Echó a andar siguiendo el río. Os dejé colgados, Amaya. Dejé la organización, había tantas razones. Demasiadas razones suelen ser síntoma de otra cosa. Tú solo dijiste: «Creo que todavía puedo aprender algo aquí».
Al poco notó la vibración del móvil en el bolsillo. Era un número desconocido.
– Soy yo -dijo el chico-. ¿Puedes hablar?
– Sí, dime.
– No deberías usar estos aparatos. Así que te lo contaré como una historia. La de alguien que decidió ayudar a otra persona y dejó un mensaje. Joder, podías habérmelo dicho, me he pasado un montón de horas con ello.
– No exageres.
– ¿Por qué no me avisaste?
– Te habrías puesto más nervioso. Y ya sabes que yo prefiero el patio de butacas, los escenarios tienen demasiada luz.
– ¿Puedo verte? He quedado con nuestro amigo, el tipo al que vimos juntos. Pero antes me gustaría que hablásemos.
– ¿Has quedado hoy?
– Por la tarde, a última hora.
– Pásate por la casa de la chica que nos pidió ayuda por lo de las fotos.
– Sé quién es, pero ni idea de dónde vive.
– Te mando un correo a la segunda y te doy la dirección. No está lejos del bar que sabes. ¿A las tres?
– De acuerdo, gracias.
El abogado volvió al coche, el local de la organización estaba en una avenida grande, pero se internó por callejuelas buscando un cíber desde donde escribir al chico. Encontró un locutorio con solo cuatro ordenadores y todos ocupados. Esperó de pie hasta que una mujer mayor dejó uno libre. Mandó el correo desde una de sus direcciones de seguridad a «la segunda» del chico. Como aún tenía quince minutos, decidió entrar en el ordenador de la vicepresidenta. Nunca hablaban a esa hora, pero el tiempo vacío, el río, la inminencia de un encuentro distinto con Amaya, habían predispuesto su ánimo hacia un silencio que busca compañía.
Una vez en el escritorio ajeno abrió un documento nuevo. Le habría gustado tener una cita o un objeto para el riesgo que ella había tomado y que iba a conducirla a un punto donde él ya no podría llegar. Se dijo que entre la vida y la representación de la vida había algunos grados de separación. Quizá no tantos como en El maestro y Margarita, pero tampoco un ángulo nulo, inexistente, como en otras novelas leídas. Dos líneas muy próximas que, no obstante, avanzan separándose, una ventana que parece cerrada pero no lo está. Esa amplitud permite el giro o el batir de remos o de páginas, es la relación que media entre lo real y lo posible y mi asistencia, lo que quise darte. Cerró el documento sin guardarlo, no se quería retrasar y la suerte ya estaba echada. Salió del sistema operativo, pagó su tiempo y se fue.
Media hora antes la vicepresidenta había sido convocada a una reunión en el despacho del presidente. Era un lugar aséptico, el tresillo demasiado blanco, una foto institucional, un cuadro tan neutro que no existía. Solo el entorno de la mesa del presidente parecía albergar algo de vida, aunque muy poca, ni un bolígrafo mordido, ni un pequeño astronauta de plástico, ni un dibujo, ni siquiera una postal o una fotografía de un sitio al que quizá quisiera volver. En esta ocasión, además, el presidente la esperaba junto a la puerta y no avanzó hasta la mesa sino que le indicó con la mano el sofá cuadrado de las formalidades mientras él escogía el sillón.
– Julia, estás intentando volver al partido en mi contra.
– Presidente, trato de que se discuta lo que una vez dijiste que debía ser discutido.
– Pero ya no lo digo. ¿Quién crees que eres para provocarme? En este momento, además. Si de alguien no esperaba una jugada así, es de ti.
– No es una jugada. Es un intento de rectificación.
– Ya lo intentaste, te dije que no. Intento terminado. Ahora hay un nuevo plan.
– ¿Cómo?
– Una nacionalización parcial y temporal, si quieres llamarlo así. Una inyección de capital por parte nuestra.
La vicepresidenta, sin mostrar asombro, curiosidad, indignación, nada, con indiferencia, dijo:
– Han atropellado a Julia.
– ¿De qué Julia hablas, qué dices?
– Han atropellado a la mujer de Luciano. Le avisaron. No ha sido casual.
– ¿Cómo está ella?
– Viva, con varios huesos rotos pero viva.
– Denunciadlo. Es un gravísimo atentado contra el estado de derecho. Luego llamaré a Luciano. Pero no puedes jugar con el destino de una nación porque han atropellado a una amiga tuya. No puedes poner todavía más en peligro la estabilidad económica.
– Supongo que te refieres a poner en peligro la ¿inminente? privatización de las cajas. Tal vez no ves las cosas en el orden adecuado. ¿Con quién estás negociando cada día? ¿Con chantajistas, personas dispuestas a mancharse las manos de sangre de alguien que ni siquiera está directamente implicado?
– Siempre hemos sabido dónde estábamos. ¿Es que no hay sangre en reducir una ayuda, en repatriar emigrantes, en el presupuesto para el Ministerio de Educación? Te has arriesgado y te ha salido mal. Esta, como supongo que ya te imaginas, será nuestra última conversación aquí, de manera que dejemos los rodeos. ¿Qué te ha pasado? ¿Desde cuándo los huesos de nadie son más importantes que el cálculo constante a que estamos sometidos?
La vicepresidenta recostó la espalda en el sofá. Se había acabado. Debería estar sintiendo un mazazo y un nudo en la garganta, pero en cambio solo notaba la seguridad que da la tierra firme tras haber pasado mucho tiempo sobre una superficie inestable. Y si hay un más abajo, que lo haya. Esta vez no me da miedo.
– ¿Quieres saber lo que me ha pasado, o es una pregunta retórica?
El presidente debió de apreciar algo nuevo en la voz de Julia, algo que no se parecía a la dignidad impostada con que solían hablarle los destituidos. Se preguntó si quería saber. En realidad, no. No tenía ningún interés por cualquier argumento que la vicepresidenta fuese a darle. Pero le quedaba un resto de curiosidad por los motivos de la calma firme, que percibía en ella, esa calma en la que nunca había creído y que antecede a la tormenta, como si pudiera haber tormentas fuera del poder.
– Quiero saberlo -dijo.
– Estaba equivocada. No puedes dimitir. Puedes no presentarte en las próximas elecciones, pero para irse hay que tener una razón.
– ¿Y quién me obliga a quedarme?
– Te lo he dicho: no tienes un motivo para dimitir. No es verdad que estés haciendo ahora, debido a la crisis, una política alejada de tu ideología. No tienes ideología.
El presidente tomó aire con gesto cansino, como si fuera a contestar a un entrevistador, Julia se adelantó:
– Déjalo -dijo-. El buen talante, los derechos civiles a los que tú llamas sociales, etcétera: son barniz, aderezos.
– A algunas personas les va la vida en lo que tú llamas aderezos.
– Yo también he dicho esas palabras. Algunas personas serán más felices gracias a tus aderezos, de los que te desprendes con prisa en cuanto te sientes atacado, véase Igualdad. Pero no se trata de algunas personas. Se trata de para quiénes gobernamos, y para qué. La ideología es eso. A ti y a mí, y a Felipe y los demás, nos dieron las respuestas y las aceptamos.
El presidente se levantó. Se sentía inesperadamente ofendido y necesitaba devolver la ofensa.
– Me alegra -dijo dirigiéndose a la puerta- que hayas tenido esta caída del caballo justo ahora que te vas del poder.
La vicepresidenta no se levantó. Tampoco argumentó lo que habría sido fácil, su marcha del poder parecía consecuencia de la caída y no su causa. Se quedó sentada, mirando al presidente. La situación era violenta, él debía pedirle que se marchara o bien volver a sentarse como una rendición.