– Sácatelo -murmuró-: voy a repasarle los botones.
Fui hasta la biblioteca; mi padre se había quedado dormido con el diario caído sobre el pecho. Me encontré de pronto deambulando solo por la casa. Abrí la puerta de mi cuarto; todo estaba allí todavía, como una trampa: mi cama, el escritorio, los afiches en la pared, la copa que había ganado en el torneo de ajedrez. Cuando estaba por atravesar el living entreví por la puerta del dormitorio a mi madre sentada de espaldas, en el borde de la cama, con el costurero abierto sobre la mesa de luz; se había doblado extrañamente sobre el piloto, con la frente casi tocando la tela. Tardé un instante en darme cuenta de que estaba llorando. Se sacó los anteojos empañados, los frotó con un pañuelo y con una mano temblorosa enhebró otra vez la aguja para seguir cosiendo. Me volví en silencio sobre mis pasos y me quedé sentado en la biblioteca junto a mi padre. En el escritorio vi apiladas, sin abrir, las revistas del club de pesca en sus sobres de plástico. Alcé la última: tenía en la tapa el anuncio de las Veinticuatro Horas de San Blas; mi padre se movió en el sillón y abrió los ojos. Pareció avergonzarse un poco de que lo hubiera encontrado dormido.
– ¿Es verdad que dejaste de pescar?
– Es verdad, sí.
– Me lo contó mamá pero no podía creerlo. ¿Ni siquiera vas a ir a San Blas?
– No, no creo -dijo; cerró otra vez los ojos y se echó hacia atrás, como para seguir durmiendo-. Llega un momento en que hasta lo que más te gustaba te empieza a cansar.
Hay que acostumbrarse. Pero está bien que sea así. Es la misericordia de la vejez: que te canse la vida.
Mi madre se asomó en la puerta, con la nariz colorada y el piloto cuidadosamente doblado.
– Pensaba hacerte una tarta de manzanas para el té -me dijo y me pidió que la acompañase a la cocina. Quiso que le contara qué ropa había puesto en las valijas y en dónde me iba a alojar cuando llegase, pero no me escuchaba del todo; mientras batía miraba cada tanto hacia afuera, vigilando la puerta. Comprendí que no me diría nada sobre Cristina. Había decidido tal vez que era una cuestión demasiado penosa como para tratarla justo aquel día, o quizá sintiera que yo estaba ya demasiado lejos, que estaba por convertirme en alguien ajeno al que no había por qué enterar de secretos vergonzosos. Y si yo tampoco me decidí a preguntar, no rué esta vez por evitar enterarme de algo malo de la persona que adoraba, sino porque me sentía exactamente así: como un extraño al que no le quedan derechos sobre los asuntos de la familia.
Cristina volvió cuando el té estaba servido. Se sentó con nosotros a la mesa, con la cara grave y absorta, y ni siquiera probó su pedazo de tarta. La conversación apenas se sostenía; el tiempo se demoraba con esa pesadez de pueblo a la que me había desacostumbrado. Al fin escuché, hondas y solemnes, las campanadas de la misa de la tarde. Cuando me levanté mi madre me miró con una sorpresa dolorida.
– ¿Vos también vas a irte?
– Quiero bajar un momento al mar -dije-. Antes de que oscurezca.
– No tardes -me pidió-: invité al novio de tu hermana a cenar.
Afuera, estaba destemplado; no había llovido pero las nubes se mantenían apretadas y espesas. El viento soplaba ahora más fuerte y traía gotas de agua de mar. Atravesé la plaza en diagonal hacia el Club Olimpo. En la breve escalera que conducía al salón de juegos me invadió esa sensación de realismo trucado con que vuelven a existir y comparecen íntegros, exactos, sin fallas, los lugares a los que no se pensaba regresar nunca. Nada había cambiado demasiado; Jeremías estaba detrás de la barra y me pareció que habría podido reconocer a todos en las mesas, un poco más viejos. Pedí una cerveza y dejé que Jeremías me contara de los que se habían ido del pueblo y de los que habían muerto. Había el mismo ruido feroz de dados y botellas, el mismo humo, pero aquel espectáculo me parecía ahora increíblemente inofensivo: apenas hombres cansados que salían del trabajo y apostaban por la ginebra antes de volver a sus casas. Noté que ya nadie jugaba al ajedrez: quedaba en el fondo una sola de las mesas cuadriculadas. Alguien gritó mi sobrenombre, que yo casi había olvidado; era Nielsen. Saludé desde lejos y varias manos se alzaron. Terminé mi cerveza y estaba por preguntarle a Jeremías sobre Roderer cuando lo vi aparecer en la escalera. Se había quedado inmóvil en el último escalón, con la mano izquierda aferrada al tope del pasamanos, como si no consiguiese recuperar el aliento; recién cuando giró para entrar vi el bastón en la otra mano. Me levanté para ayudarlo pero se sostuvo en el respaldo de una silla y me indicó, con la cabeza, la mesa de atrás. En el salón se había hecho bruscamente silencio; todas las miradas seguían su recorrido vacilante hacia el fondo, como si hubieran apostado a que no podría llegar solo. Apenas logró sentarse se reiniciaron los ruidos. Roderer se echó hacia atrás, fatigado, y atravesó el bastón sobre las rodillas.
– No sabía que estabas enfermo.
– Ya ves -dijo, como si no valiera la pena hablar de eso-: igual pude levantarme y venir.
Busqué no muy seguro en su cara los rastros de la enfermedad. Al menos esto puedo decir en mi defensa: allí sentado, con la respiración aquietada y el bastón oculto, verdaderamente parecía sólo un poco febril. Había de todos modos algo en sus facciones que llamaba la atención, una fijeza antinatural, una especie de falta de realidad; demoré un momento en determinar qué era: en todos esos años su cara no había cambiado nada, no tenía una línea más, ni una señal, ni una marca; Roderer no se había expuesto a la vida y la vida, con un respeto burlón, había pasado a su lado sin tocarlo.
– Cristina me contó que estás por irte.
Asentí y por un antiguo reflejo hablé de Cambridge con un entusiasmo que no era del todo auténtico.
– Cambridge -dijo Roderer-. Eso queda cada vez más lejos.
Dije que estudiaría con Seldom y Roderer hizo un gesto distraído de asentimiento, como si le hubiera mencionado algo remoto que apenas recordaba. Seguí hablando a pesar de todo, no porque creyera que pudiera interesarle -ni impresionarlo- nada de aquello, sino por una razón más oscura y agobiante: porque temía callarme y cederle el turno. Es notable lo que uno puede llegar a decir cuando está dispuesto a no dejar de hablar: me encontré haciendo una especie de balance de mi vida -de lo que yo creía que era una vida- en un tono satisfecho, casi desafiante: una exhibición ridícula de mis pequeños triunfos y cada cosa que añadía, de un modo irrefrenable, sólo conseguía empeorar la anterior. Fue, creo, la vergüenza de escucharme lo que finalmente me hizo callar.
Roderer se inclinó sobre la mesa. Sólo entonces advertí hasta qué punto había controlado su impaciencia. Miró hacia atrás, como si temiera que alguien más lo escuchara y me dijo, casi en un susurro:
– Lo terminé.
Vi un destello en sus ojos que no era el brillo de la fiebre, ni aquella antigua luz de vigilia, sino orgullo, el puro y viejo orgullo humano. Una debilidad, pensé.
– Terminaste… ¿qué? -pregunté con calma.
Roderer me miró sorprendido, como si fuera imposible que yo no recordara aquello.
– Lo que te escribí en la carta. Lo que intentaron Spinoza y De Quincey, la gran visión que persiguió Nietzsche: el nuevo entendimiento humano.
– Pensé que ya habías abandonado… eso -dije. Estuve a punto de decir "esa locura", pero aquella nota nueva de orgullo otra vez me había hecho dudar; era una debilidad, sí, pero también podía ser una prueba.
– ¿Abandonarlo? No entiendo. -Y me miró verdaderamente extrañado. Sentí al hablar que me deslizaba a otra derrota.
– Cristina me contó que vendiste los libros.