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– Puede ser -arriesgué- que haya incluido la historia no porque fuera importante en sí misma sino porque la necesitaba luego en la trama. Justamente -recordé-: en esa relación contrae la enfermedad venérea, el foco febril que le permite después percibir al Diablo.

– No -dijo Roderer, como si ya hubiera considerado esa posibilidad-. Si fuera sólo cuestión de percepciones, hay otro medio más efectivo que cualquier enfermedad venérea, mucho más acorde con la personalidad de Lindstróm.

Se detuvo, como si no estuviera muy seguro de que debiera seguir hablando.

– ¿Cuál? -pregunté. Quería oírselo decir. Me miró, imperturbable.

– El que utilizó Magritte y sobre el que tanto nos ilustró el doctor Rago. Concuerda perfectamente con la época y hubiera sido menos artificioso. Holdein tiene que asesinar a dos médicos para impedir que curen a Lindstróm; dos asesinatos, sólo para hacer verosímil el grado de avance de esa sífilis.

Se me ocurrió que la razón también podía ser trivial.

– ¿No será simplemente una aventura que el propio Holdein vivió y no pudo resistirse a escribir? Al fin y al cabo, en todos sus otros libros y aquí mismo, en mil lugares, usa su biografía: Lindstróm es él.

Roderer vaciló, sólo un momento.

– Puede ser, pero eso no alcanza a explicar el resto, por qué cede también a las otras pasiones. El amor hacia la bailarina rusa, por ejemplo, no está traspuesto de su vida, sino de la de Picasso. Lo que yo pregunto, no te olvides, es por qué Lindstróm, el héroe de la soledad, que debería ser capaz de apartar todo sentimiento, resulta tan vulnerable, o, para decirlo con la fórmula de Holdein: ¿por qué el aislamiento no resiste la solicitud?

– ¿Pero es una pregunta, o tenes una explicación?

– Tengo -dijo cautelosamente- una idea. Creo que a Holdein lo venció un temor de escritor. Temió que si llevaba al extremo la frialdad de Lindstróm resultara un personaje "fuera de lo humano", un símbolo, una figura abstracta. Lo formuló, sí: el héroe sin alma, el héroe que clama por un alma, pero en el camino acabó por aplastarlo la tradición literaria, que admite que cualquier pasión se lleve a los extremos, amor, odio, celos, cualquiera, menos la pasión intelectual, el viejo prejuicio que identifica inteligencia con frigidez. ¡Como si la inteligencia no pudiera arder y exigir las hazañas más altas, la vida misma!

Calló, avergonzado de haber puesto tanto énfasis. Recién entonces noté que estaba temblando violentamente. Pensé que habría quedado algo abierta la ventana y me levanté para cerrarla. Al acercarme a los vidrios me pareció percibir un movimiento amera, una forma que se ocultaba detrás de un árbol. Estaba oscuro, pero alcancé a distinguir entre los árboles una figura que escapaba, una figura que conocía demasiado bien. Era mi hermana. "Dios mío", pensé, lo espía.

Me di vuelta; Roderer no parecía haber notado nada. Su cara, que apenas alumbraba el fuego, estaba inmóvil, alerta, como si hubiera escuchado pasos dentro de la habitación. Dije que debía irme y se volvió hacia mí, trastornado.

– Pero… no hablamos todavía de lo más importante. -Su voz me sobresaltó: sonaba estrangulada, apenas audible.- El pacto -articuló con un esfuerzo angustioso, y creí por un momento que no lograría seguir-, en el pacto también hay una contradicción.

Se sobrepuso, como si pisara otra vez terreno seguro, pero su tono lúcido contrastaba con la expresión de la cara, que no dejaba de vigilar alrededor. Hablaba en un susurro rápido y tenso, como si temiera, sobre todo, volver a detenerse.

– ¿Qué se le ofrece a Lindstróm a cambio de su alma? Tiempo, veinticuatro años de tiempo. Pero no un tiempo cualquiera, eso queda bien subrayado en el pacto: es un tiempo de grandeza, un tiempo de exaltación en que todo se mueve en altura y sobrealtura, la clase de tiempo necesaria para que pueda levantar su obra de gigante. Aquí está precisamente la paradoja. Si fuese sólo el viejo reloj de arena dado vuelta y Lindstróm quedase librado a sus fuerzas. Pero no podría ser así, claro, ¡no puede ser así! Porque la gran apuesta de la novela es afrontar el problema crucial del arte en esta época: el agotamiento progresivo de las formas, la inspección mortal de la razón, el canon cada vez más extenso de lo que ya no puede hacerse, la transformación terminal del arte en crítica, o la derivación a las otras vías muertas: la parodia, la recapitulación. Y este problema, aunque sólo es una parte del otro, una pregunta en el margen de la gran pregunta, ya es de por sí tan difícil que ninguna medida de tiempo humano alcanzaría. Por eso el Diablo debe ofrecer un tiempo sobrehumano, hecho solamente de arrebatos e iluminaciones, un tiempo en el que reina la inspiración primordial, la exaltación en estado absolutamente puro. La inspiración, se dice todavía, que no permite elegir ninguna alternativa, ni mejora ni enmienda y en la que todo es acogido como un bienaventurado dictado. Ahora bien, ¿no es esto excesivo? ¿No acaba la oferta por invalidar el pacto? Porque, ¿de quién será finalmente la obra? Cuando Lindstróm logra terminar su obra cumbre, ese "Reloj de arena" -que está descripto, no por casualidad, como uno de los relojes blandos de Dalí-, ¿qué es lo que hace? Rompe el pincel. Y en su discurso final dice explícitamente que debería rendirse homenaje al Diablo, porque toda su obra es obra del Diablo. Lo dice al pasar, claro está, porque Holdein era consciente del riesgo que corría su personaje, sabía que el pacto así presentado entrañaba esta debilidad, que Lindstróm podía quedar reducido a un mero ejecutante de la inspiración diabólica. Por eso le hace remarcar que debió penar y llevar a cabo abrumadoras tareas, que el Diablo se limitó a apartar las dudas paralizantes, los escrúpulos de la razón. Pero eso solo, mantener a raya a la razón, ¿no lo es todo aquí, no es, en todo caso, demasiado?

Roderer echó una mirada en torno y se contestó a sí mismo, como si no estuviera seguro de hasta cuándo podría seguir hablando.

– Es demasiado, sí. Alguien que fuera realmente un elegido no hubiera aceptado jamás un trato así. -Alzó la voz.- Y cuando se presentara el Diablo, cuando apareciera del fuego con su verdadera ropa y le ofreciera esos veinticuatro años hubiera dicho: ¡No, no los quiero!

Enmudeció, lleno de horror. Su voz se había quebrado y aquel "No, no los quiero" había salido sobreagudo, cómicamente aflautado, como el grito de una mujer histérica. Sentí abrirse de a poco, en todo su inconcebible alcance, la magnitud de lo que me estaba revelando.

– Y en ese caso… -pregunté-, ¿cómo hubiera reaccionado el Diablo?

Roderer había abierto uno de los cajones del escritorio; sacó de un frasco dos pastillas y las tragó mecánicamente, una detrás de la otra, con un gesto agotado.

– ¿Cómo hubiera reaccionado? -Y dijo sin emoción:- Lo hubiera agarrado del cuello y le hubiera gritado: Entonces no los tendrás.

– No los tendrás. Eso significa…

– Creo que sí -dijo. Se llevó una mano a los ojos-. Voy a tratar ahora de dormir. De noche ya no puedo: tengo pesadillas. -Me miró, fatigado.- ¿Tuviste alguna vez pesadillas todas las noches?

Salí, anonadado, del cuarto. La cocina estaba desierta. Me puse el sobretodo, sin conseguir abotonarlo, y me anudé de cualquier modo la bufanda. La madre de Roderer me alcanzó en la puerta.

– Hijo, ¿le gusta el dulce de manzana? -Y me tendió un frasco enorme que había preparado para mí.

– Sí, mucho. Gracias, ¡gracias! -le dije con una vehemencia que la hizo reír. Y caminando de lado contra el viento apreté el frasco hasta mi casa como si fuese un talismán.

Siete