– ¡En domingo? -preguntó Page con asombro, mientras ambas salían de la cocina.
– Sí…
Bueno, quizá sea un entrenamiento o algo parecido.
– A qué hora te irás? -Hemos quedado a las siete.
Hubo una larga pausa, en la que Allyson clavó sus ojazos castaños en los de su madre.
En el aire flotaba algo que Page no logró adivinar, pero se desvaneció enseguida.
Era un secreto, un pensamiento, una íntima sensación que su hija no quiso compartir.
– ¿Me prestas tu suéter negro, mamá? El de cachemira adornado con perlas? -Se lo había regalado Brad en Navidad.
Era demasiado caluroso, demasiado elegante y caro para una chiquilla de quince años.
A Page no le hizo ninguna gracia la petición-.
Me temo que no.
Estarás de acuerdo en que no es el atuendo más adecuado para ir a Luigi's y al Festival.
– Bien, como quieras.
¿Y el rosa? Eso está mejor.
– ¿Me lo dejas? -Sí, claro.
Cuando se separaron, Allyson hacia su habitación y ella al encuentro de su marido, Page suspiró y movió la cabeza con una mueca pesarosa.
Algunas veces casi podían tocarse los obstáculos y barreras que se interponían entre ambos.
Era como si Brad y ella tuvieran que correr cada día una maratón antes de poder disfrutar de unos momentos de intimidad: “Llévame…
déjame…
recógeme…
dame…
Puedo…? ¿Te importaría…? ¿Dónde está mi…? ¿Cómo, cuándo, qué…?".
Al doblar la esquina del pasillo, le vio en el dormitorio.
Algunas veces aún se extasiaba ante él.
Brad Clarke era la perfecta definición del hombre guapo, alto, moreno.
Medía más de un metro ochenta, llevaba el pelo corto y tenía ojos castaño oscuro y hombros atléticos.
Completaban sus encantos unas estrechas caderas, unas piernas largas y un modo de sonreír que siempre había hipnotizado a Page.
Estaba inclinado sobre una maleta abierta en la cama, y cuando su mujer cruzó el umbral enderezó la espalda con una sonrisa espaciosa, prolongada, exclusiva para ella.
– ¿Cómo ha ido el partido? -preguntó Brad.
Ya no asistía a las competiciones de Andy, pues estaba demasiado ocupado.
Con el apretado programa de los niños y su propia agenda, apenas les veía.
– ¡Fenomenal! Y tu hijo ha sido el héroe de la tarde -afirmó Page, poniéndose de puntillas para besarle.
– Eso dice él.
– La mano de Brad se deslizó, sinuosa por la espalda de su mujer y la atrajo hacia sí-.
Te he echado de menos.
– Yo a ti también.
– Page se acurrucó unos instantes en el pecho de él, antes de atravesar la estancia para dejarse caer en una cómoda butaca mientras Brad reanudaba su quehacer.
Normalmente hacía el equipaje los domingos por la tarde y cuando no había más remedio (o sea, con bastante frecuencia) partía en viaje de negocios unas horas más tarde.
Pero a veces, si le sobraba algún rato perdido, preparaba la ropa el sábado para tener más tiempo libre el domingo-.
¿Por qué no enciendes la barbacoa? Fuera hace un tiempo delicioso, y he descongelado unos filetes.
Seremos nosotros dos y Andy.
Allyson ha quedado con Chloe.
– Me gustaría mucho -dijo Brad, y se acercó a su esposa con cara de circunstancias-, pero no he podido reservar plaza para el vuelo de Cleveland de mañana por la noche.
Tengo que viajar hoy, en el avión de las nueve.
Saldré de casa a eso de las siete.
– Page se demudó.
Había pasado toda la tarde ansiosa por verle, por gozar juntos de una velada tranquila, sentados en el jardín a la luz de la luna-.
Lo siento de veras, querida.
– Yo aún más.
– Era obvio que la noticia había entristecido a Page -.
No he dejado de pensar en ti en todo el día.
Sonrió a su marido, que se liabía sentado en el brazo de un sillón.
Intentaba no perder el buen humor, y a estas alturas ya debería haberse acostumbrado a las ausencias de Brad, pero todavía le dolían.
Cada vez le extrañaba más-.
Supongo que un domingo en Cleveland no es precisamente el sueño de tu vida.
Sentía lástima por él.
En la agencia de publicidad donde trabajaba le exigían demasiado.
Pero era la estrella, el hombre que echaba el lazo a los clientes potenciales.
En la empresa era ya legendaria su capacidad de aglutinar clientes nuevos como si fuesen corderitos y, más excepcional aún, de conservarlos.
– Como igualmente estoy atrapado, he pensado que podría jugar al golf con el director de la compañía que tengo que visitar.
Le he llamado hace un rato y me ha citado en su club para mañana.
Por lo menos, anticipar el viaje no será una absoluta pérdida de tiempo.
– Brad besó en los labios a Page, quien notó un sensual hormigueo que conmovía todo su ser-.
Preferiría quedarme contigo y con los chicos -susurró Brad al abrazarse ella a su cuello.
– Me sobran los chicos -dijo Page con voz ronca.
Brad rió.
– Me seduce la idea…
Guárdala hasta el martes por la noche.
Estaré en casa a la hora de acostarnos.
– De acuerdo, el martes te lo recordaré -musitó ella plantándole otro beso, en el instante en que Andy irrumpía como un ariete en la habitación.
– Allie ha dejado las patatas fuera de la bolsa y Lizzie se está dando un atracón.
¡Va a llenar la cocina de vómitos! -Lizzie, su perro labrador, tenía un apetito voraz y un estómago de delicadeza singular-.
¡Ven corriendo, mamá! Se pondrá malísima si dejas que las devore todas.
– Bien, vamos allá.
Page sonrió con resignación y Brad le dio una cariñosa palmada en el trasero cuando se alejó hacia la cocina en pos de Andy.
Tal y como el niño había anunciado, cubría el suelo una alfombra de erujientes pedacitos de patata.
En el momento en que ellos entraron, Lizzie se disponía a engullir las últimas.
– ¡Qué desastres haces, Lizzie! -la regañó Page mientras barría el desaguisado y ansiaba, una vez más, que Brad no se fuera a Cleveland.
Le habría hecho verdadera ilusión pasar unas horas a su lado.
Parecía como si su vida perteneciera a todo el mundo salvo a ellos mismos, y justamente hoy sentía una intensa necesidad de gozar de unos momentos de paz junto a su marido.
Se volvió luego hacia Andrew sin hacer caso a Lizzie, empeñada en lamer los restos de patatas que sujetaba en la mano-.
¿Te gustaría salir de juerga con tu anciana madre? Papá tiene que marcharse a Cleveland, y he pensado que podríamos ir a tomar una pizza.
– También podían comerse la pizza en casa, o los filetes que había descongelado para toda la familia, pero de pronto le horrorizaba quedarse allí sin Brad.
Además, siempre lo pasarían mejor en la calle-.
¿Qué me dices? -¡Será estupendo! -exclamó el niño y, exultante, condujo a Lizzie fuera de la cocina.
Page guardó la ensalada y la carne en la nevera y luego volvió al dormitorio.
Eran las seis y media.
Su esposo había terminado de hacer el equipaje y estaba casi vestido para salir hacia el aeropuerto.
Llevaba un conjunto de chaqueta cruzada azul marino y pantalones beige, y se había dejado abierto el cuello de la camisa, también azul, lo que le daba un aspecto juvenil y seductor.
Al mirarle, Page se sintió de repente vieja y cansada.
Brad vivía en el mundo, tomaba iniciativas, trataba a nuevos clientes, cerraba negocios y departía con otros adultos.
Ella, en cambio, no hacía más que planchar camisas y perseguir niños.
Trató de expresarlo con palabras mientras se lavaba la cara y se peinaba.
Brad soltó una risotada al escucharla.
– Sí, claro, tú eres una inútil.
Sólo gobiernas la casa mejor que nadie, cuidas con devoción a nuestros hijos y los del prójimo y, en los ratos libres, pintas murales para la escuela y todos tus conocidos, aconsejas a mis clientes cómo deben decorar el despacho o a las amistades cómo reformar sus hogares.