Me contaba luego que mi padre estaba pensando en cerrar su estudio. Está cansado, decía solamente, y terminaba más abajo con algunas recetas de cocina. Para que no comas todos los días salchichas y hamburguesas.
La alusión a Roderer me sobresaltó: no recordaba haber llegado a quejarme de que él fuera más inteligente. La inteligencia sin voluntad no puede ir muy lejos, había escrito mi madre. Eso era en el fondo lo mismo que me había esforzado por pensar yo, como una íntima carta de triunfo. Pero ahora, escrito por ella, me sonaba como un lugar común mezquino, intolerable, y sentía removerse otra vez en mí la vieja inquietud que casi había logrado olvidar desde que estaba en Buenos Aires. Es cierto que no hubiera podido señalar ni un solo motivo para estar disconforme; la vida se había allanado a mis propósitos con una benevolencia que no dejaba, a veces, de llamarme la atención: había tenido una de las mejores notas en el ingreso y en el segundo cuatrimestre me habían nominado para la Olimpíada Universitaria; la matemática me estaba resultando un juego apenas más difícil que el ajedrez. Y aunque tenía en la Facultad compañeros absolutamente brillantes, de una inteligencia superior, podía mirar a cada uno y sentirlos en el fondo mis iguales: ellos tampoco, me daba cuenta, hubieran escapado a la clasificación de Rago.
Sí, todo estaba resultando mejor aún de lo que había planeado, y sin embargo, no había conseguido dejar atrás a Roderer; había bastado esa sola mención de mi madre para que su sombra se alzara otra vez y desde su irritante quietud empezara como antes a invadirlo todo. Aquello sobre mi hermana, por ejemplo, ¿era sólo lo que yo sabía o había algo más? Recordé, sin poder evitarlo, la escena que tuve con Cristina la noche en que volví de la casa de Roderer. Nos habíamos tratado en la mesa, durante la cena, como si nada hubiese ocurrido. Yo, que hubiera lamentado más que todo volver a avergonzarla, me concentré en mi plato y evité hablarle por temor a que una inflexión en mi voz o un desliz al mirarla dejara traslucir que la había descubierto. Me fui luego a la cama y ya estaba acostado, tratando de poner en orden lo que me había dicho Roderer, cuando Cristina entró en mi cuarto sin llamar. Estaba descalza, en camisón, llorosa y desesperada.
– ¿Soy tan fea? -me dijo, con la voz entrecortada-; ¿tan fea? -Y con un movimiento brusco y desolado se quitó el camisón y quedó desnuda, de pie junto a mi cama. Me alcé sobre los codos, sobresaltado, y ella, con los hombros sacudidos por el llanto, se dejó caer de rodillas y ahogó la cara en la sábana. La cubrí con una de las frazadas y durante un rato larguísimo le acaricié el pelo, con la mayor suavidad posible; cuando logró volver a hablar me contó entre hipos que el día anterior se había acercado en la playa hasta quedar delante de él.
– No me vio; tenía los ojos abiertos y yo estaba parada justo enfrente, pero no me veía. -Alzó la cabeza, asombrada, como si la explicación hubiera estado allí todo el tiempo.- Se droga, ¿es eso?
– Creo que sí -dije.
– Pero… ¿por qué? -me preguntó, implorante-. ¿Qué le pasa?
Estuve a punto de confiarle la conversación que había tenido con Roderer, pero a mí mismo se me hizo de pronto increíble, como si fuera un sueño equivocado. Traté de consolarla.
– Tal vez sea sólo un poco de marihuana cada tanto.
Cristina me sonrió tristemente y se dio vuelta para ponerse otra vez el camisón.
– Pobre hermano -me dijo antes de irse-, siempre quisieras que nada fuera muy grave.
Creí que esa noche había recuperado a Cristina, en realidad, la estaba perdiendo para siempre. Aquella fue la última vez que se confió a mí y desde entonces se volvió impenetrable, como si hubiese tomado una resolución que la apartaba definitivamente de mi lado. De esto, por supuesto, no me di cuenta en aquel momento: yo estaba jugando las últimas fechas del torneo de ajedrez y la preocupación por las partidas no me dejaba ver demasiado alrededor. Lo gané finalmente y tuve mi copa y una foto en el diario, pero no logré sentir la alegría que había esperado: aquella frase desdeñosa de Roderer había hecho su trabajo. Roderer, siempre Roderer. Y la distancia, ahora tenía la prueba, no conseguía arreglar las cosas. Traté de olvidar la carta, pero en los meses siguientes empecé a sentir una vaga intromisión que se fue acentuando hasta hacerse del todo reconocible, como una imagen que hubiese entrado en foco. En cada uno de mis momentos libres, cuando dejaba de lado el estudio para ir al cineclub, o cuando se alargaban las sobremesas en el comedor, me asaltaba con intolerable nitidez la idea de que mientras tanto, a mil trescientos kilómetros, Roderer estaba encorvado sobre su escritorio, de que en todos mis tiempos muertos él seguía pensando.
Volví a Puente Viejo en las vacaciones de verano, después de rendir los exámenes de diciembre. En la estación de ómnibus me estaba esperando mi hermana; en aquel año se había transformado en una chica abrumadoramente hermosa; nos miramos y reímos al mismo tiempo, algo incómodos.
– Te dejaste el pelo largo -dijo ella.
– Y vos -empecé admirado-, vos… -Pero ella me abrazó antes de que pudiera decirle nada. Vi afuera, perfectamente estacionado, el viejo Peugeot de mi padre.
– Hey -dije-, ¿y desde cuándo sabes manejar? Si yo te había dicho… ¿Quién te enseñó?
Volvió a reírse.
– No te preocupes -dijo-: aprendí sola.
Amanecía y la calle de acceso estaba desierta. Yo miraba su cara de perfil, atenta a las indicaciones del camino, miraba el bello ángulo de la garganta, el cambio misterioso y decisivo de su cuerpo y ella giraba cada tanto la cabeza y sonreía entristecida, como diciendo: sí, pero eso no cuenta.
A la tarde, después del almuerzo, desaté sin querer una discusión en mi casa. Mi padre, a quien había encontrado más callado que de costumbre, se había ido a la biblioteca, a dormitar en su sillón. Cristina se había puesto la malla para acompañarme al mar y cuando apareció otra vez en la cocina yo hice en voz alta una broma sobre novios y pretendientes.
– Sí -dijo mi madre-, hacen cola, pero tu hermana es Mademoiselle No. Imagínate: prefirió ir sola al baile de fin de curso.
Cristina se volvió hacia mí. -.
– Mamita quería que fuese con Aníbal., -¿Con Aníbal Cufré? -dije yo, incrédulo.
– Cambió mucho -dijo mi madre-, desde que trabaja es otro muchacho. Y yo solamente dije que me daba lástima: venía todos los días con flores.
– De Florerías Cufré -dijo mi hermana-: el único que quiso emplearlo fue el tío.
– Por lo menos no es drogadicto -observó calmosamente mi madre.
Mi hermana enrojeció de furia.
– Yo me voy -dijo-. Te espero en el espigón.
– No me mires así -dijo mi madre alzando los platos-. No puedo evitarlo: me preocupan mis hijos. Y esto no es la Capital. Sobre todo para una mujer; si no viene a dormir de noche, tarde o temprano alguien se va a enterar.
Encontré a Cristina sentada en la arena, abrazada a las rodillas. Se había puesto un buzo sobre la malla y lo había estirado para cubrirse las piernas, como una débil defensa contra el viento. No había empezado todavía la temporada y sólo se veían, muy lejos, dos o tres cañas, los viejos compañeros de pesca de mi padre. Me senté a su lado y saqué dos cigarrillos; el viento no dejaba de soplar y me costó encenderlos.
– Perdí la práctica -dije; ella sonrió y se quedó mirando un instante la pequeña brasa en la punta.
– Fumé una vez en casa -dijo-. No delante de mamá; pero estaba papá.