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– Al fin machista, Álvaro.

– Si quieres el honor de ser tú la instigadora de tu propia caída, te lo concedo. Pero te advierto que no vamos a dejar que te lleves nada por delante.

– ¿Piensas en tus padres?

– A veces, sí. Sobre todo en mi padre. ¿Por qué?

– A lo mejor les hemos dejado solos. Haciendo lo que esperaban de nosotros. A lo mejor ellos sueñan que en algún momento se rompa la cadena.

A lo lejos se veía a los coches tomar una curva y desaparecer.

– ¿Por eso has decidido despeñarte? ¿Tienes un motivo, Julia?

– Si quieres uno, te lo doy: prefiero que no elijas mi caída igual que has elegido presionar a Carmen.

– Vamos, Julia, no hagas un drama de eso. Tú has jugado sucio en otras ocasiones.

La vicepresidenta se volvió hacia el ministro y él hacia ella. Frente a frente, contando con los tacones de Julia, ambos tenían la misma altura. Claro que no voy a hacer un drama de esto, Álvaro, nos pagan por no hacerlos. Es verdad que yo también he jugado sucio, mucho, sin duda ahora numerosas personas piensan en mí con la misma incredulidad, la misma sangre que hierve con que te sonrío y me digo que no necesitábamos caer tan bajo, lo hicimos pero no lo necesitábamos, ni tú, ni yo, ni tampoco el Estado. ¿Para qué me has buscado? No para advertirme; querías, supongo, tantear mis fuerzas.

– ¿Volvemos? -dijo Julia.

El ministro le ofreció el brazo, ella lo rechazó con elegancia, como si no hubiera advertido el gesto por haber echado a andar segundos antes. El ministro fingió a su vez no reparar en ello. En paralelo avanzaban por la ciudad de piedra. Quería saber si tenías aliados dentro, Julia, y me parece que no los tienes. De sobra sé que actúas ante mí, no te consideras tan vencida como dices estar, te lo veo en la posición del cuello, en cómo miras lejos con una seguridad que no da la derrota, ni siquiera la derrota buscada; confías en el presidente, pero te equivocas.

– ¿Contra quién juega el Madrid esta tarde? -preguntó la vicepresidenta.

– Contra el Zaragoza -replicó el ministro sin acusar el súbito cambio de tema-. En Zaragoza -añadió.

Cuando ya estaban llegando al Ayuntamiento, el ministro posó su mano sobre la de la vicepresidenta en gesto conyugal.

– Nos vemos, Julia.

– Adiós, Álvaro -dijo ella, y se rozaron las mejillas.

La piel desnuda de la vikinga latía en la calma de una luz limada de asperezas por la cortina roja y gastada. De pie, vestido ya, el chico guardó sus cosas en la mochila y abandonó el cuarto. Apenas habían estado unas semanas juntos y era casi seguro que no iban a volverse a ver. Al menos no ahí, en el apartamento almacén situado encima de la tienda. No se habían peleado ni decepcionado; no habían tenido tiempo y ya no lo tendrían porque la vikinga iba a volver con su pareja. El chico salió de la casa pensando que haberse pasado la infancia entrenándose para perder ahora tenía sus ventajas. Paradojas, si hicieran una competición para ver quién sabía perder mejor, seguramente ganaría. No he perdido frente a esa mujer, nunca intenté siquiera competir. He perdido frente a las estadísticas y las oportunidades.

Crisma salió a la calle, hacía buen tiempo después de la ola de viento y frío de los últimos días. Recordaba el cuerpo de la vikinga, miraba los árboles, el fondo oscuro de la tarde; le llevaría su tiempo pero al final, pensaba, encontraría un sitio. Conocía su lentitud; en la adolescencia, cuando le dio por leer libros de pieles rojas, tuvo la seguridad de que los tótems no eran un invento de aquellas tribus: existían, cada persona caminaba con su búfalo o su halcón o su bisonte invisible. Y estuvo seguro de que a él le había tocado un tótem rebelde, le costaría años domesticarlo pero no importaba; él y su animal se habían conectado, ya no les separarían. Llevará su tiempo, sí, habrá que aguantar, seguir al frente incluso cuando se sabe que todo está perdido. También la vikinga y su compañera siguieron avanzando en la oscuridad, hackearon sus vidas cuando otros se habrían limitado a soportarlas, eso fue lo que las permitió encontrarse. Si cuando te metes en el túnel miras hacia la luz, estás mirando en la dirección equivocada, decían los suyos, y él lo tomó como divisa: había que seguir excavando, eso era hackear, seguir hasta encontrar la secuencia de código o hasta que lleguen los aliados, los que estaban dormidos o perdidos, seguir porque nadie podría demostrarle que al final las cosas no iban a salir bien.

Una vez en su casa, abrió la caja de zapatos con video- juegos copiados en DVD. Comprobó que el que buscaba seguía en su sitio, y que no habían dado el cambiazo pues el nombre, un videojuego de deportes, estaba escrito con dos azules diferentes en una secuencia apenas perceptible excepto para quien lo supiera. En él, entre los archivos del juego, había grabado y encriptado los pasos a seguir para acceder por la puerta trasera a la red de teléfonos sombra. En algún momento esperaba darle la copia al abogado. Había depositado otra cifrada en un fileshare. Pero aún no había decidido de qué manera usarla. El no era Julián Assange, no tenía contactos con las altas esferas ni una organización internacional con años de funcionamiento, ni tampoco una vocación de holandés errante. No quería ser un barco fantasma condenado a vagar por las ciudades del mundo. Se construye despacio, se destruye deprisa, vikinga, aunque ya no sé por qué te hablo. Ellos, los enemigos, han construido durante años bancos, fortunas, edificios, tribunales, relaciones, armas, leyes, tendidos de cables. Una información divulgada a tiempo con la tecnología adecuada puede destruir algunas de esas relaciones, quizá algunas de esas fortunas. Pero para volverlas a construir, o para arrebatar a sus dueños lo que ya está hecho, necesitas involucrar a millones de personas que, con su número, reduzcan la cantidad de tiempo necesaria. ¿Dónde están esas personas? ¿Las conocemos, nos acompañarían? Los cables que ha filtrado la organización de Assange desgastan mitos y venden periódicos. ¿Cómo encontrar a quienes sepan usarlos para crear unas relaciones diferentes? No les vemos; sin embargo, puede que estén por todas partes, desperdigados, a menudo perseguidos, cansados, a veces organizados y entonces con demasiadas batallas que dar al mismo tiempo.

Crisma conectó el ordenador y volvió sobre el murciélago. Prefería no seguir dando vueltas en su propio callejón sin salida. Tal como había supuesto, para provocar el despliegue del texto troquelado con forma de murciélago, quienquiera que fuese había necesitado un fichero dll que no debía estar ahí. Al tratarse de un virus dependiente del modelo de ordenador elegido, y siendo el de su jefe un modelo bastante excepcional, era fácil que los antivirus de ATL no hubiesen reconocido ninguna cadena de código maliciosa. Después de revisar fechas y comparar los hashes, buscó las partes añadidas y desensambló el código máquina de esas partes. Luego revisó los pdf en las carpetas de correo hasta encontrar de dónde procedía el mensaje. El remite era idéntico al de una empresa británica con la que solían trabajar, si bien la dirección no era exactamente igual. Un particular podía haber sido despistado fácilmente, no así un profesional como su jefe. Las prisas, el hábito, el cansancio, la vida privada quizá, algo que le hubiera pasado esa mañana o la noche anterior. El hecho era que había abierto el enlace contenido en el mensaje; el virus estaba programado para actuar al día siguiente, apagando el ordenador para que después otro virus se ejecutara antes del arranque del software impidiendo que volviera a encenderse. Bien, ahora tenía que averiguar de dónde era la ip que había enviado el mensaje, eso podría hacerlo fácilmente en la empresa con la autorización de su jefe.

El chico cerró la sesión, apagó y el cuarto se desmadejó de golpe, como una neurona que no pudiera conectarse con otras; ahora ya no había destellos de bits sino solo paredes, una mesa, una estantería y la silla. Cuando no se le habla a nadie, ¿a quién se le habla? Las palabras son código, existen para ser intercambiadas. El ordenador podrá estar apagado pero mi pensamiento envía unas señales y recibe otras. El chico fue a su dormitorio pero no quería dormir, entró en el baño y no quería darse una ducha, en la cocina no tuvo hambre, otra vez estaba en el cuarto del ordenador prohibiéndose encenderlo como un adicto. «Pensar a solas duele. No hay nadie a quien golpear. No hay nadie a quien dejar piadosamente perdonado». La puta poesía también es un código, que no te deja ni siquiera cuando estás solo y colgado. Entonces, aunque era tarde, volvió a ponerse las deportivas, una chaqueta de cremallera y bajó a la calle buscando una cabina.