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– Conocida más familiarmente como Adormidera o Amapola del opio.

Había pronunciado la palabra "opio" en un tono neutro pero bastó aquel sonido breve y oscuro para que se hiciera en el aula un hondo silencio. El doctor Rago explicó cómo se realizaba la extracción del jugo y cómo se secaban y preparaban los panes para el comercio. Nombró los países y las regiones en donde se cultivaba la amapola y habló de las dos guerras del opio; 1907, escribió en el pizarrón.

– No siempre -dijo- el opio fue ilegal.

Nos dictó luego una abrumadora lista de los diferentes usos medicinales y mencionó al pasar las drogas derivadas: la morfina, nuestro as de espadas in extremis, y la heroína, a la que nombró con cierto desprecio.

– El opio y los procesos mentales.

Aquel título hizo que Roderer alzara la cabeza. Rago explicó en detalle los intercambios químicos que libraban las emanaciones en el hipotálamo y la sutil activación de las endorfinas dentro del sistema límbico. También él había advertido que Roderer lo escuchaba y fue aun más minucioso que de costumbre.

– A diferencia del alcohol, a diferencia de los torpes sucedáneos modernos -dijo-, el opio no sólo no enturbia la conciencia, sino que le proporciona su grado más alto de limpidez. Fue por eso siempre la droga favorita de científicos y artistas; con el opio la razón adquiere una luz nueva, un resplandor inmensamente dilatado que es como el fíat originario. Se lo ha llamado con justicia la droga del paraíso, no sólo porque fue la primera que conoció el hombre sino porque pone de manifiesto la parte divina de su naturaleza, esa parte que el hombre parece temer mucho más que a su parte demoníaca. ¿Cómo explicar si no -dijo y su voz se alzó de un modo irreprimible- que legiones de médicos y gobernantes se confabulen para amontonar mentiras en su contra? Y como no pueden ocultar los milagros de liberación que otorga la pequeña nuez, se dedican a fabricar espantosas, imaginarias secuelas. Es verdad, como dice De Quincey, que el opio guarda terrores para vengarse de quienes abusan de su condescendencia. ¿Y qué? El opio no juzga y a quien busca el infierno le concede el infierno. El miedo es un argumento demasiado pobre: ¿qué dirán el día, no muy lejano, en que se logre revestir el hipotálamo y el opio sea tan peligroso como la cafeína? Retornando a nuestro dictado, está comprobado que fueron asiduos beneficiarios de la pipa negra, además de ese indigno escritor inglés que mencionamos, otra pobre gente como Samuel Coleridge, Jean Cocteau, Edgar Allan Poe (que lo prefería, es cierto, en la forma de láudano negus), Teófilo Gautier, Narval, Michaux, Shadwell, Chaucer, André Malraux y según se presume, el mismo Hornero. Digamos para terminar, con las justas palabras de O'Brien, que el fumador de opio goza de una maravillosa expansión del pensamiento, de una prodigiosa intensificación de las facultades perceptivas, de una sensación de existir sin límites que no se cambia por ningún trono y que espero que ustedes, buenos muchachos, no prueben nunca jamás.

Roderer sonrió y bajó la cabeza. En aquel "buenos muchachos", en el gesto con que nos había abarcado a todos, Rago se las había compuesto para dejarlo afuera.

Creo que también debo incluir aquí, aunque me pese, una singular profecía que deslizó Rago en otra de sus clases. Hablaba del sistema nervioso y de las investigaciones sobre la inteligencia humana; se había burlado ya un buen rato de los que se afanan en medir de cien modos distintos el cráneo de Einstein y de los tests del cociente intelectual. Declaró luego que los diversos tipos de inteligencia se podían reducir a dos formas principales: la primera de ellas, dijo, es la inteligencia asimilativa, la inteligencia que actúa como una esponja y absorbe de inmediato todo lo que se le ofrece, que avanza confiada y encuentra naturales, evidentes, las relaciones y analogías que otros antes han establecido, que está orientada de acuerdo con el mundo y se siente en su elemento en cualquier dominio del pensamiento.

– A propósito -dijo entonces-: tenemos aquí mismo un buen ejemplo.

Vi con inquietud que miraba hacia mi banco.

– Sí, sí: usted, jovencito; no se haga el distraído. ¿No es su nombre acaso el que nos aburre desde el cuadro de honor de nuestra querida institución? ¿No es usted el que termina sus exámenes antes que nadie y le da igual que sean de Literatura o de Química, de Astronomía o de Puericultura? Ahora bien, este tipo de inteligencia se diferencia únicamente en aspectos cuantitativos de las facultades normales de cualquier persona, es sólo una acentuación de la inteligencia común: más rapidez, mayor penetración, más habilidad en las operaciones de análisis y de síntesis. Es la inteligencia de los llamados talentosos, o "capaces", que el mundo conoce por miles. No se ofenda -me dijo, encogiéndose de hombros-; es la inteligencia que mejor se aviene con la vida y es de este tipo también, después de todo, la inteligencia de los grandes sabihondos, de los humaniora. Tiene sólo dos peligros: el aburrimiento y la dispersión. La vanidad la incita a poner el pie en todos los campos y la facilidad excesiva, ya se sabe, acaba por aburrir. Pero salvados esos dos obstáculos, será usted sin duda un hombre exitoso, lo que fuera que eso signifique. En cuanto al otro tipo de inteligencia -dijo- es mucho más raro, más difícil de hallar; es una inteligencia que encuentra extrañas y muchas veces hostiles las ligaduras más comunes de la razón, los argumentos más transitados, lo sabido y comprobado. Nada es para ella "natural", nada asimila sin sentir a la vez cierto rechazo: sí, está escrito, se queja, y sin embargo no es así, no es eso. Y este rechazo es a veces tan agudo, tan paralizante, que esta inteligencia corre el riesgo de pasar por abulia, o por estupidez. Dos peligros también la amenazan, mucho más terribles: la locura y el suicidio. Cómo sobrellevar esa protesta dolorosa contra todo, esa sensación de no estar emparentado con el mundo, esa mirada que no registra sino insuficiencia y debilidad en los lazos que todos los demás encuentran necesarios. Algunos lo consiguen, sin embargo, y entonces el mundo asiste a las revelaciones más prodigiosas y el exiliado de todo enseña a los hombres a mirar de nuevo, a mirar a su modo. Son pocos, muy pocos; la humanidad los acoge otra vez en sus brazos y los llama genios. Los demás, los que quedan en el camino… -murmuró para sí- no encuentran lugar bajo el sol.

Cuatro

Desde la llegada de Roderer se había verificado ampliamente en el sector femenino de nuestra división esa curiosa ley humana según la cual el más retraído se convierte en el más solicitado; el que se aparta de todos, en el que todos buscan. Entre las chicas que se habían fijado en él, hubo una que se enamoró de verdad, con esa pasión sin disimulos, algo penosa de ver, con que suelen amar las chicas sin gracia. Su nombre era Daniela, pero desde primer año la llamábamos Maceta Rossi. Tenía, en efecto, las pantorrillas muy gruesas, unas piernas macizas que parecían no pertenecerle, porque el cuerpo, de la cintura hacia arriba, era más bien flaco. La cara volvía a ser redonda y estaba resguardada por una expresión pudorosa, siempre a punto de sobresaltarse con cualquier palabra grosera; tenía con todo alguna belleza, esa belleza blanda que no sirve demasiado y que como un pobre consuelo suaviza las facciones de las chicas gordas. Para su desgracia estaba prohibido en el Colegio que las mujeres llevaran pantalones y las medias tres cuartos remarcaban aun más su defecto.