– Anunciaré tu destitución mañana miércoles, espero que el viernes haya concluido todo. Te habría perdonado cualquier cosa, Julia, pero que intentes movilizar al partido a mis espaldas, no.
– Estábamos contactando con sectores del partido abandonados o dormidos. No hemos tocado ni un concejal, ni un alcalde, ni el partido como aparato electoral, que es el único que veis.
El presidente le pareció ahora más afectado, no tanto por sus palabras, que no daba señal de haber oído, como por el gesto físico de abrir la puerta y dejar salir a alguien con quien acaso no volvería a hablar nunca. Y sin embargo, estaba mintiendo, mentía con total tranquilidad, el partido no era más que una excusa y ambos lo sabían. Al mirarlo de nuevo fue como si no hubiera nadie delante, solo señales de alguien que tal vez había estado ahí. Se levantó.
– Adiós, presidente. Me pondré de acuerdo con Ernesto para organizar mi salida.
Julia tendió la mano. La del presidente estaba fría, la suya quizá también. Se besaron cortésmente.
– Julia, espero que cuando todo esto pase, un día podamos hablar con tranquilidad.
– Claro -dijo Julia.
No crees en lo que dices, solo te imaginas que lo crees. Se preguntó cuántas veces las palabras que acababa de dirigir en silencio al presidente le habrían sido dirigidas a ella, en silencio, por otras personas.
El abogado esperó a Amaya fuera, junto al coche. Ella apenas se retrasó un par de minutos. Llevaba unos vaqueros, y una camiseta blanca con líneas azul marino dibujando lo que podía ser un camino o una carretera. No era una camiseta ceñida pero su silueta se adivinaba igual. Parecía más vulnerable en manga corta, la deseaba más.
– Perdona que te haya hecho venir -dijo.
– No me has hecho venir, y me ha gustado ver el local, las siglas.
– Pasamos primero por casa, ¿no? Salí demasiado deprisa, tendríamos que recopilar bien todas las pruebas.
– Sí, además he quedado allí con el chico que me ha estado ayudando.
De pronto no había ya nada práctico que decir y el semáforo parecía eterno.
– No hemos salido nunca juntos, ¿no? -preguntó el abogado.
– No -rió Amaya-. ¿Te sonaba?
– Es lo que pasa cuando te imaginas algo muchas veces, al final no sabes si ha pasado.
– ¿Es una indirecta?
– Más bien directa.
El cuerpo de Amaya se recogió, las manos abrazadas a las rodillas. Pero le miró con los labios al decir:
– Cuando acabemos con esto, hay un sitio que me gustaría enseñarte.
El abogado estaba nervioso. Quizá debía besarla, sin embargo ella se había apoyado en la puerta y, enroscada sobre sí misma, miraba lejos. Siguió conduciendo en silencio. En el siguiente semáforo:
– Háblame de ese sitio adonde me quieres llevar.
– No, ahora no, cuando te lleve. No te importa si me adormilo un poco, ¿verdad?
– No, para nada -contestó el abogado.
Cuando esto acabe te preguntaré mi gran duda: ¿lo intentado y no conseguido, lo perdido que no se desintegra, la falta de eficacia, el disparo que no da en el blanco, los bocetos, el párrafo cortado que no volvemos a pegar, el comando que no se ejecuta, lo inoperante en estos tiempos de eficiencia estúpida puede ser borrado de la tierra? ¿Lo que no se consigue pero, por tanto, se ha intentado, añade algo, algún tipo de cualidad?
Tuvieron que dar varias vueltas para dejar el coche. Por fin encontraron un sitio en la acera del portal de Amaya, pero unos cientos de metros antes. Echaron a andar, ya eran las tres y las aceras estaban vacías. El abogado miró enfrente buscando al chico que debería venir. Había un hombre quieto, demasiado quieto, con una mano dentro de una bolsa de lona, y aunque pensó que se habría parado para sacar una cajetilla de cigarrillos o un número de teléfono, sin poderlo evitar se puso alerta, como siempre que veía a alguien quieto en la calle. Entonces la vio: lo que el hombre acababa de sacar de la bolsa no era un teléfono ni una cajetilla sino una pistola de tiro olímpico, las conozco bien, pensó al mismo tiempo que se sorprendía de no albergar ninguna duda, la cuerda ha sido llevada a su posición de anclaje, la flecha se suelta casi sin pensar y el abogado cae sobre Amaya cubriéndola con la espalda y la empuja hacia el suelo mientras siente un dolor nuevo en la cintura, piensa en su madre, estoy cogiendo frío pero tú lo habrías hecho también, siente muy cerca la cara de Amaya y oye la voz del chico:
– ¡Joder, joder!
– Llama a urgencias. -Era la voz de Amaya.
– No tengo móvil.
Mientras ella buscaba el suyo tendida aún en el suelo, una mano apretando la mano del abogado, el chico se acercó a él.
– Tranqui, todo se va a arreglar.
– Escribe -dijo el abogado.
Empezó a recitar palabras y números a los que a veces añadía guarismos y otras veces frases enteras.
– La primera es de mi ordenador; la segunda, el servidor de la vicepresidenta; la tercera, del portátil; la última, del programa de cifrado. Debes sustituirme, no se te ocurra decirle a ella lo que me ha pasado. Lee nuestras conversaciones y síguelas tú, será solo unos días. Cuéntaselo a Amaya, dile que te ayude. Coge las llaves de casa, están en mi bolsillo, junto con las del coche -añadió en un susurro, como si ya no le quedara saliva.
– Ya vienen -dijo Amaya.
– El sido eras tú, ¿verdad? El sitio donde ibas a llevarme.
Amaya asintió, besó al abogado despacio y notó cómo se iba.
En la acera de enfrente, el tirador se había disparado a sí mismo y estaba rodeado de gente.
Esperaron a que llegara el Samur, vieron cómo intentaban reanimar el cuerpo en vano. Tuvieron que declarar ante la policía, hicieron llamadas a familiares y conocidos. Amaya quería quedarse en el hospital hasta que se llevaran el cuerpo a otro lugar.
– No, no puedes. Tienes que venir conmigo -dijo el chico.
La vicepresidenta entró en su despacho consciente de que entraba por última vez sin ser observada, sin que los demás estuvieran esperando que recogiera sus cosas. Al día siguiente el presidente haría pública la noticia. Se le concedería un tiempo, breve, para cerrar asuntos y despedirse. El suyo, pensó, sí había terminado siendo un despacho personal, a diferencia de lo que ocurría con el del presidente: plantas, fotografías elegidas más allá de lo institucional, dos cuadros que le gustaban, el dibujo de un canguro en una playa que hizo su sobrina, la miniatura de una Vespa verde, regalo de Julia, el retrato de Condorcet que ella misma había llevado a enmarcar, y en donde había copiado la siguiente frase: «Las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres; tienen, pues, el de disponer de las mismas oportunidades para adquirir las luces».
Julia descolgó el retrato y le dio la vuelta. Detrás había copiado otra cita de la misma obra del filósofo francés, era esa en realidad la frase que la impulsaba, la que le había dado fuerza para luchar todos esos años, la que le recordaba que ella también venía de un lugar oscuro y sin oxígeno, allí donde las personas dominadas exigen dignidad, allí donde resulta aparentemente natural que filósofos progresistas, revolucionarios, escriban cosas como: «Si el sistema completo de la instrucción común, de la que tiene por objetivo enseñar a los individuos de la especie humana lo que necesitan saber para gozar de sus derechos, y para cumplir con sus deberes, parece demasiado extenso para las mujeres, que no están llamadas a ninguna función pública, podemos restringirnos a hacer que recorran los primeros grados».
La vicepresidenta volvió a poner el cuadro en su sitio. Miró hacia la ventana, empezaba a atardecer. Abrió las hojas y apoyó los codos en el alféizar. De pronto sintió terror, como si dentro de su mente se agitaran en una danza de confusión y espanto todos los que habían sufrido injusticia por su causa. No lograba contener el ímpetu con que se sucedían ahora las escenas en que fue débil frente al fuerte, y fuerte ante los débiles, cuando la adulación, la riqueza exhibida, la amenaza velada dirigida contra su personal esfera de poder, le hizo sonreír y ceder algo al ventajista, al prepotente, al criminal.