Enero
La vicepresidenta estaba a solo cinco minutos de la Moncloa cuando recibió una llamada de su jefe de gabinete: reunión de urgencia con el presidente, un avión que volaba de Madrid a Santander se había estrellado al aterrizar, por el momento no había supervivientes. Las víctimas mortales rondaban la cincuentena. La línea aérea era española y, en principio, parecía haber pasado todos los controles de seguridad.
Madrid-Santander, un miércoles de enero: la vicepresidenta repasó mentalmente los planes de sus amigos y conocidos. Pensó luego en todas las cosas que esa tarde se quedarían sin hacer. Vio una procesión de dolor interminable. Trataba de sopesar los posibles errores, el protocolo de actuación, los flancos débiles mientras una y otra vez reaparecía la sucesión de caras demacradas. Conocía esas caras, siempre distintas pero siempre la misma mezcla de soledad, rabia y desesperación. En los funerales, en los entierros, en las reuniones con las víctimas. Y, de nuevo, ella no tenía consuelo ninguno que ofrecer: atención eficiente a los familiares, explicaciones, apoyo psicológico y económico, desde el gobierno iban a hacer un despliegue. Pero consuelo, la palabra que bastaría para sanarles, no tenía.
El presidente y la ministra de Fomento acababan de llegar. Ningún superviviente. En el avión viajaban dos niños y un bebé. También un conocido catedrático de biología. Distribuyeron el trabajo con prisa. Aún no había sido descartada una eventual negligencia de la administración: errores en el sistema de inspecciones, compras corruptas, tolerancia excesiva con determinados incumplimientos de la ley. Detrás de cada palabra se agazapaba un miedo punzante a la responsabilidad, una angustia que se superponía a la nube de dolor y de lágrimas en la que deberían transitar a partir de ahora durante semanas.
Les ofrecieron café y la vicepresidenta, en contra de su costumbre, aceptó. Sabía que esa noche la pasaría trabajando. Entre las diversas tareas que le habían correspondido estaba tratar con los directivos de la compañía, pero antes debería contar con toda la documentación posible y, en esas circunstancias, no podía delegar su busca por completo, ni mucho menos.
Acabada la reunión, se encerró en su despacho. Solicitaba los papeles por teléfono, hacía listas, enviaba preguntas por correo electrónico, y todo a puerta cerrada porque necesitaba rodearse de silencio y de vacío antes de ser absorbida por la multitud. Deseaba que la culpa de ese accidente la hubiera tenido el destino, fuera eso lo que fuera, seguramente azar. No podía preferir que fuese culpa de la administración, ni error ni dejadez, omisión, insuficiencia. Ni culpa de la compañía, pues esa culpa podía acabar desembocando también en el gobierno. Se preguntó si llegado el caso negociaría con la aerolínea, y no quiso responderse.
La jornada fue dura pero no por las horas de trabajo sin un minuto de descanso. Lo fue porque, como siempre cuando se trataba de llegar al fondo de un asunto, la chapuza hizo su aparición adueñándose de todo. Sacudió la cabeza, le costaba quitarse de encima la opresión de las cosas a medias, lo emborronado, lo sucio. La administración había hecho, por ejemplo, las suficientes inspecciones, pero al estudiar los datos con detalle enseguida se descubría que la frecuencia distaba de ser la adecuada. Había demasiadas muescas, cicatrices que no comportaban incumplimiento del deber sino pereza, quizá cansancio, falta de medios y de organización.
Como todos los perfeccionistas, la vicepresidenta no solía ser demasiado exigente con sus subordinados más próximos: disculpaba el error y no pedía rendición de cuentas; no le hacía falta. Sabía que la medida real era su propio perfeccionismo, todos se medían con respecto a él y no a sus palabras. Pero su radio de influencia no iba mucho más allá de su gabinete y de algunos altos cargos. El resto permanecía en los dominios de lo mediano tirando a lo mal hecho. Si hubiera habido un perfeccionista como yo en cada tramo de las diversas administraciones implicadas quizá el avión no hubiese explotado al aterrizar. Aunque esto no lo sabré hasta que se conozca el desencadenante del accidente. Lo que sí sé es que al final algo siempre se parte en dos o más pedazos.
Cualquier intento de mantener la vida sin enmiendas ni tachones, simétrica, fracasaba. Su propio nivel de exigencia había tenido a veces consecuencias perjudiciales, como quien logra una jugada perfecta y con ella pierde la partida. No quiero justificar los errores. Pero ¿dónde los dejo?, están aquí, me rodean por todas partes.
Llegó a casa a las tres de la madrugada. Se duchó y se metió en la cama sin mirar el portátil. Durmió bien pero, aunque había puesto el despertador a las siete, a las seis y media se despertó desasosegada. Preparó una taza de café con dos pastas y se dirigió al ordenador. Analistas, asesores, compañeros y enemigos en numerosas ocasiones le habían dicho que su imagen pública transmitía serenidad. Si ellos supieran cuánto deseaba ahora abrir un abanico de su estatura y cruzar al otro lado, porque todo abanico es un espejo y todo espejo una puerta y toda puerta un agujero por donde huir vestida de carnaval. Ella y su pijama de patos salvajes, ella y su loco deseo de bailar a las siete de la mañana con su taza alta de café caliente mientras fuera esperaban el frío de la destrucción y la desgracia. No podía escapar, y una parte de ella, pero solo una parte, ni siquiera quería hacerlo sino que tenía verdadera fe en su personaje, confiaba en que al aparecer ante las cámaras como una madre sabia, la hechicera de la tribu, ayudaría a encontrar un cauce para el dolor y tal vez un bálsamo y explicaciones.
Cuando el ordenador terminó su proceso de hibernación, escribió las contraseñas y entró en su escritorio. La flecha no se movía, nada parecía haber cambiado a no ser…, sí, allí, en la esquina superior izquierda había un documento nuevo llamado Regalo.
La vicepresidenta lo abrió. Era consciente de que el mero clic del ratón podría desencadenar un ataque que acabase en pocos minutos con todo su disco duro. Pero supuso que la flecha podía haber hecho eso antes y, además, su disco duro era su menor preocupación en aquel momento. Esperaba una carta, frases frías como agujas de hielo o quizá torbellinos de hojas. Esperaba, no le importó confesárselo, una declaración de amor insurrecto y adolescente. Encontró en cambio un documento con fecha, firma y lo que parecía ser un sello.
Report number: AZ / 25 /11. La fecha era anterior en tres semanas al día del accidente aéreo. En la cuadrícula «Answer from RSE requested» había una X en la casilla del Yes. Sin embargo, no había respuesta alguna en la cuadrícula correspondiente. En el apartado rotulado «Description» se relataba la falta de personal en la aerolínea, debido a la cual ese había sido el cuarto vuelo realizado por un comandante a punto de jubilarse y un copiloto inexperto. Quien lo había escrito consideraba que esta combinación podía ser buena en otras profesiones pero no precisamente al frente de un avión cargado de pasajeros y hablaba de las posibles consecuencias, «effects on safety». Por último, señalaba que esta era la segunda vez que emitía el informe sin que nadie se hubiera dignado responderlo la primera. En la cuadrícula «Originator» aparecía una firma bastante difícil de interpretar. No obstante, en la página siguiente se adjuntaba un informe acerca de un fallo en el asiento del piloto-copiloto donde aparecía la misma firma algo más nítida. La vicepresidenta reconoció el nombre: ambos documentos parecían haber sido escritos por el piloto del avión siniestrado. Por otro lado, en el segundo informe sí había una respuesta a cargo de un ingeniero, fechada y firmada apenas nueve días después.
La vicepresidenta previo mentalmente las consultas que debería hacer al llegar a Moncloa para confirmar si los documentos eran auténticos. Y si lo eran, ¿hasta qué punto podía utilizarlos? Pero se dijo que no valía la pena responder a esa pregunta todavía. Los imprimió y los guardó en su cartera. Quiso decir algo a la flecha, darle las gracias aunque sabía que no podía hacerlo, ni debía, la situación era absurda e inquietante. Aun así estuvo a punto de escribir algo, una palabra cualquiera, por ejemplo: quédate. Pero no lo hizo.