– ¿Nos vamos?
– ¿Tienes mucha prisa?
– Un poco -dijo el abogado. Y solo para sí: Vuelo de noche.
Llovía en Zamora, un agua fina que el frío pronto convertiría en aguanieve. Cinco ministros españoles y cinco portugueses aguardaban en la intemperie de la plaza mientras sonaba una banda de música. Era el encuentro bianual posterior a la vigésimo cuarta cumbre hispano-portuguesa. En breves minutos se esperaba la llegada de los presidentes de ambos países, pero una convocatoria urgente desde Bruselas había determinado que en su lugar acudieran la vicepresidenta española y el vicepresidente portugués. Ahí estaban, se estrecharon la mano en público, permanecieron firmes mientras sonaban los himnos nacionales. Luego la comitiva se dirigió al palacio donde tendrían lugar las reuniones. Un ministro reclamó la presencia del vicepresidente portugués casi en el mismo momento en que el ministro del Interior español se dirigía a Julia. El abrigo de lana azul marino de Álvaro y su barba entrecana le conferían un aire de capitán de barco, su silueta se avenía de forma extraña con la más lánguida de la vicepresidenta, envuelta en una capa verde oscuro que no llegaba a rozar el suelo.
– Querida Julia, estás cavando tu propia tumba.
– Creía que me la estabas cavando tú.
– Si querías competir conmigo, podías haber elegido otro asunto.
– Parece que he elegido este, al fin y al cabo mi tumba me concierne bastante.
El ministro se frotó las manos con suavidad, como si se las acariciara.
– ¿Pido un paraguas? -dijo.
– Por mí no hace falta, estamos llegando. Es aguanieve lo que cae, ¿no?
– Enseguida será solo nieve. Resérvame unos minutos después de la reunión sectorial, antes de la comida en el Ayuntamiento.
– ¿Por favor?
– Si eres tan amable.
– A la una y media podemos dar un pequeño paseo, bajo la mirada de nuestros escoltas.
– Veo que ya no te importa el frío.
– Estoy acostumbrándome.
Durante la reunión la vicepresidenta tuvo uno de esos episodios de extrañamiento que suceden de tanto en tanto.
Las palabras que decía cada ministro dejaron de significar, casi como si les hubiera bajado el volumen y solo viera sus gestos. Evocó reuniones de celebridades a las que había asistido para inaugurar o clausurar, premios de periodistas de radiotelevisión, ferias de escritores o del sector turístico, convenciones, en fin, de la socialdemocracia: estamos aquí y el sentido de lo que decimos no procede de las palabras sino del entorno, del hecho de ocuparlo como quien se autoconcede un privilegio que nadie va a quitarle; nos saludamos entre nosotros, sonreímos, nuestra presencia afirma que estamos satisfechos con las cartas recibidas, que estas reglas de juego nos parecen bien; llegado el momento, mataríamos, sí, mataríamos pero no para cambiarlas sino para que todo siga como ahora, aunque sepamos y, no podemos negarlo, lo sabemos, que bastaría un empujón para mandarnos al abismo de los desatendidos, los sospechosos, los tristes, los que no tienen horizonte. Esperamos morir sin que eso ocurra, y nos llamarán socialdemócratas y sonreiremos, y nos parecerá bien.
Logró concentrarse a tiempo, fue toda agudeza y simpatía en su turno de palabra. Y sintió una desolación acorde con la geografía, como si haber salido de Madrid la hubiera llevado a uno de esos puntos de la meseta desde donde solo se divisa extensión vacía y llana.
A la una y media Álvaro esperaba en el vestíbulo. El sol se había abierto camino, decidieron ir al mirador de la plaza Claudio Moyano, a poca distancia de allí.
– Ni es tu competencia ni nadie te ha autorizado a hablar con las cajas de ahorros. Por lo que sé, el presidente te ha dicho que no lo hagas.
– ¿Te ha enviado a ti para recordármelo?
Álvaro no respondió, ella tampoco quiso seguir hablando. Anduvieron a buen paso como si tuvieran prisa.
– ¿Es ahí? -preguntó Álvaro señalando unos bancos de piedra frente a un desnivel que permitía contemplarlas afueras de la ciudad y el río.
– Sí.
Se sentaron en el banco más retirado y discreto al estar custodiado por árboles, dos futuros viejos al sol, dos pequeños demiurgos.
– ¿Qué vas a hacer cuando acabes conmigo? -preguntó la vicepresidenta.
– Lo mismo que ahora -dijo el ministro.
– Avances milimétricos.
– Si te gusta llamarlo así.
– Es lo que hacemos. Cuando lo hacemos. Arreglos diminutos.
– No, Julia. No juegues a quitarte importancia. Gobernamos.
– Venga, Álvaro. Estamos solos, te juro que no voy a grabar esta conversación. No me digas que alguna vez en tu vida de político has tenido la certeza de estar fijando el rumbo. Mejoritas, reparar esa astilla de madera que ha saltado en la cubierta, cambiar el catering de una parte de la tripulación. Eso en el mejor de los casos.
– Si tuvieras razón, seríamos inocentes.
– «Ni inocentes ni culpables, corazones que desbroza el temporal, carnes de cañón» -cantó suave la vicepresidenta.
– ¿Eso crees, ni inocentes ni culpables?
– No, y tú tampoco. Somos culpables. ¡La de cosas que hemos hecho y callado! Y las que no hemos hecho. Completamente culpables. Aunque mañana tomásemos la palabra en el Congreso en una especie de auto de fe, en un autowikileaks donde lo contásemos todo, seguiríamos siendo culpables.
– Entonces, entiendes que quiera acabar contigo.
– ¿Entenderlo? Claro, Álvaro. Entiendo incluso que hayas sido ruin con Carmen. Lo entiendo; me repugna.
La vicepresidenta se levantó y se dirigió al pretil del mirador. Al ver que se demoraba, el ministro la siguió.
– Se acaba el tiempo, Julia. Si no das pronto una explicación a las cajas y a las comunidades autónomas para que olviden tu actitud errática, serás desautorizada en público. Y no prometo ser un caballero.
– Tendríamos que haberlo dejado hace muchos años, Álvaro. Dirás que habrían venido otros a hacer lo mismo, quizá hasta un poco peor, pero reconoce que como excusa es bastante miserable.
– Déjame fuera de tu plural. Si te apetece jugar al existencialismo a estas alturas, allá tú.
– ¿Te acuerdas del GAL cuando menos lo esperas?
– Ya he contestado a esto muchas veces. Y es hora de ir al Ayuntamiento.
– ¿Contestar? Despejar un balón no es contestar. La semana que viene tendrás mi cabeza en una bandeja, concédeme esta respuesta. La comida empieza a las dos y media, aún hay tiempo.
El ministro se volvió para mirar a Julia, luego puso las manos sobre la valla y volvió a mirar lejos.
– Mi respuesta la sabes, Julia. Tú también lo viviste. Un país no es una página en blanco. Llegas al gobierno y tienes una policía, unos jueces, unas carreteras, nada de eso lo has elegido. Tienes un ejército que no aguanta ver a los suyos cayendo como moscas.
– El rumbo está marcado. Creía que no lo veías así. Gobernamos, dijiste antes.
– Claro que gobernamos, despacio, no se cambia el rumbo con un deseo, pero se corrige lentamente.
– Álvaro, no corregimos nada. Pervertimos el estado de derecho. Y lo hicimos cargados de razón. Si otros hubieran estado en el poder habrían temido nuestro acoso, nuestra crítica. Pero estábamos nosotros. No fue una chapuza por casualidad, lo fue porque nos sentíamos legitimados para hacer cualquier cosa.
– Si lo que te molesta es que fuera una chapuza, estoy de acuerdo.
– ¿Nunca te planteaste irte, reprobar con tu marcha algunas cosas?
– No.
– No pretendimos cambiar nada en realidad, solo esperábamos que esto siguiera funcionando y atribuirnos el mérito.
– ¿Ahora te has hecho comunista, quieres una revolución?
– No despejes otra vez. También en tu partido había un sector que quería de verdad modificar el rumbo.
– ¡Luciano! ¿Es él quien está detrás de todo esto?