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Descorrí el ventanal. Las pisadas de Roderer estaban marcadas en la arena; rodeaban los médanos y descendían a la playa. Lo encontré sentado en uno de los reparos de tamariscos, con los ojos fijos en el mar. Se sorprendió, creo, al verme.

– Tu madre me dijo que estabas aquí.

Me senté a su lado y me quedé mirando también un momento el mar, el mar de toda mi vida. No logré que me pareciera distinto.

– ¿Se piensa mejor acá? -le pregunté.

– No sé -dijo-: yo vengo para dejar de pensar.

Pareció arrepentirse de su tono seco; me miró gravemente y señaló con la cabeza hacia la ventana.

– Aquello… a veces se vuelve intolerable. Crece y lo absorbe todo, todo lo quiere para sí. Eso está bien: tiene que ser obsesionante. Pero después, no hay cómo detenerlo, no puedo cerrar los libros y decir tranquilamente: sigamos mañana. Venir aquí es lo único que me queda, lo único que todavía… funciona.

Calló, como si lo avergonzara estar hablándome de aquello. Le pregunté entonces por el libro.

– La visitación -dijo-, qué curioso. Lo tengo, sí.

Se levantó sin decir más nada y volvimos en silencio; daba grandes pasos y yo debía apurarme para seguirlo. Sacó el libro no de la biblioteca sino de una de las pilas sobre el escritorio. Pensé que tal vez todavía lo necesitara.

– No -me tranquilizó-, ya no.

Estaba en un solo tomo, una edición que nunca volví a ver: en la tapa había un caballete con una tela en blanco, sobre la que se proyectaba con fuertes líneas geométricas, como un bosquejo cubista, la sombra del Diablo.

Ya estaba por despedirme cuando Roderer me preguntó por el Colegio. En realidad, me di cuenta, no le interesaba en absoluto lo que pudiera contarle: era apenas una muestra de cortesía, torpe, a destiempo, como si hubiese recordado a último momento una regla de urbanidad. Aquello me irritó y le revelé, como si fuera cosa resuelta, una idea que había considerado una vez vagamente y que ni siquiera había hablado con mis padres. Le dije que a mí también me había hartado el colegio, que había decidido rendir en las vacaciones el último año libre y que me iría del pueblo al año siguiente, a estudiar en la Universidad. Me detuve, anonadado por la seguridad con que acababa de exponer aquel plan que un minuto antes no existía. Roderer, sin embargo, no pareció impresionarse mucho; me preguntó, con la misma indiferencia de antes, si ya tenía decidido qué carrera seguiría. Tuve que confesar que no había pensado todavía en eso.

– Tal vez Filosofía -dije, y espié en su cara si había acertado el golpe-, ¿no se supone acaso que es la ciencia más alta?

Roderer señaló el libro que me llevaba bajo el brazo.

– Lindstróm diría que es la teología. Aunque no hay que hacerle mucho caso, en el capítulo siguiente abandona el monasterio y se consagra exclusivamente a pintar: en el fondo Holdein creía, como buen escritor, que el modo de conocimiento más profundo es el arte. Igualmente -dijo en tono escéptico-, en esta época, ¿qué sentido tiene esa discusión? La teología está muerta y enterrada y la filosofía, tal como se entendió hasta ahora, le sigue los pasos: en la Universidad te llevarían a dar vueltas por el museo, a visitar los viejos sistemas embalsamados. Quedan, es cierto, las ciencias: la física, o alguna de las ciencias naturales, pero a uno tiene que interesarle en algo el mundo, que no deja de ser sólo un ejemplo: y aun así, debería estar dispuesto a contentarse con lo real, menos todavía, con lo comprobable. No -dijo-: creo que en todo caso yo elegiría la matemática, el único campo donde la inteligencia logró llegar lo bastante lejos como para quedar a solas consigo misma.

– ¿Y no pensaste en seguir la licenciatura? -pregunté.

– Sí pensé. Como un adiestramiento. Hubiera sido un modo formidable de disciplinar las fuerzas. -Hizo un gesto dolorido, como si todavía le costara desechar la idea.-Voy a estudiar lo que pueda, pero no en la Universidad: una carrera podría consumirme todo el tiempo y no puedo correr ese riesgo. Debo dedicarme cuanto antes… a lo otro. -Sus ojos se desviaron al escritorio y quedó en silencio. Pero yo tampoco estaba dispuesto a dejarme impresionar.

– ¿Lo otro? -pregunté en tono irónico-. Qué estudios tan extraordinarios serán.

Roderer me miró con frialdad; su voz sonó neutra pero había en sus ojos algo tenso y cortante.

– Sí -dijo-, esa es exactamente la palabra. Son extraordinarios.

Noté que se había replegado, como si viera en mí un posible enemigo.

– Bueno -le dije algo arrepentido, del modo más amistoso que pude-, supongo que ya me contarás.

Le agradecí otra vez el libro y le aseguré que sabría llegar solo a la puerta de calle. En el pasillo me salió al encuentro la madre, que debió escuchar mis pasos; tenía puesto un delantal en el que se secaba nerviosamente las manos.

– Cómo, ya se va. Dios mío, y veo que Gustavo ni lo acompañó a la puerta. -Movió la cabeza, avergonzada. Le dije que yo había insistido en salir por mi cuenta y que su hijo había estado muy amable.

– ¿De veras? ¿Y va a venir otra vez?

Le contesté, riendo, que sí y me miró con un agradecimiento que volvió a incomodarme.

– Yo sé que no debería meterme -dijo-, pero no puede ser sano que se pase los días encerrado, sin hablar con nadie. Por eso quería yo que fuera un tiempo más al colegio. Conmigo casi no conversa y tampoco tiene ningún amigo. Y yo que tenía la esperanza de que en un pueblo iba a ser distinto. No sé, me da miedo que esté tanto tiempo pensando.

Me miró con una expresión angustiada, como si su hijo estuviera ya fuera de su alcance.

– Señora -me animé a preguntarle-, ¿Gustavo tiene alguna enfermedad?

– No… no -me contestó desorientada-, ¿qué le dijo a usted?

– No, nada en realidad -dije con cautela-. Pero a veces habla como si no pudiera perder ni un momento, como si le fuera a faltar el tiempo.

– Ah, eso -suspiró-. Sí, cree que tiene un plazo; una vez cuando discutíamos me lo dijo. No sé qué significa. Pero enfermo no está -dijo, como si defendiera un último bastión-: eso al menos yo lo sabría.

Abrió la puerta casi con pesar.

– ¿Va a volver entonces? Alcé la mano, sonriendo.

– Prometido-dije.

Seis

Apenas llegué a mi casa -y para no dejarme, creo, la posibilidad de arrepentir-me- les anuncié a mis padres mi propósito de ingresar en la Universidad al año siguiente. Esto significaba, bien lo sabían ellos, que me iría quizás para siempre de Puente Viejo. Mi madre, que se debatía entre el orgullo y la tristeza, trató débilmente de disuadirme para que me quedara un año más. A mi padre, que me conocía mejor, debió llamarle la atención que no me inclinara por una carrera humanística, pero no me hizo preguntas; tal vez aquel rué, aunque entonces no supe verlo, uno de los primeros indicios de ese desinterés progresivo con que se fue poco a poco apartando de todo. Cristina, que suponía en aquel tiempo que cualquier cosa que yo intentara me saldría bien, se interesó mucho más por averiguarlo todo sobre la casa donde vivía Roderer, sobre el lugar exacto del encuentro en la playa y sobre los mínimos detalles de la visita. En los días siguientes noté que desaparecía furtivamente por la tarde y una vez, sin poder contenerme, le hice una broma sobre las huellas de arena que dejaba al volver. Enrojeció de golpe y me miró de un modo tan dolorido que me callé de inmediato. Nunca había visto a mi hermana así, pero evité acercarme, preguntarle nada: prefería no enterarme, no saber. Ella, a su vez, se volvió reservada y me eludía, como si temiera de mí una advertencia, o un juicio. Inmerso en el libro de Holdein, respirando el aire venenoso que parecía extenderse más allá de las páginas, alzaba los ojos cuando ella abría la puerta al volver de la playa y en su cara grave, transfigurada, asistía a los estragos del amor.