– Hoy mismo; puedo decirle a mi madre que prepare algo de comer para más tarde. ¿O necesitas traer algún libro?
El tono imperioso de Roderer, que antes me hubiera sublevado, esta vez me hizo sonreír.
– No; me lo acuerdo bien. Sólo voy a precisar lápiz y papel.
Se trataba, por supuesto, del gran Teorema de Seldom, que estaba conmocionando al mundo de las matemáticas, el resultado más profundo que daba la lógica desde los teoremas de Gódel de los años treinta. Ya se sabía que Seldom había ido mucho más allá; sólo faltaba precisar cuánto. Existe ahora una versión aligerada de la demostración, debida, creo, a Liéger y Sachs; la prueba original de Seldom era larga y fatigosa y tuve, naturalmente, que empezar desde muy atrás: Roderer apenas recordaba la matemática del secundario. Me había dado unas hojas cuadradas, muy grandes, con los bordes amarillentos, que empecé a llenar con las primeras definiciones y con algunos ejemplos muy sencillos. Avanzábamos con una lentitud insólita: un momento, me decía casi a cada paso y se quedaba largo rato cavilando sobre la implicación más obvia, o bien, me hacía preguntas desconcertantes, preguntas que a cualquier otro le hubieran hecho sospechar que Roderer no entendía nada de nada. Pero yo me acordaba demasiado bien de cierta partida de ajedrez y no estaba dispuesto a subestimarlo. Al principio creí que trataba de comparar esos conceptos matemáticos que eran nuevos para él con las categorías filosóficas usuales; que quería, por así decirlo, asegurarse de estar entendiendo en toda su extensión los términos del lenguaje formal. Pero el recelo con que analizaba cada uno de los argumentos me hizo pensar luego algo mucho más descabellado, algo increíble, y que sin embargo se correspondía perfectamente con su modo de ser: que Roderer, con su media clase de matemática, estuviera tratando de detectar un error en la demostración de Seldom.
Fuera como fuere, demoré casi una semana en llegar al resultado crucial de la teoría. La madre me abría encantada la puerta cada tarde y nos preparaba sandwiches a la hora de cenar, o nos llevaba café cuando se hacía muy tarde. Siempre era yo el que proponía continuar al día siguiente; cuando me levantaba de mi silla, Roderer juntaba y numeraba las hojas escritas y al despedirme me quedaba la sensación de que apenas yo cerraba la puerta él volvía a sentarse y las seguía repasando toda la noche.
El último día, como si por fin se hubiese resignado, me escuchó sin interrumpirme, en un silencio hosco, casi desatento. Reuní uno a uno los hilos de la demostración, obligándolo a reconocer la justeza de cada uno, y tiré de ellos a la vez con el argumento simple y milagroso de Seldom. Roderer no hizo ningún gesto: su cara se mantuvo imperturbable, como si no lo hubiera alcanzado todavía la revelación que contenía el teorema.
– No se habla aquí de sistemas filosóficos -dije-, pero por supuesto, todo sistema filosófico es una teoría axiomática en el sentido de Seldom: las cosmogonías antiguas, el sistema aristotélico, las monadas de Leibniz, incluso la dialéctica hegeliana, o la marxista, todas son concepciones basadas en una cantidad finita de postulados. La idea misma de sistema filosófico precisa que se fije, aunque sea provisoriamente, alguna noción primitiva sobre la que pueda hacer pie la razón. Y como caen dentro de las hipótesis del teorema están condenados a la paradoja de Seldom: o bien son decidibles y en ese caso no pueden pretender un gran alcance, porque son demasiado simples, o bien, si tienen el mínimo necesario de complejidad, ellos mismos originan sus fórmulas inaccesibles, sus preguntas sin respuesta. En fin -dije, cobrándome una antigua cuenta-: o la escala es muy pequeña, o tienen agujeros insalvables.
Roderer guardó en silencio las últimas hojas con las demás y me despidió luego fríamente. Cuando abandoné la casa, cuando salí al aire tibio y sereno de la tarde, me invadió una euforia difícil de explicar, una alegría casi insana. Ya se había ido el sol pero persistía esa claridad extendida de los atardeceres de verano. Bajé a la playa, que estaba desierta, y corrí por la franja de arena húmeda junto a la orilla; corrí como un enloquecido, llevado en el aire por el estruendo profundo del mar, y en el vértigo de los pies sentí que la vida se bastaba de nuevo a sí misma.
Ocho
No volví a Puente Viejo en las vacaciones siguientes; quería "ver mundo" y apenas terminaron las clases, con un dinero que había ahorrado durante el año, hice un viaje al Norte, sin planear demasiado el itinerario. Desde Salta crucé a Bolivia y cambiando dos veces de ómnibus seguí hasta Puno, en el Perú, y desde allí, siempre por tierra, hasta el Cuzco. En una tarde imborrable de enero, al día siguiente de mi llegada, hice el ascenso a pie al Machu Picchu; se había anunciado lluvia a la mañana y los contingentes turísticos no habían subido; me encontré al bordear la ciudadela absolutamente solo y, con la sensación de estar pisando suelo prohibido, me asomé, desde la roca funeraria, al valle sagrado de los incas. Estremecido, extático, sentí vacilar por primera vez mi orgulloso ateísmo, como si fuera a ser arrasado por ese silencio infinito. Y aunque me quedé luego en el Cuzco casi un mes entero, no volví a las ruinas; temía, sobre todo, que el flash de una cámara, la voz de los guías, o una exclamación en inglés, pudieran arruinar de algún modo ese recuerdo sobrecogedor. A fin de enero, cuando ya había decidido volver, conocí en una plaza de compra y venta a una estudiante árabe de Arqueología, que me convenció de acompañarla hasta Chancay, al norte de Lima, a las huaquerías en los cementerios preincaicos. Compré en una feria, con el dinero que había reservado para el pasaje, una mochila y unas ojotas de llanta; me sentía, por primera vez, aventurero, irresponsable, feliz, y me dejé arrastrar por ella, de pueblo en pueblo, hasta el fin del verano.
Encontré a mi regreso dos cartas bajo la puerta. La primera era una cédula del Ejército, con la citación para cumplir el servicio militar; la otra era una carta de Roderer. La guardé cuidadosamente todos estos años, sin conseguir formarme una opinión definitiva. La transcribo tal como la recibí, sin fecha ni encabezamiento.
Sé que no te agradecí como hubiera debido la lección del verano pasado. Todos estos meses estuve sobre esas hojas que me dejaste y a medida que pasa el tiempo mi deuda de gratitud no hace sino aumentar. Es verdad que tuve un primer momento de duda, incluso una vacilación. Pero cuando el pensamiento ha llegado suficientemente lejos, toda nueva oposición es sólo en apariencia oposición: en realidad señala la próxima altura a conquistar y la razón la recoge en sí al pasar, se alimenta de ella, y ala vez la suprime y la conserva. El teorema de Seldom no invalida la posibilidad de un sistema filosófico. No podía hacerlo por un motivo absurdamente sencillo: porque yo, como adivinaste, estaba desarrollando uno, un sistema que sin duda no era trivial y tampoco -esto lo sé ahora-tiene inaccesibles. Y sin embargo el resultado de Seldom es irreprochable y es cierto también que reduce a modestas especulaciones todos los sistemas filosóficos anteriores. Pero no alcanza al mío, que es de una naturaleza distinta. La razón de que esto sea así, como sucede en estos casos, es difícil de descubrir y fácil de explicar: ocurre que todo el pensamiento filosófico, hasta ahora, estuvo penetrado hasta las raíces por una lógica binaria. No podía ser de otro modo, porque la formación del pensamiento lógico es anterior a toda filosofía. No sólo los métodos de demostración, las formas de validación o las refutaciones; incluso las categorías están fraguadas en la única lógica que conocía el hombre, el rígido ser o no ser aristotélico. Y los que trataron luego de evadirse -Spinoza, Hegel, Lukasiewicz-, consiguieron imaginar, sí, cómo podrían ser las leyes o los fundamentos de una filosofía distinta, pero los concibieron desde esa limitación binaria que está incorporada a la matriz del pensamiento. Los imaginaron como imaginaría un círculo un hombre que sólo conociera las líneas rectas. El teorema de Seldom da cuenta de esa imposibilidad esencial, de ese error de origen. Se me ocurre para vos otro símil geométrico, quizás más preciso: si se piensa a la lógica binaria como un plano verdadero-falso, el teorema de Seldom alcanza a todas las figuras racionales que puedan dibujarse en ese plano, pero no a una que estuviera trazada en el espacio.