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Miró detrás de sí en un gesto instintivo, ¿quién acababa de hablar? Luego volvió a leer el texto, un mensaje de náufrago bastante extraño. Por lo menos pareces un enemigo elegante. Desmontó el disco duro y lo instaló en uno de sus ordenadores. Funcionaba. No tengo nada; una tarjeta de visita, una firma literaria, pero qué puedo hacer con ella. Introdujo el texto en un buscador, solo había una entrada para las palabras escritas en la misma secuencia, un artículo publicado en un periódico el día de Reyes de 1990. Bien, ya sabía de dónde procedía el texto, pero era una vía cerrada. Quizá el intruso fuera alguien mayor si conocía un texto publicado en 1990, aunque también podía haberlo encontrado casualmente en la red hacía tres semanas.

– Puto Murciélago -dijo en voz alta, y entonces se acordó. Tenía que haber dejado una firma en el disco duro para que se viera la imagen troquelada del murciélago.

La vicepresidenta contempló su mesa, los papeles ordenados en montones simétricos. Abrió la siguiente carpeta de cartulina blanda y empezó a leer el recurso de las operadoras de telecomunicaciones que se negaban a pagar un 0,9 de sus ingresos como aportación a la financiación de la televisión pública. Veladamente amenazaban con perjuicios que podían incluso llegar a ser de carácter estratégico. Si hacen esto por el 0,9 de sus ingresos, qué no harán los bancos si ven en peligro el negocio de la posible privatización de las cajas. Que lo hagan. A veces es mejor el enfrentamiento abierto. No son los amos, nadie es el amo, y en estos malos tiempos ellos también tienen mucho que perder. Siguió leyendo. Los efectos de pagar esa aportación serían «irreversibles e intangibles, de difícil o imposible cuantificación». Río por no llorar. Al poco llamaron a la puerta. Qué raro que Mercedes no la hubiese avisado.

– Soy yo -dijo Carmen entrando.

– ¿Problemas?

– Sí. Problemas míos, privados, que te pueden afectar. Te están afectando ya, de hecho. ¿Salimos?

La vicepresidenta sintió que le fallaban las fuerzas. ¿Iba Carmen a confesarle su traición? Ahora no, prefiero no saberlo por tu boca, dame más tiempo. Se levantó sin embargo.

– Un paseo corto -dijo Carmen- Ya sé que tienes que irte enseguida.

Buscaron un espacio apartado, un rectángulo de grandes losas de cemento, sin bancos, rodeado de algunos árboles. Empezaron a dar vueltas como solían, las dos calladas.

– La ex mujer de Raúl le ha denunciado por malos tratos. El dice que es todo falso. Raúl y yo no tenemos ningún vínculo legal. Pero es mi pareja desde hace tres años y la prensa lo sabe. Si la denuncia se hace pública, te caerá encima.

– ¿Tú crees que es falso?

– No lo sé, Julia. Cada pareja es desdichada a su manera, ¿no? Yo pongo la mano en el fuego por que no fue un maltrato continuo, ni físico ni psicológico, él no es así. Pero puede que un día perdiera la cabeza. Yo creo que no, pero a lo mejor me quemo, y tú conmigo.

– ¿Cuándo ha sido esto?

– Hace mes y medio.

Salieron del rectángulo. A la izquierda había un saliente junto al muro de un edificio. Julia se sentó allí. A su lado, Carmen encendió un pitillo.

– ¿Así que fue por eso?

Carmen se giró hacia ella pero Julia no le devolvía la mirada.

– Lo filtraste por eso. Álvaro te puso entre la espada y la pared.

Carmen siguió fumando sin contestar.

– Perdóname -dijo Julia-. Ni siquiera se me pasó por la cabeza imaginar que tenías dificultades. Qué estúpida soy.

– ¿En Rascafría, cuando te pregunté, ya sabías que había sido yo?

– No, qué va.

– Estaba decidida a no contártelo nunca. Álvaro ha parado la denuncia y, aunque me tiene en sus manos, creo que no va a ir más lejos. Pensé que la filtración no era tan importante y lo olvidaríamos. Pero estoy preocupada. Por ti. Me llegan rumores de todo tipo. Tú no me cuentas nada. En el partido están furiosos.

Julia suspiró.

– Ahora ya es tarde, habría sido mejor que me lo contaras al principio.

– ¿Y conseguir que al día siguiente te desayunaras con la noticia sobre el personal que rodea a la gran luchadora contra la violencia de género? Todavía temo que ocurra.

Ahora sí se miraron. La vicepresidenta puso su mano en el antebrazo de Carmen. Las dos callaban. Luego Julia dijo:

– Una vez aceptado el chantaje, no hay final. Te creo y no puedo creerte, Carmen. Si Álvaro te hubiera presionado para que vuelvas y obtengas más información, me habrías hablado como lo has hecho.

– ¿Mirarme no te sirve?

– No, Carmen, no puedo dejar que me sirva.

Emprendieron el camino de regreso, andaban despacio, como si arrastraran un peso, cada una el suyo, aunque a veces se miraban y parecía que arrastraban el mismo entre las dos.

El Irlandés llegó al banco y se esforzó por ser amable con la recepcionista. Había dormido mal, estaba cansado. Tampoco le había gustado el tono del vicepresidente ejecutivo cuando le llamó para exigirle que fuera a verle esa mañana. Hizo el camino que se sabía, aceptó la compañía de una secretaria joven a quien no quiso sonreír. Ella le dejó ante la puerta cerrada con llave de la sala donde solían reunirse. Esperó ahí, de pie, contando el ritmo de su respiración. Después de quince inspiraciones apareció Jaime, alto y ligeramente encorvado, la calva perfecta, las mismas gafas de montura de acero. No se disculpó por el retraso. Abrió la puerta introduciendo un código y después una llave.

– ¿Así que tú saliste con la vicepresidenta?

– Hace muchos años.

– ¿Por qué está cometiendo este error?

– No lo sé.

– Has contestado demasiado rápido. Piénsalo. También te pago por eso.

– No tiene mucho que perder.

– Claro que tiene que perder. Reputación, bienes, un futuro subvencionado, y puedo seguir.

– ¿Tú tienes una hipótesis?

– No. Pero me asombra que no la tengas tú. ¿Te has vuelto un caballero y no quieres hablar de tus damas?

El Irlandés contó hasta veinte. Jaime no solía perder los papeles, y ahora estaba forzando un desafío. Pero él no iba a caer. No se importaba a sí mismo lo suficiente, eso le hacía muy poco vulnerable a la provocación. Por otro lado, no estaba ocultando a Jaime ninguna explicación, ni siquiera creía demasiado en las explicaciones, la experiencia le mostraba que cada vez que alguien explicaba sus actos, lo que hacía era justificarse. ¿Por qué lo haces, Julia? ¿Por esperanza o por desesperación?

– Qué quieres, no me pagas tanto como para que te cuente mi vida.

– Ten cuidado, Irlandés, hoy no estoy de humor. Me molesta ese Luciano Gómez, me molestan los muertos resucitados. Acaba con él.

– ¿Cómo dices?

– Su mujer, un atropello, un robo con violencia. Sin víctimas, por supuesto, solo un susto. Ya están mayores y lo entenderá.

– Hay otras formas de mandarle un mensaje.

– No me interesan. Haz lo que te he dicho.

El Irlandés sonrió despacio, músculo a músculo.

– He pasado muchos años tratando de averiguar cómo pensáis los ricos, para llegar a la pobre conclusión de que no puedo averiguarlo, porque los ricos no pensáis. No quiero decir que seáis estúpidos, es solo que no os dedicáis a eso. No os hace falta.

– Me divierte que me insultes, Irlandés. Sobre todo cuando acabo de advertirte que no tengo un buen día.

– El pensamiento se basa en introducir variables distintas. Pero vosotros no las necesitáis. Es como cocinar con las sobras, ya sabes. Un rico puede hacerlo, pero no está obligado, no necesita combinar los restos, lo hace si quiere.

– ¿No dijo alguien: «Yo no veo que para escribir poesía se tenga que ser hijo de ferroviario»?