Aquello era el amor, el amor normal, misterioso. Menos misteriosas, pero considerablemente más grotescas, eran las pasiones, esas pasiones que varias generaciones de buenos maestros no habían conseguido aún purgar de las costumbres escolares, y que, en fecha tan tardía como 1883, seguían extraordinariamente en boga en Riverlane. Cada dormitorio tenía su sodomizado. Un chico neurótico procedente de Upsala, de ojos bizqueantes y labios flojos, de miembros casi anormalmente desmañados, pero que tenía una textura de piel maravillosamente tierna y las encantadoras redondeces cremosas del Cupido del Bronzino (el grande, aquél que un sátiro entusiasmado descubre en el cenador de una dama), era objeto de crueles abusos por parte de una banda de muchachos extranjeros, griegos o ingleses en su mayor parte, cuyo jefe era Cheshire, el as del rugbydel colegio. En parte por bravata, en parte por curiosidad, Van, sobreponiéndose a su propia repugnancia, asistía, con mirada fría, a sus groseras orgías. Por lo demás, no tardó en abandonar el sucedáneo en beneficio de diversiones más normales, aunque igualmente descorazonadoras.
La vieja que vendía bastones de azúcar y tebeos en la tiendecita de la esquina (la cual, por tradición, no estaba estrictamente vedada a los internos del colegio) contrató los servicios de una auxiliar, rechoncha y joven, y Cheshire, que era hijo de un lord aficionado a las economías, no tardó en descubrir que podía poseerla por un dólar ruso. Van fue uno de los primeros en aprovecharse de la ganga. La chica concedía sus favores en una semioscuridad, entre cajas y sacos amontonados en la trastienda, una vez cumplido su horario de trabajo. El haberse presentado a la chica como un libertino de dieciséis años, en vez de como un virginal chiquillo de catorce, hizo que el encuentro resultara muy embarazoso para nuestro calavera. Trató de paliar su inexperiencia mediante una acción expeditiva, y no logró otra cosa que derramar en el felpudo de la entrada lo que la chica le hubiera ayudado de buena gana a introducir de puertas adentro. Las cosas salieron mejor seis minutos más tarde, cuando Cheshire y Zographos estuvieron listos. Sin embargo, solamente en la segunda sesión comenzó Van verdaderamente a apreciar la dulzura de su amiga, el acucioso apretón de su sexo, la lealtad de su vaivén. Sabía que no era más que una putilla mal hecha, un cerdito rosa, y cada vez que, cuando había acabado, ella trataba de besarle, él le ponía el codo y apartaba la cara, al tiempo que, como había visto hacer a Cheshire, se aseguraba, con mano rápida, de que su cartera seguía en el bolsillo de su pantalón. Y sin embargo, quién sabe por qué, cuando su cuadragésimo y último orgasmo se había ya hundido en el tiempo pasado y Van se encontró solo en el tren que le llevaba a Ladore, entre campos negros y verdes, se sorprendió al ver cómo ornaba de una poesía imprevisible la imagen de la pobre chica, el olor a cocina de sus brazos, sus húmedos párpados iluminándose con el brillo súbito del encendedor de Cheshire y hasta los pasos de la señora Gimber, la vieja sorda, que chirriaban sobre sus cabezas, en el dormitorio.
Instalado en un elegante compartimento de primera clase, con la mano enguantada descansando en el aterciopelado brazo del asiento y contemplando el amplio paisaje que pasa ante la ventanilla, uno se siente de veras como un hombre de mundo. Pero, de cuando en cuando, los ojos del viajero hacen una pausa en su ir y venir, y el viajero se introvierte y escucha el susurro de cierta comezón en sus zonas más bajas, que él considera (interpretación correcta, gracias a Pieu, como una simple irritación epitelial de carácter benigno.
V
Hacia las tres de la tarde, Van descendió con sus dos maletas a la paz soleada de una pequeña estación rural. De allí partía un camino sinuoso que conducía hasta Ardis Hall, a donde Van acudía por primera vez en su vida. Su imaginación le había ofrecido, en una miniatura premonitoria, un caballo ensillado dispuesto para él. Pero allí no había ni siquiera una tartana. El jefe de estación, un hombre gordo y bronceado, con uniforme pardo, sabía de buena fuente que se esperaba al señor Van en el tren del anochecer, que era más lento, pero disponía de coche restaurante. Mientras saludaba con su gorra al impaciente conductor, dijo también que tardaría un minuto en telefonear a Ardis Hall. Pero, súbitamente, un coche de alquiler se detuvo al borde del andén y una dama pelirroja se apeó, llevando en la mano su sombrero de paja, y, riéndose de la propia prisa, se precipitó hacia el tren, y, en el último segundo, consiguió subir a él antes de que arrancara. Van se mostró conforme con aquel medio de transporte que había puesto a su disposición la casualidad y se instaló en la vieja calesa. El viaje duró una media hora; y no le resultó desagradable. Se vio transportado entre bosques de pinos y barrancos rocosos, llenos de pájaros y otros animales que cantaban entre la maleza salpicada de flores. Rayos de sol y encajes de sombra resbalaban sobre sus piernas y arrancaban destellos verdes del gran botón de cobre (cuyo hermano gemelo se había desprendido) de la cinturilla del sobretodo del cochero. Atravesaron Torfianka, una soñadora aldeíta que consistía en tres o cuatro isbas hechas de troncos rústicos, un pequeño establecimiento para la reparación de recipientes de leche y una herrería semioculta entre jazmines. El cochero saludó con la mano a un amigo invisible y el sensible cochecito hizo una ligera cabriola para asociarse a aquel gesto cortés. Ahora corrían por el campo libre, sobre un suelo lleno de polvo, en una carretera que descendía y volvía a ascender trepando por las colinas. A cada subida, el viejo taxímetro mecánico desaceleraba su carrera, como si estuviese a punto de dormirse y tuviese que violentarse para dominar su fatiga.
Pronto se encontraron saltando sobre la grava y los guijarros de Gamlet, un pueblecito semirruso, y el conductor hizo un nuevo saludo, dirigido esta vez a un chico subido a un cerezo. Los abedules se apartaron para dejarles paso y accedieron a un puente muy antiguo. Entonces apareció el Ladore —un río que Van vería muchas veces de nuevo durante su vida—, con las negras ruinas del castillo encaramadas en una roca escarpada, y, aguas abajo, los alegres techos multicolores.
La vegetación asumió un carácter más meridional cuando el camino comenzó a bordear el parque de Ardis. A la primera curva, Van descubrió la romántca mansión, situada sobre la «suave eminencia» de las viejas novelas. Era un edificio magnífico, de tres pisos de altura —ladrillo claro y piedra violácea—, cuyos matices y cuyos materiales parecían, según recibían la luz, intercambiar sus apariencias. A pesar de la diversidad, la amplitud y la vitalidad exuberante de los grandes árboles que, desde tiempo atrás, habían remplazado a las dos filas bien ordenadas de arbolitos estilizados (más proyectados como decoración de la casa en la mente del arquitecto que vistos por un ojo de pintor), Van reconoció inmediatamente Ardis Hall, tal como lo había visto representado en una acuarela dos veces centenaria que adornaba el vestidor de su padre: la casa reposaba sobre una altura que dominaba una pradera abstracta, en la que dos minúsculos personajes con sombreros de tres picos conversaban a escasa distancia de una vaca estilizada.