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Apenas habían transcurrido unos minutos desde su aparición en el lugar.

Stone al verles actuar, pensó que si Allyson sobrevivía sería gracias a su trabajo tan diligente y a sus reflejos, dignos del mejor cirujano.

Con la lona principal extendida aún encima de Allyson, uno de los hombres entró en el automóvil, quitó las llaves del contacto y cortó los cinturones de seguridad.

Luego, todos en grupo, empezaron a trabajar en el techo con una cortadora hidráulica y sierras manuales.

Provocaron un ruido atronador.

Jamie gimió lastimeramente y Chloe volvió a chillar, pero Allyson no se inmutó y los enfermeros continuaron oxigenándola.

Al cabo de unos momentos habían desprendido el techo del vehículo, perforado la portezuela con un taladro e insertado en ella una viga hidráulica para abrirla.

Aquella máquina pesaba alrededor de cuarenta kilos y tenían que sujetarla entre dos hombres, además de ser tan ruidosa como una perforadora.

Jamie lloraba abiertamente, aunque el clamor del aparato ahogaba sus sollozos y los gritos de Chloe.

Sólo Allyson permanecía ajena a toda su odisea.

Uno de los enfermeros se había tendido junto a ella en el lado del conductor, desde donde supervisaba el suero y el conducto del aire y comprobaba su respiración.

Allyson respiraba muy precariamente.

Suprimieron la portezuela y se aplicaron con ahínco a apartar el salpicadero.

Para lograrlo se requirieron tres metros de cadena y un sólido gancho.

Antes de que lo separasen del todo, los enfermeros colocaron una tabla bajo el cuerpo de Allyson a fin de mantenerla inmovilizada.

En cuanto la hubieron afianzado, el coche se desmembró: el frontis desgajado, el techo arrancado y las puertas fuera.

Por fin, la moribunda podía ser trasladada.

Los enfermeros se abalanzaron sobre ella y todos pudieron ver la gravedad de sus lesiones.

Se diría que había recibido el golpe en la zona frontal y parietal del cráneo.

Su cabeza debió de rebotar como una canica al colisionar con el Lincoln; el cinturón de seguridad estaba tan flojo que era prácticamente como no llevarlo.

Todos los efectivos se concentraron en trasladarla, con mucha suavidad, a la camilla.

La presteza era esencial, pero cada movimiento tenía que ser infinitamente delicado y planearse de un modo milimétrico, so pena de agravar su estado.

La unía a la vida un frágil suspiro cuando el jefe de los enfermeros dijo “Adelante" y echaron a andar, procurando evitar movimientos bruscos, hacia la ambulancia.

Acababan de presentarse otras dos ambulancias y los camilleros recién llegados atendieron a Chloe y Jamie.

A las doce en punto de la noche, la ambulancia abandonó el puente a toda velocidad con el cadáver de Phillip, Allyson y el joven doctor Stone.

Un agente de policía se ofreció a llevarle el coche hasta el hospital de Marín.

Stone no quería que la accidentada viajase sin más compañía que los enfermeros, aunque sabía que poco podía hacerse por ella.

La chica debía someterse a neurocirugía con urgencia, pero entretanto él quería estar a su lado.

Seguía creyendo que no viviría.

Sin embargo, siempre quedaba un resquicio de duda.

Si surgía la mínima posibilidad, Adam Stone quería estar allí para ayudarla.

En el Golden Gate se habían congregado, además del contingente anterior, una cuarta ambulancia y otros dos coches de bomberos.

La circulación hacia Marín aún discurría por un solo carril y el puente continuaba cerrado en dirección a San Francisco.

– ¿Cómo está? -preguntó un bombero, refiriéndose a Chloe, mientras los enfermeros esperaban que el equipo de rescate terminara su trabajo.

Tenía una abundante hemorragia en ambas piernas y una crisis de histerismo.

Le habían inyectado suero y, cada vez que trataban de moverla, se desmayaba.

– Pierde el conocimiento a cada instante -explicó un camillero-.

Dentro de un momento la habremos sacado.

Para liberarla tenían que quitar el asiento de delante, que estaba trabado en todos los ensamblajes.

La moderna maquinaria lo hizo jirones al levantarlo en el aire y luego lo depositó en el asfalto.

Diez minutos después quedaban al descubierto las piernas de Chloe, machacadas, rotas, con fracturas múltiples en ambas extremidades y los huesos casi al descubierto.

Cuando la izaron tan suavemente como pudieron, recostada en una tabla, Chloe se desvaneció del todo.

La segunda ambulancia arrancó con las sirenas aullando en la noche, y los bomberos ayudaron a Jamie a salir del coche.

Libre de trabas, en cuanto se vio de pie en el asfalto se echó a llorar espasmódicamente y se agarró a sus salvadores como un niño presa del pánico.

– Todo va bien, chico, tranquilízate.

Había vivido una horrible tragedia y todavía estaba confundido y trastocado.

No podía comprender lo ocurrido.

Lo instalaron en la última ambulancia y también le llevaron al hospital de Marín.

En ese momento llegó una furgoneta de la televisión; llegaba tarde, pero el bloqueo del tráfico había sido inexpugnable.

– ¡Dios, odio las noches como ésta! -comentó un bombero a otro -.

De buena gana prohibiría a mis hijos que salgan de casa.

Ambos menearon la cabeza, atentos al equipo técnico que se esforzaba en desenmarañar la masa de acero para poder remolcar los dos coches y despejar el carril.

Una cámara de televisión filmó toda la maniobra.

A todos sorprendió que el Mercedes hubiera quedado tan destruido.

Pero era un modelo antiguo, y debió de chocar con el Lincoln en un mal ángulo.

De haber sido un coche de chapa más fina, habrían muerto los cuatro pasajeros y no sólo Phillip.

La otra conductora, aún trastornada, se había sentado en el arcén y recibía el consuelo de una desconocida.

Llevaba un vestido negro y una capa blanca.

Estaba desgreñada y pálida, pero no se le apreciaban manchas de sangre.

Incluso la capa blanca se conservaba impoluta, lo cual era casi incongruente habida cuenta de la condición en que quedaron los jóvenes del Mercedes.

– ¿No deberían reconocerla en el hospital? -preguntó un bombero a un agente policial.

– Dice que se encuentra bien.

No hay heridas externas.

Ha tenido una suerte insólita, aunque está muy trastornada.

La muerte del chico la ha afectado terriblemente.

Enseguida la acompañaremos a casa.

El bombero asintió, estudiándola desde lejos.

Era una mujer atractiva y elegantemente vestida que rondaba los cuarenta.

Dos mujeres estaban pendientes de ella y alguien le había ofrecido una botella de agua.

Vertía sus lloros silenciosos en un pañuelo y sacudía la cabeza, incapaz de creer lo que había sucedido.

¿Tiene idea de lo ocurrido? -preguntó un periodista a un bombero.

El hombre se encogió de hombros.

No simpatizaba con los medios de comunicación, y menos con su interés morboso por las desgracias ajenas.

Estaba muy claro lo que había ocurrido.

Se había malogrado una vida, o quizá dos, si Allyson no había resistido.

¿Qué quería saber aquel sujeto, el porqué, el cómo? ¿Acaso importaba? Quienquiera que fuese el responsable del accidente, los resultados no iban a alterarse.

El bombero dio una respuesta evasiva, y se fue a reunir con un colega.

– Parece que ambos vehículos han invadido la línea continua.

– Eso era lo que acababa de comentarle la policía-.

Te distraes un segundo y…

Al final fue el coche de la señora el que más invadió el carril contrario, pero ella niega haber provocado el accidente.

Y no hay razón para dudar de sus palabras.

Es Laura Hutchinson -concluyó, impresionado.

El otro bombero enarcó las cejas.

– ¿La esposa del senador John Hutchinson? Exacto.

– ¡Mierda! Imagínate si hubiese muerto -dijo el compañero, sin reparar en que ninguna vida valía más que otra-.