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—¿Solíamos? ¿ Nosotros?

—Ella y yo.

S.G.N.

—¿Te acuerdas del escrutorio de la abuela, entre el globo terráqueo y la mesita redonda? En la biblioteca.

—Ni siquiera sé lo que es un «escrutorio». Y no sitúo la mesita redonda.

—Pero te acuerdas del globo.

La Tartaria cubierta de polvo y el dedo de Cenicienta apoyado en el lugar sobre el que debía caer el invasor.

—Sí, me acuerdo de él, y también de una especie de consola toda llena de dragones dorados.

—A eso le llamaba yo la mesita redonda. Realmente, era una consola china de laca japonesa roja, y el escrutorio estaba a su lado.

—¿China o japonesa? Decídete. Pero sigo sin saber qué clase de cosa podría ser tu «incrustorio», es decir, a qué cosa se parecería en 1884 ó 1888.

¡Escrutorio! Casi tan loca como la otra con sus Blemolopias y Molospermas.

—Van, Vanichka, estamos apartándonos del tema. Lo que yo quiero decirte es que el secrétaire, o, si prefieres, la escribanía...

—Detesto lo uno y lo otro, pero el mueble en cuestión estaba al otro lado del diván negro.

Primera vez que se vuelve a mencionar. Aunque tanto él como ella lo hubieran utilizado como orientador, o como una mano derecha indicadora pintada en un cartel transparente que el ojo de un filósofo —huevo duro sin cáscara, viajando sin cuerpo y sin órbita (pero sabiendo de manera intuitiva cuál de sus dos extremidades tiene a su lado una nariz imaginaria) —ve suspendida en el espacio infinito. A partir de lo cual, con una gracia muy germánica, aquel ojo circunda el cartel de cristal y descubre, en transparencia, una mano izquierda: ¡la solución del problema! (Bernard me ha dicho a las seis y media, pero quizá me retrase un poco.) En Van, lo mental bordeaba siempre lo sensuaclass="underline" inolvidable, áspero, velloso velludo de Villaviciosa.

—Van, estás desviando la cuestión voluntariamente...

—Las cuestiones no pueden ser desviadas.

—...porque al otro lado del diván Vaniada (¿te acuerdas?) No había más que el armario en que me encerrasteis por lo menos diez veces.

Nu uzh desyat(¡exagerada!). Una sola vez... y nuncamás. El agujero de su cerradura (sin llave) eran tan grande como el ojo de Kant. Kant era famoso por su iris cucumicolor.

—Bueno —continuó Lucette, cruzando sus bonitas piernas y contemplando su zapato izquierdo, de marca Verrier, muy elegante, en cuero brillante—, aquel escritorio constaba de una mesa de juego plegable y de un cajón ultrasecreto. Y tú creías, me parece, que estaba lleno de cartas de amor escritas por nuestra abuela a los doce o trece años de edad. Y nuestra Ada conocía (sí, sí, la conocía) la existencia de aquel cajón, pero había olvidado cómo funcionaba el orgasmo, o como quiera que se llame eso cuando se trata de escritorios o de mesas de juego.

¡O como quiera que se llame!

—Ella y yo te desafiamos a descubrir el sensorio secreto ( chuvstvilishché) y hacerlo funcionar. Fue aquel verano en que Belle se había aplastado el trasero y nos había abandonado a nuestros propios medios; y si los tuyos y los de Ada no eran muy limpios, los míos seguían siendo de una pureza conmovedora. Tú probaste mucho tiempo, palpando, tanteando en busca del pequeño órgano hasta que al final diste con él y resultó ser un redondelito oprimible recortado en la madera de palisandro, bajo el fieltro que tú palpabas, un resorte de pulsador, en fin, y Ada se echó a reír al ver salir el cajón.

—Y estaba vacío —dijo Van.

—No del todo. Contenía un minúsculo peón rojo, no más alto que esto (y Lucette indicaba el tamaño de un grano de cebada, colocando el dedo índice sobre... ¿sobre qué?... sobre la muñeca de Van). Lo he guardado como amuleto. Todavía debo tenerlo entre mis cosas. No importa; todos los detalles de este episodio pre-emblematizaban, para emplear el lenguaje de mi profesor de Arte ornamental, la depravación a que iba a entregarse tu pobre Lucette, a sus catorce años, en Arizona. Belle había regresado a Canadia, porque Vronski había desfigurado sus Enfants maudits. Su sucesora se había fugado con Demon. Papá estaba en el Este, mamá no volvía casi nunca antes del alba, nuestras criadas salían a la luz de las estrellas para reunirse con sus amantes y yo tenía horror a dormir sola en la habitacioncita de la esquina que me habían asignado, aunque nunca apagaba la lamparita de porcelana rosa (en la que se veía al trasluz la imagen de un cordero perdido) porque tenía miedo de los pumas y de las serpientes [Es muy posible que este pasaje no sea la transcripción de las palabras de Lucette, sino un extracto de alguna de sus cartas. Editor.], cuyos gritos y ruidos sabía Ada imitar a la perfección, y deliberadamente, supongo, en la sombra del desierto, bajo mi ventana del entresuelo. Bien [aquí parece que volvemos a la grabación original], para hacer un poco más larga la historia...

La festiva frase utilizada en 1884 por la anciana condesa de Prey para elogiar a una yegua coja de sus caballerizas, había pasado a su hijo, que se la había pasado a su amiguita, la cual se la había pasado a su hermanastra. Así lo reconstruyó instantáneamente Van (sentado, con las manos juntas por las yemas de los dedos, en una silla de felpa roja).

—Me llevé la almohada al cuarto de Ada, donde otra lamparilla adornada con una transparencia similar mostraba a un tipo extravagante y de barba rubia que, envuelto en una toalla de baño, apretaba contra su corazón al corderito recuperado. La noche era cálida como un horno y las dos estábamos completamente desnudas, salvo un esparadrapo adherido a mi brazo en el sitio en que me había acariciado y pinchado el médico del lugar. Ada era un sueño de belleza en blanco y negro, con un toque fresa en cuatro lugares, como una reina de corazones simétrica...

Un momento después las dos chicas estaban en cuerpo a cuerpo, y el juego les resultó tan delicioso que se prometieron repetirlo sistemáticamente, con fines higiénicos, siempre que estuvieran en situación desesperada y faltas de un muchacho.

—Me enseñó cosas que yo nunca habría imaginado —confesó Lucette, con aire de seguir aún maravillada de sus descubrimientos—. Nos entrelazábamos como serpientes y resollábamos como pumas. Éramos acróbatas mongoles, monogramas, anagramas, adalucindas. Ella besaba mi krestikmientras yo besaba el suyo, y nuestras cabezas se cruzaban en posturas tan extrañas que Brigitte, una doncellita, que entró inoportunamente con una vela en la mano, creyó por un momento, aunque también ella era bastante viciosa, que estábamos dando a luz simultáneamente a dos niñas: tu Ada, a una pelirroja, y Lucette, que no es de nadie, a una morena. ¡Imagínatelo si puedes!

—Desternillante —dijo Van.

—¡Oh!, y así seguimos prácticamente todas las noches, en el Rancho Marina, y muchas veces a la hora de la siesta; excepto en los intervalos de los vanouissements(la palabra es de ella), o cuando las dos teníamos la regla, lo cual, me creas o no...

—Puedo creerlo todo.

—...aparecía en las dos simultáneamente. Éramos hermanas como todas las hermanas, que comparten las cosas cotidianas y las rutinas con muy poco en común. Ella coleccionaba cactos o ensayaba a toda prisa un papel para una próxima representación en Sterva; yo leía mucho o copiaba bellas imágenes eróticas en un álbum de Obras Maestras Prohibidas, que encontramos en el fondo de una caja de korsetov khrestomatiy(corsés y crestomatías) que Belle se dejó olvidada... y puedo asegurarte que eran infinitamente más realistas que el rollo de Mong Mong, cuyo pincel era infatigable hacia el año 888, un milenio antes de que Ada dijese que era un buen ejemplo de calistenia oriental. Así pasaba el día, y salía la primera estrella, y enormes polillas se paseaban a seis patas por los vidrios de las ventanas, y nos abrazábamos hasta que caíamos dormidas. Y así he descubierto...