– Ahora sólo faltan las piernas -le decían-: hay que hacer ejercicio. ¡Ejercicio! -y entre todas la convencieron de que lo mejor para reducir pantorrillas era subir y bajar escaleras. A partir de entonces, en todos los recreos, Maceta Rossi subía y bajaba obedientemente la doble escalinata de mármol de la entrada. Iba con la cabeza gacha, el cuerpo encorvado, sin detenerse un instante, contando en voz baja los escalones. Los varones, al pie de la escalera, le marcábamos el paso con un estribillo infame y ella nos miraba al pasar con unos ojos temerosos, algo extraviados, y movía más rápido los labios para no perder la cuenta. Cuando estaba por llegar arriba Cufré soltaba con su diente partido dos largos silbidos de admiración y conseguía que Maceta Rossi se apretara nerviosamente la pollera contra los muslos en un gesto de pudor que nos hacía llorar de risa. Muchas veces pensé después en esta risa y en las frases hechas sobre la adolescencia. La edad de los absolutos, la edad de la contaminación necesaria, la edad en que se llora cuando los demás ríen y se ríe cuando los demás lloran. Parece casi una broma que estas frases benévolas, razonables, adultas, con que se perdonan a coro las viejas atrocidades y se limpian en el tiempo las culpas, lo aludan sin saberlo, en cada palabra. Yo también creo a veces que estábamos espoleados y que otra risa más fuerte se alzaba a nuestra espalda.
Roderer, por supuesto, no reparó en ella más que antes. Durante esa única conversación que tuvimos en el colegio recuerdo que me preguntó cuando la cruzamos en la escalera, como si hubiera allá un misterio irritante, por qué aquella chica subía y bajaba todo el tiempo. Solté una carcajada involuntaria. Porgue está enamorada de vos, se me cruzó decirle. Me encogí de hombros:
– Quiere adelgazar -dije y él asintió sin mirarla más.
El día que Maceta Rossi se desmayó había llovido por la mañana y la escalera estaba cubierta de aserrín. Cayó de a poco, aferrándose al pasamanos, rodó dos escalones y quedó tendida boca abajo. Fueron a buscar al doctor Rago, que acababa de dar clase en la planta alta. Rago nos ordenó que nos apartáramos, se arrodilló, la dio vuelta y le limpió la boca y la frente de aserrín.
– Esta chica hace días que no come -dijo y nos miró de un modo amenazante. Dos celadores la llevaron semidesvanecida a la casa. Sólo tiene que comer, decíamos nosotros, sólo comer un poco y se recupera. Pero al otro día faltó y faltó también toda la semana siguiente. Empezó a circular en voz baja el nombre de la enfermedad: anorexia, anorexia nerviosa. Cuando nos dijeron que la habían llevado al hospital todos nos volvimos a acordar de que se llamaba Daniela y decíamos ahora la pobre Daniela.
Maceta Rossi murió a principios de junio; nos lo anunciaron una mañana a la salida del Colegio y nos llevaron desde allí a la casa, donde se hacía el velatorio. Era una de las casitas de monoblocks en el Camino de Cintura. La madre nos dio un beso a cada uno; parecía conocernos a todos. Pasamos a una galería muy estrecha; cuando entramos, sin poder evitarlo, nos encontramos rodeando el cajón. Apenas me animé a dar una mirada a lo que había quedado de ella: una cabeza de pájaro, con las órbitas oscuras y sobresalidas. Una sábana de hilo cubría piadosamente el cuerpo y cubría, sobre todo, las piernas. Nos miramos por encima del ataúd y en esas miradas despavoridas nos decíamos unos a otros, sin poder creerlo: fuimos nosotros.
A Roderer, que había entrado último, lo detuvo la madre junto a la puerta.
– Y usted debe ser Gustavo -escuché que le decía-. Daniela hablaba tanto de usted.
– ¿De mí? -dijo Roderer. Pareció comprender de a poco lo que eso significaba. Avanzó un paso hacia el cajón, se dio vuelta, abrumado, y como si no resistiera estar allí adentro abrió por su cuenta la puerta y se fue.
Faltaba una semana para que se tomaran los primeros exámenes. Roderer no volvió al Colegio.
Cinco
Un tiempo más tarde, a principios de invierno, fui por primera vez a la casa de Roderer. Había leído por entonces las dos novelas de Heinrich Holdein que había en mi casa y todas las que encontré en la biblioteca municipal, pero no conseguía dar con la que había sido su obra magna y a la vez su testamento literario: La visitación. En la librería del pueblo también me desalentaron; Holdein, me dijeron, estaba pasado de moda; las dos únicas ediciones del libro en castellano no se habían vuelto a imprimir. Se me ocurrió entonces que tal vez Roderer lo tuviera y decidí ir a verlo.
La casa era una de las pocas que quedaban en pie de la época en que Puente Viejo era el balneario donde veraneaba el gobernador y aun arruinada como estaba no había perdido un aire de majestad que hacía difícil adivinar si habría costado unas monedas o una fortuna. Tenía al frente un jardincito muy cuidado, con un camino de grava que desembocaba en un porch tapizado de enredaderas. Me abrió la puerta la madre; mi hermana me la había señalado una vez por la calle: era una mujer bajita y descolorida, que había abandonado su cuerpo al paso de los años y no parecía desear ya nada para sí. Cuando le dije que quería ver a su hijo la cara se le iluminó y me hizo pasar con una cordialidad tan entusiasta que tuve la incómoda sensación de que yo era no sólo el primero que los visitaba en Puente Viejo sino la primera visita que jamás habían recibido. Me guió a través de un corredor desierto; nuestras pisadas levantaron de los listones de madera un eco desolado. Cruzamos una sala que estaba también sin amoblar y nos detuvimos frente a una puerta. La madre de Roderer golpeó suavemente. Nadie contestó. Volvió a golpear y me dijo en tono de disculpa:
– Está siempre encerrado aquí, pero a veces baja un rato a la playa.
Se decidió por fin a abrir la puerta. El cuarto estaba vacío; era, obviamente, un cuarto de estudio, aunque había en un rincón un sofá con una manta. El ventanal corredizo, que daba a los médanos, había quedado a medio abrir y se escuchaba, muy cercano, el ruido del mar. El escritorio estaba puesto no junto a este ventanal sino contra la pared de enfrente, una pared desnuda. Había algunos libros abiertos boca abajo y muchos otros apilados de cualquier manera, que dejaban apenas un cuadrado libre frente a la silla. La madre me hizo pasar y vi entonces la biblioteca. Ocupaba la pared más grande del cuarto y los estantes, repletos, subían hasta dar casi con el techo. Era inmensa y sin embargo yo sentí una bienhechora sensación de alivio: allí estaban por fin los libros de Roderer todos juntos y podían abarcarse de una sola mirada. Sonó en algún lugar de la casa un reloj cucú; la madre miró por la ventana, indecisa.
– Creo que voy a ir a buscarlo -dijo-; no debe estar muy lejos.
– No, no -me apresuré a decir -: voy yo.
Descorrí el ventanal. Las pisadas de Roderer estaban marcadas en la arena; rodeaban los médanos y descendían a la playa. Lo encontré sentado en uno de los reparos de tamariscos, con los ojos fijos en el mar. Se sorprendió, creo, al verme.
– Tu madre me dijo que estabas aquí.
Me senté a su lado y me quedé mirando también un momento el mar, el mar de toda mi vida. No logré que me pareciera distinto.
– ¿Se piensa mejor acá? -le pregunté.
– No sé -dijo-: yo vengo para dejar de pensar.
Pareció arrepentirse de su tono seco; me miró gravemente y señaló con la cabeza hacia la ventana.
– Aquello… a veces se vuelve intolerable. Crece y lo absorbe todo, todo lo quiere para sí. Eso está bien: tiene que ser obsesionante. Pero después, no hay cómo detenerlo, no puedo cerrar los libros y decir tranquilamente: sigamos mañana. Venir aquí es lo único que me queda, lo único que todavía… funciona.