El Irlandés recordó esa casa. Aunque llevaba años sin visitarla, la imaginaba igual, la gran terraza con los butacones de madera y el salón funcional, un tanto nórdico. La última vez que vi a Julia en aquella recepción se saludaron sin verse en realidad, ninguno de los dos estaba receptivo al estado del otro, al menos esa fue su impresión, como si no quisieran reconocer en la cara ajena los años, los sueños desechados, las concesiones al triunfo. ¿En qué andaba metida Julia en compañía de Luciano? Podía no ser nada oscuro, un homenaje a algún viejo sindicalista o la construcción de un museo en un pueblo, esas pequeñas deudas que se adquieren desde el poder y que no implican corrupción pero sí cierta arbitrariedad del bien. Volvió al informe. Los dos últimos días Luciano Gómez había visitado, esto le sorprendió profundamente, a Helga, la mujer con quien él había estado casado durante diez años, la madre de su hijo muerto. ¿Qué pintaba Helga en todo eso? Luciano era miembro del PSOE, igual que Helga, quien había trabajado en el partido, pero tenía entendido que cuando abandonó ese trabajo para fundar su propia empresa se había desvinculado del todo. Aunque llevaba mucho tiempo sin verla, a veces le llegaban noticias por medio de la mujer que ahora vivía con ella, una informática leonesa de ojos claros con quien solía trabajar. Helga le puso en contacto con ella, era realmente buena en lo suyo. Le cayó bien, al principio trabajaron mano a mano muchas veces, él llegó a sentir atracción y deseo, y cuando iba a mostrarlo ella le dijo que estaba viviendo con su ex mujer. ¿Viviendo y follando? Aguantó la pregunta, aunque le obsesionó unos días. Luego canceló esa historia. La leonesa le era útil pero no esperaba que fueran sus detectives muertos de hambre quienes acabaran frente al portal de mi ex mujer.
Se dijo que habría podido evitarse los detectives si el chico hubiera resuelto ya el problema de las actualizaciones. El chico había jurado que lo resolvería esa semana. Ojalá termine pronto, está nervioso y nos está poniendo nerviosos a los demás.
A las siete de la mañana el teléfono del abogado sonó y se cortó varias veces. El abogado se vistió de mala gana. Acudió al bar convenido, el chico estaba bastante nervioso.
– Habrás hablado ya con el vigilante.
– Sí.
– Seguro. La otra vez me dejaste colgado.
– No: tú te adelantaste.
– Yo creo que no, pero no importa. ¿Me va a ayudar?
– Sí. Me contó su encuentro contigo. Llegamos a un acuerdo.
– ¿Qué le das tú a cambio?
– Cosas nuestras…
– Avísale entonces. Voy a hacerlo hoy.
– ¿Hoy?
– Es que es más complicado de lo que ellos creen. Les he explicado que técnicamente resulta imposible hacer las actualizaciones sin dejar pistas. Lo saben, lo entienden, pero les da igual, yo soy una pieza de recambio.
– Necesitas algo más que mi ayuda. Tenemos que organizamos, ellos te dejarán solo y terminarás tú en la cárcel o suicidado como ese técnico griego.
– No, ni hablar. Lo he planeado bien. Cuando tenga una llave de acceso para mí, me las arreglaré para que lo sepan. Así tendrán que dejarme en paz.
– No creo que pretendan estar escuchando siempre. Una vez que resuelvan su asunto, pararán.
– Ellos no pueden añadir los números desde fuera. Cada vez que les interese otro me lo van a pedir. Tengo que poner un límite. Dentro de cinco minutos vamos a esa cabina y llamas al guarda. Por favor.
El chico llegó al trabajo con antelación, avanzó los últimos cien metros pegado a la pared para no ser filmado. El guarda de la puerta le esperaba.
– Aquí -dijo desde un rincón que era también un punto ciego de la cámara.
Luego regresó a su sitio habitual. El chico esperó fuera mientras el guarda abandonaba su caseta. Luego entró a gatas con un pasamontañas hasta el punto ciego donde el guarda había depositado unas llaves. Había estado preparando el plan con la vikinga y habían decidido que sería más seguro y desconcertante acudir primero a los viejos métodos analógicos. Solo si algo se complicaba usaría el inhibidor. Con una caña de pescar plegable puso un paño negro sobre la cámara, cubriéndola, y repitió lo mismo en el pasillo. Abrió la puerta del pequeño cuarto de racks. De su mochila sacó una bolsa isotérmica con un bloque de hielo. Lo dejó encima del rack. Tenía poco tiempo antes de que los sensores advirtieran el cambio de temperatura. Volvió sobre sus pasos retirando los trapos negros. Salió pegado de nuevo a la pared. Regresó a las ocho, con otra ropa y sin pasamontañas. Tras saludar al guarda subió deprisa a su ordenador. Entró en el sistema y modificó el script de los sensores. Borró su rastro, aunque no podía hacerlo en el otro ordenador del hielo, esperaba que la avería que produciría el agua provocase un pequeño incendio que destruyera los registros de lo ocurrido.
El chico trabajó de buen humor. Pedaleaba con los pies sin querer, como si tuvieran música. Un compañero se le acercó para preguntarle una duda y el chico le sugirió salir a tomar un café.
– ¿Cómo vas? -se interesó el chico por él.
– Un poco harto -replicó su compañero, apenas unos meses mayor.
– ¿Por qué?
– Porque tengo sueño, porque me controlan a todas horas, porque han quitado a dos personas de mi grupo y ahora tenemos el doble de trabajo… ¿Sigo?
El chico negó con la cabeza.
– ¿Y tú?
– Hasta el cuello.
Se miraban sin verse, cada uno conjurando un tiempo futuro que les atenazaba. La luz de la cafetería parpadeó. El chico levantó los ojos hacia el reloj de la pared. La luz se fue del todo y volvió una más débil de emergencia.
– Vamos a hacer backups, esto tiene mala pinta -dijo su compañero.
– Sí, ve yendo si quieres, yo invito.
Crisma dejó unas monedas en la barra y salió por la puerta opuesta. Entró en la sala de monitorización.
– Se está cayendo todo -le dijo su jefe.
– Por eso he venido.
– ¿Puedes seguir con esto? Hay dos cosas que no quiero perder en mi ordenador -dijo, y se fue.
No entraba en el plan del chico, pero sus zapatillas seguían pedaleando solas. No estaba nervioso, lo había repasado, podía tocar las teclas con los ojos cerrados. Y no tenía miedo porque el miedo ya había sucedido, formaba parte de una historia paralela en la que pudo no haberlo intentado. Tecleaba como jugando, como si en vez de escribir código estuviera conduciendo un coche por el borde de un precipicio, guiando una lancha bajo los puentes.
La luz parpadeó de nuevo, él había logrado actualizar la red de teléfonos sombra y tenía ya también su propia puerta trasera. Pero le faltaba el encargo de su jefe. Sonó el teléfono, era él.
– Cierra el ordenador y ven a mi despacho.
Crisma apagó. Sus zapatillas se quedaron quietas: ¿le había visto su jefe, había sido todo una emboscada?
Anduvo despacio, como si no hubiera gravedad en los pasillos y pudiera chocarse con el techo o la pared. Las luces de emergencia parpadeaban sin cesar. El chico repasó los pasos, era difícil que su jefe los hubiera visto pero no imposible. Podían despedirle. Podían llevarle a la cárcel. ¿Y todo por qué? ¿Por haberse metido en un lío sin pensarlo o tal vez porque había estado demasiado tiempo sin meterse en ninguno? ¿Al final era un ingenuo? El mundo se desmoronaba, dentro de diez años quizá todo se viniera abajo: el fascismo, la guerra, el fin de la energía, ya nadie podía soñar con un futuro previsible. Recordó sus veinte años, cómo se sentía al mirar a sus padres y verse reflejado, para ellos él era una promesa, sus miradas le hacían creerse poseedor de algo nuevo. Y ahora qué, una pieza de una empresa, material intercambiable que iba a ser arrojado al contenedor.