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El foco de luz iluminaba claramente la carnicería.

Las dos chicas parecían sangrar profusamente.

– Siempre da esa sensación -dijo el doctor con aplomo.

Diez años atrás había conducido una ambulancia en Nueva York durante su época de residente, y había visto muchas miserias humanas en las carreteras, las calles y los guetos.

También había asistido a partos en callejones pestilentes, pero sobre todo presenciado escenas como aquélla, donde por lo general no había supervivientes-.

Estarán aquí enseguida.

El otro hombre sudaba profusamente, afectado por los chillidos de Chloe.

Además, no se atrevía a mirar la desfigurada cara de Allyson.

Ni siquiera estaba seguro de que perdurase algún rasgo.

Finalmente llegaron los auxilios: dos coches de bomberos, una ambulancia y tres coches de la policía.

Varias personas habían llamado para informar del terrible accidente, otras se habían acercado a los dos vehículos y averiguado que en el más pequeño viajaban cuatro pasajeros, y que dos de ellos estaban gravemente heridos.

La conductora del Lincoln resultó milagrosamente incólume, a excepción de cuatro arañazos y moretones, y lloraba histéricamente a un lado de la calzada, consolada por un desconocido.

Tres bomberos y dos agentes corrieron hacia el Mercedes, junto con la pareja de enfermeros.

Los demás policías se ocuparon de organizar el tráfico, que comenzó a rodar a marcha lenta, por un solo carril, sorteando los dos vehículos siniestrados.

La presencia de los coches policiales había aumentado todavía más el caos y el atasco, y el tráfico que fluía en sentido norte avanzaba con dificultad entre los dos automóviles siniestrados y el despliegue oficial; al pasar sus ocupantes contemplaban el desastre.

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó el agente que comandaba la patrulla, dando un repaso y frunciendo el entrecejo al reparar en Phillip.

– No hay nada que hacer -contestó el médico, y el enfermero lo confirmó.

Todo había terminado.

Una vida se había ido, segada en un suspiro.

No importaba lo joven que fuese, ni lo inteligente y amable, ni tampoco cuánto le querían sus padres.

Había muerto sin motivo, absurdamente.

Phillip Chapman había dejado de existir a los diecisiete años, en una fragante noche de sábado de abril.

– No hemos podido abrir ninguna portezuela -explicó el médico, tras identificarse como Adam Stone-.

La chica del asiento trasero está atrapada y creo que ha sufrido serias lesiones en las extremidades inferiores.

El chico presenta un cuadro mejor.

– Señaló a Jamie, que todavía les miraba como atontado-.

Es víctima de un fuerte shock y debemos trasladarle al hospital para ponerle en observación, pero por los síntomas confío en que se recuperará.

Tiene una conmoción pasajera.

Los enfermeros metieron la mano para tantear a Allyson, mientras los bomberos llamaban a la unidad de salvamento con cinco hombres de refuerzos.

No sería fácil sacarles del automóvil.

– ¿Y la muchacha del asiento frontal, doctor? -Me temo que no se salvará.

– En todo aquel tiempo no había dejado de tomarle pulso, y estaba viva, pero se la veía desmejorar y, hasta que llegase el equipo pesado, no podrían evacuarla.

Aun así, los enfermeros prepararon un suero intravenoso, y uno de ellos ajustó una almohadilla al respaldo para salvaguardar su ya maltrecha cabeza-.

Al parecer tiene una lesión craneal -dictaminó Stone-, y sólo Dios sabe qué heridas internas.

Allyson estaba enterrada bajo una montaña de chatarra, la mayor parte de su cuerpo era inaccesible y aparentaba haberse roto en mil pedazos.

Sus expectativas de supervivencia parecían ínfimas.

En ese momento Chloe empezó a chillar de modo alarmante.

No se sabía si había oído los comentarios sobre sus amigos, o si los dolores habían recrudecido.

Fue imposible razonar con ella.

Apenas tenía conciencia de dónde estaba o de lo sucedido, sólo se quejaba de sus laceradas piernas y de la espalda.

Aunque daba pena oírla, el equipo médico consideró esperanzador que conservara la sensibilidad.

En muchos accidentes las víctimas apenas sienten dolor porque se habían seccionado la columna vertebral.

– Vamos, princesa, enseguida te sacaremos.

Resiste un poco más.

Antes de lo que piensas, estarás en casa -la animó un bombero.

Entretanto, la patrulla de carreteras consiguió forzar la portezuela de Phillip con una palanca.

Extrajeron su cuerpo delicadamente y pidieron ayuda a un bombero para depositar el cadáver en una camilla de ruedas.

Lo cubrieron con una sábana y lo transportaron hasta la ambulancia.

Los curiosos observaron la operación cariacontecidos y algunos no pudieron contener el llanto al comprender que el joven había fallecido.

Eran lágrimas de consternación y duelo por un perfecto desconocido.

La eliminación de la puerta permitió al médico entrar en el vehículo para evaluar el estado de Allyson.

No auguraba nada bueno; su respiración era cada vez más irregular.

Los enfermeros aplicaron una cánula por vía traqueal y la sujetaron a la bolsa conectada al tubo de oxígeno.

El médico sabía que el aire bombeado alimentaba directamente los pulmones, pero también sabía, igual que los enfermeros, que el suero y la respiración asistida no eran más que un auxilio circunstancial.

La muchacha tenía los brazos tan deshechos que ni siquiera admitían una toma de presión sanguínea, aunque el doctor Stone tampoco la necesitaba.

Veía lo que estaba ocurriendo.

La accidentada se les escapaba de las manos y, si no la liberaban pronto, moriría.

Quizá la posibilidad de salvarla fuera nula de todos modos, pero Stone advertía su extrema juventud y quería ayudarla a vivir.

– Venga chica, venga.

No me falles ahora.

– Sus palabras eran casi una plegaria, pero se hicieron perentorias cuando se volvió hacia el auxiliar y ordenó-: Dele más oxígeno.

Observaron, tensos, el efecto, y los enfermeros añadieron una nueva sustancia al suero.

Pero se agarraban a un clavo ardiendo.

Si no la trasladaban enseguida al hospital, no sobreviviría.

Oyeron por fin el rugiente motor de la unidad de salvamento.

Un equipo de cinco hombres saltó de su interior y corrió hacia el lugar.

Calibraron la situación en un segundo, celebraron una breve consulta con el personal sanitario y pasaron a la acción.

Chloe había empezado a sufrir vahídos y un bombero le suministraba oxígeno por la ventanilla abierta.

La primera en la labor de rescate sería Allyson, que estaba casi muerta y no tenía esperanzas a menos que la liberasen de aquella prisión de acero en cuestión de minutos, quizá de segundos.

La condición de Chloe era también apurada, pero no corría tanto peligro.

Además, no podrían moverla hasta que desalojasen el asiento delantero y a Allyson con él.

Mientras un hombre estabilizaba el vehículo con cuñas y calces, un segundo profesional deshinchó de forma simultánea los neumáticos y otros dos se dedicaron, a la velocidad del rayo, a eliminar los trozos de cristal aún adheridos.

El quinto conferenció con los agentes y el personal médico que había en la escena, y luego fue a reunirse con sus compañeros para ayudarles a retirar el cristal trasero.

A los tres jóvenes ocupantes les habían tapado cuidadosamente con piezas de lona, de tal manera que no pudiera lastimarles alguna astilla suelta.

El parabrisas requirió la participación de tres hombres, y un cuarto provisto de un hacha de cabeza plana que desprendió los contornos.

La placa saltó al fin, la doblaron casi como si fuera una manta y la deslizaron debajo del coche con mano experta, con una precisión y una soltura similares a las que desplegaría en el escenario un cuerpo de danza de primera categoría.