llegar procedentes de sus veinte años, cuando el tiempo no iba cerrando posibilidades, quemando etapas, sino que las extendía como ramas nuevas.
Luciano estaba apoyado en el marco de la puerta.
– ¿Te encuentras bien?
Helga asintió con una leve sonrisa. Pasó junto a Luciano y volvió a la mesa.
– Yo también pensé que nada había valido la pena después de leer esa entrevista. Un ex presidente puede pasar por la vida sin haberse enterado de nada, puede analizar la corrupción del propio partido diciendo: «Sufrí mucho», puede mirar atrás sin arañar un solo milímetro de la película que él mismo se ha contado. Y resulta que es nuestro ex presidente.
– Casi nadie sabe estar callado. O a lo mejor tiene miedo. Ya sabes, la red, las filtraciones, quizá ha querido adelantarse al peligro que podría suponer para él un mundo sin secretos.
– Poco consuelo es. ¿Para qué hemos trabajado durante años? Si estamos en manos del destino, por lo menos tratemos de comprender lo que hace con nosotros. Y si no estamos en sus manos…
Luciano sonrió.
– Me conoces bien -dijo Helga-, Sabes que no voy a negarme, todavía confío, todavía espero. Os ayudaré. Luciano, ¿son ciertos los rumores que dicen que Julia va a caer?
– No parecen descabellados.
– ¿Esta iniciativa es su canto de cisne?
– Puedes llamarlo así.
– No creas que es un juicio negativo. Al contrario. Hace muchos años que no escucho un canto de cisne.
Helga se levantó y fue a buscar su móvil. Miró en él la hora.
– No viene. Voy a perderla, Luciano. Nunca esperé poder vivir con ella para siempre. Pero ha sido demasiado pronto.
– ¿No te estás precipitando?
– Al vacío, sí -sonrió ella, todavía de pie-, Luciano, ¿qué dice Julia, la tuya, de todo esto?
– Está con nosotros. No puede intervenir porque necesitamos ser muy cautelosos, de momento.
– ¿De verdad crees que tenéis una posibilidad?
– Tú lo has dicho, tenemos una. Con una basta para intentarlo.
– Sería más fácil no ver, ¿verdad? Estar entre los ocupados.
– ¿Los ocupados?
– Es una forma de hablar, los que no se preguntan, los que están yendo siempre de una piedra a otra, sin hundirse, sin mojarse, sin importarles qué es lo que pisan para seguir a flote. Tú y yo hemos estado ahí, y desde luego la vicepresidenta. ¿Crees que podemos cambiar?
Luciano la miró a los ojos. Helga sostuvo la mirada y luego consultó de nuevo la hora. Después se acercó a la ventana. Luciano la acompañó.
– Seguro que va a venir.
– Dime, ¿Julia no teme que la llamen irresponsable? ¿No temes serlo tú? Vais a remover las cosas, crearéis enfrentamientos, fisuras, inestabilidad, incluso aunque nada salga adelante.
– He guardado silencio mucho tiempo por disciplina. Pero el mundo se viene abajo, Helga. De manera que no, no nos preocupa.
– Te acompaño a la puerta. Tendrás cosas que hacer y yo también. Me alegra haberte visto. Hacía demasiado tiempo.
Cuando Luciano se fue, Helga abrió su navegador en busca de noticias de la vicepresidenta. Muchos años atrás, al descubrir que el Irlandés tenía una historia con Julia, había conocido el insomnio de los celos. Pero no era de Julia de quien tenía celos, como todos pensaron, sino del Irlandés. Deseó con locura haber estado ella en el lugar del Irlandés, haber sido ella la amante de esa mujer delgada y vivaz con ojos como lagartijas y una voz, en cambio, muy quieta. Luego murió su hijo y no volvió a pensar en Julia.
Helga miraba un vídeo en el que se veía a la vicepresidenta hablando de tú a tú a un periodista. No subió el volumen, se fijaba en los gestos. Algunos movimientos de las manos y algunas expresiones la hacían parecer muy vieja, aunque Julia debía de tener apenas cuatro años más que ella. Pero era como si algo en su cuerpo estuviera dejando atrás el deseo y empezando a parecerse a… ¿a quién se parecía?, esos rasgos…, y Helga rió, es Yoda, querida amiga, el gran maestro de la orden del Jedi comienza a ocupar tu cuerpo. A lo mejor tienes suerte y este tránsito tuyo por la vida pública te lleva directamente desde la madurez a la ancianidad sin pasar por la vejez.
Helga volvió a mirar la hora. ¿Sabrás tú, poderosa maestra Jedi, decirme dónde está la que espero, y por qué amor no basta, por qué vuelve siempre el deseo de intentarlo en otro cuerpo, no importan los años: alguien nos llama y sentimos que hay una latitud y una longitud y unos ojos junto a los cuales podríamos morir en paz? Siguió mirando noticias y fotografías. Le hacía bien estar ahí en vez de en la ventana, atenta a reconocer en la noche los andares de patinadora de la mujer a quien estaba perdiendo.
El Irlandés salió a la pequeña terraza trasera de su sanatorio de pájaros. Daba a un callejón sin salida y más que terraza era una mínima ampliación de la cocina donde otros vecinos colocaban tendederos. El, liberado de necesidades domésticas, había puesto una tumbona para leer. Las ramas del árbol del callejón rozaban la barandilla formando sombras en su cara. Abrió la carpeta con los informes acerca de Luciano Gómez. Había perdido la costumbre de leer novelas y la lectura de informes le retrotraía a esos años en los que para descansar de sí mismo y tomar fuerzas se internaba en historias sobre barrios infames y destinos guiados por el azar. La vida de Luciano no parecía muy emocionante, en realidad ni siquiera parecía emocionante, pero el Irlandés conocía la importancia de los preparativos: visto desde fuera un hombre no hace nada mientras en su cabeza, oficina, estado de ánimo, un plan empieza a tomar forma, a veces solo se trata de determinación.
Ya jubilado, Luciano se levantaba a las siete y media con su mujer, desayunaban juntos y ella se iba al centro de investigación donde trabajaba. A eso de las diez él bajaba a comprar el periódico, el pan, y quizá alguna otra cosa, azúcar, bombillas. Algunas mañanas, no todas, se conectaba un par de horas a la red. Tampoco hablaba demasiado por teléfono. Una o dos veces a la semana acudía al Ministerio de Trabajo, al parecer asesoraba en varios proyectos menores. Durante ese mes había ido dos veces al médico, una a correos y una a la reunión del partido en su barrio: cuatro personas contando con él. Los sábados siempre salía a cenar con su mujer y otros amigos. Había impartido dos charlas, una en un instituto de enseñanza secundaria y otra en el local de una asociación de vecinos. No se le veía escribir, sí en cambio leer, dos o tres horas al día.
Demasiado tiempo muerto, pensó el Irlandés. La gente toma decisiones irreversibles cuando no fuma, cuando no escribe, cuando mira el reloj en la sala de espera, cuando no duerme. Llevaba ya medio mes rutinario, melancólico, cuando empezaron a cambiarlas cosas. Primero Luciano recibió una visita de la vicepresidenta. Luego coincidió con ella en un café. El jueves fue a la sede de UGT, el viernes a la de Comisiones Obreras, y el sábado a la de UGT. En las tres ocasiones tenía una entrevista concertada. Había hecho numerosas llamadas esos días, pero no constaban porque el chico aún no había hecho las actualizaciones. Y había estado escribiendo en una vieja máquina de escribir eléctrica. El lunes siguiente fue a la sede central del partido. Volvió el miércoles. El jueves fue a la casa de la vicepresidenta.