– Huidobro contra Neruda. ¿Cuándo lees, Jaime?
– Me lo leyó mi hijo, hace unas semanas, habíamos salido a navegar. Además del banco, le gusta la poesía. Yo diría que piensa.
– Pensáis, claro, pero es un pensamiento simulado. Vais andando por el cable con red, y no os caéis. ¿Significa eso que mantenéis el equilibrio? No puedes responderme porque la red forma parte de tu horizonte, y no te interesa ni necesitas saber cómo tendrías que sostenerte en un mundo sin ella.
– En ese mundo, ¿por qué actúa Julia Montes?
– Quizá por ambición. Si es así, el atropello no va a solucionar nada.
– No me importa, ¿te das cuenta, Irlandés? La equivocación no importa, lo grave es la inacción. Quiero un informe el jueves. Te esperamos a las once.
El Irlandés se levantó con una sonrisa leve, había aprendido a modularla con la misma exactitud que la voz.
Amaya guardó el portátil en la bolsa y se lo colgó en bandolera. Jacobo estaba con su padre, eran más de las once pero Eduardo había contestado a su llamada y ella no tenía nada de sueño. Condujo pensando que durante una temporada sería agradable llevar una vida parecida a la de Eduardo, la casa no como un «hogar» sino como algo que se movía y daba la sensación de poder ser trasladado en poco tiempo a cualquier otra ciudad o país. Una barcaza. Se imaginó viviendo en una barcaza con Jacobo, amaneciendo en lugares distintos de tanto en tanto. Pediría una excedencia de un año en el banco y se daría una tregua en la militancia, aunque no lo liaría, sabía que no.
– Te abro.
La voz de Eduardo le gustó. Él nunca le había atraído pero la voz ahora fue como una mano que te recorre con la punta de las uñas. Le encontró como siempre, zapatillas astrosas y un pantalón comido por los bajos, los ojos en un ir y venir como si temieran quedarse quietos mirándola. Se besaron en la mejilla rápido. Luego ella le entregó la bolsa con el ordenador. Eduardo pareció serenarse entonces. Extrajo el portátil con facilidad, lo sujetaba con una sola mano como si fuera muy ligero.
– Vamos.
Entraron en lo que Amaya llamó para sus adentros la sala de máquinas. Torres dispuestas en horizontal o vertical, viejos monitores de tubo y monitores planos. Eduardo la llevó hasta una mesa con un solo ordenador conectado a dos pantallas a la vez.
– ¿Has sabido algo más de ese tipo?
– Me ha mandado otros dos mensajes insultantes al móvil. A pesar de que me habías advertido, los borré, lo hice sin querer, un gesto automático. A lo mejor tú puedes encontrarlos, tengo el cable que conecta el móvil al ordenador.
– ¿Por qué has tardado tanto en avisarme?
– Esperaba poder arreglármelas sola.
– Pedir ayuda no significa que no puedas arreglártelas sola. Una forma de hacerlo es tener amigos en quien confiar.
– Ya. A veces lo confundo todo.
– Primero sacaremos el disco duro. Lo normal es que siga intacto. Luego veré cómo tiene instalado el chip la placa base. Quizá se pueda sustituir solo el chip.
– Bueno, si no, no te preocupes, es un portátil viejo que compré de segunda mano.
– Lo sé -dijo el abogado.
Lo habían comprado juntos, pero no quiso decírselo, solo habría servido para que ella se sintiera mal durante unos segundos por haberlo olvidado. El ya se había acostumbrado a esa desproporción en la memoria, había una vida de horas y semanas pasadas con Amaya de la cual él podía evocar olores, prendas, gestos, y que en cambio para ella se había esfumado: el brazo de Amaya alzado al guardar una taza en un estante, su cara en ese momento se vuelve hacia él mientras sonríe. Podía reconstruirlo fotograma a fotograma. Recordaba las historias que ella le contó, los bares que habían compartido, y sabía que todo eso estaba sobrescrito en el cerebro de Amaya, con imágenes de otras personas y otras historias donde él no aparecía.
Amaya miraba los ordenadores.
– Creía que ya no te dedicabas a esto.
– Solo en algunos ratos libres. Amaya, deberías denunciar a ese hombre.
– Seguramente, sí, tendré que hacerlo. Pero ¿por esto?
Mientras terminaba de instalar el disco duro en otro ordenador, el abogado dijo:
– No. El chico y yo registramos lo que hizo con tus fotos. Ahora entraré en tu móvil, quizá se pueda saber desde dónde envió los últimos mensajes. Piensa que está puteando a más gente igual que a ti. Estará pagando con vosotras algo que le hicieron, o puede que disfrute, no lo sé, pero no debes dejar que se sienta dueño de la situación.
Se abrió la pantalla de bienvenida. Sin que tuviera que preguntársela, ella le dio la contraseña:
– «Odaracuza». Es «azucarado» al revés -sonrió encogiéndose de hombros.
Y ahora él estaba dentro, todos los archivos y directorios a su disposición. Pensó en la vice sin poderlo evitar. Se sentía incómodo ahí. Soy un monógamo de disco duro, vicepresidenta. Se imaginó una noche buscando a Amaya entre los bits. No habría sido difícil romper su contraseña y espiar una vida que las horas diarias le negaban. Estar mirándola a su lado pero invisible mientras ella abría ventanas, cuáles, y creaba ficheros. Asomarse a eso, sin embargo, habría supuesto perder la oportunidad de que un día ella le buscara con sed.
– Parece intacto, luego lo escanearé despacio de todos modos -dijo-. Vamos con tu móvil.
Amaya se lo dio y se quedó de pie a su lado, la mano apoyada sobre su hombro. El abogado veía los dedos, sin pensarlo se los llevó a los labios un momento y volvió a dejar la mano donde estaba. Amaya no reaccionó apartándose, había sentido dentro el sonido del vino cuando cae en la copa y siguió ahí, apoyada, sorprendida.
El abogado guardó los mensajes borrados en un pendrive.
– Aquí está todo. Si quieres mañana te acompaño a poner la denuncia. Tengo un amigo en la brigada de investigación tecnológica.
– Mañana me voy fuera, te aviso cuando vuelva.
– Ahora veo si tiene arreglo el chip de tu ordenador y terminamos.
El abogado se levantó apartando con suavidad y firmeza la mano de Amaya. Fueron a la mesa donde estaba el portátil.
– ¿Por qué un murciélago? ¿Se cree Batman, quiere decir algo?
El abogado tenía un secreto, ¿quién no lo tiene? Y lo mantuvo consigo.
– Es un animal frecuente en los creadores de virus. Lo más seguro es que no lo haya diseñado él sino que lo haya comprado. Los murciélagos tienen que ver con la noche. Están despiertos cuando todos duermen.
Amaya se alejó del abogado en busca de una ventana. La calle mal iluminada podía muy bien ser las aguas de un río. Si se acostaba con él quizá luego no querría volver a verle, porque hay errores y cuerpos que no cuadran. Perdería entonces un punto de apoyo en la ciudad cada vez más oscura. Pues si de día nunca tenía miedo y era capaz de estimular equipos en el trabajo, conducir reuniones en el partido, viajar a países situados a miles de kilómetros, en las noches a veces sí temía por Jacobo y por ella misma, por el tallo de la vida que en cualquier momento se puede partir.
Volvió hacia donde estaba el abogado.
– Tendré que buscar un chip, pero es fácil, en un par de días puedo devolvértelo funcionando. Si lo necesitas antes, te llevas uno de aquí con el disco duro dentro.
– No, no…, puedo esperar.
– Tengo que pedirte un favor.
El abogado se había puesto de pie, era más ancho y más alto, a ella se le ocurrió la imagen de una puerta, quiso apoyarse y que se abriera.
– Claro -dijo ahora deseando ser tocada.
– Necesito tu coche, te acompaño y luego me lo llevo.
– Bien, ¿hasta cuándo lo necesitas? Mañana por la tarde había…
– No, no te preocupes, son solo unas horas. Esta misma noche, a eso de las tres, lo dejo aparcado en tu calle.
– ¿Vas a salir ahora? -preguntó con una curiosidad no exenta de celos.
– Asuntos de trabajo -dijo el abogado.
La cara de Amaya rozó la manga del jersey del abogado. Olía a café y a frío. Se apoyó con más fuerza y él le acarició el pelo.