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—Cállate, Vandemoniano —gimió Lucette—. Lee la carta y dame mi abrigo.

Pero él continuó, con las facciones convulsas.

—¡Estoy abrumado! Nunca habría creído que una joven de buena familia, descendiente de reyes escandinavos, de grandes príncipes rusos y de barones irlandeses, pudiera emplear el lenguaje proverbial del pueblo llano. Sí, Lucette, tienes razón, te comportas como una cocotte.

Meditativa y melancólica, Lucette precisó:

—Como una cocotte rechazada, Van.

O moia dushen'ka(querida mía) —exclamó Van, indignado de su propia vulgaridad y crueldad—. ¡Perdóname, por favor! Soy un enfermo. Hace cuatro años que sufro de consanguíneocanceroformia, una misteriosa enfermedad que ha descrito Coniglietto. No pongas tu manita fría en mi garra, ese gesto sólo podría precipitar tu fin y el mío. Continúa tu historia.

—Bien, después de haberme enseñado ejercicios sencillos para una sola mano que podía practicar sola, la cruel Ada me abandonó. Desde luego, nunca dejamos realmente de hacerlo juntas alguna que otra vez, después de una fiesta, en el ranchito de unos conocidos al que habíamos sido invitadas, en un remolque blanco que ella me enseñaba a conducir, en un coche-cama que cruzaba la pradera a toda velocidad, y en el triste, triste Ardis, donde pasaba una noche con ella antes de salir para Queenston. Oh, Van, yo amo sus manos porque tienen tu misma rodinka(pequeña mancha de nacimiento), porque sus dedos son igual de largos, en fin, porque son, verdaderamente, las manos de Van en un espejo reductor, sus tiernos diminutivos, v laskatel'noy forme(el discurso de Lucette, como ocurría a menudo, en los momentos de emoción intensa, a los miembros de la rama Veen-Zemski de aquella extraña familia, la más noble de Estocilandia, la más ilustre de Antiterra, estaba salpicado de términos rusos, efecto no demasiado consecuentemente reproducido en este capítulo; esta noche nuestros lectores están levantiscos).

—Me abandonó —prosiguió Lucette, con un chasquido de labios y alisándose con mano distraída las medias transparentes—. Sí, se lanzó a una aventurilla bastante triste con Johnny, un joven actor de Fuerteventura — c'est dans la famille—, su exacto odnoletok(coetáneo), nacido el mismo año, el mismo día, en el mismo segundo... como si fuese su hermano gemelo.

La tonta de Lucette acababa de cometer un error.

—¡Ah, eso no puede ser! —interrumpió Van, sombrío, balanceándose a derecha e izquierda, con las manos crispadas y el ceño fruncido (¡cómo le gustaría a uno aplicar un Wattebausch—como el pobre Rack solía llamar a los vacilantes arpegios de Lucette —empapado en agua hirviente a ese pequeño furúnculo maduro que apunta en la sien derecha de Van!)—. Sencillamente, no puede ser. Ningún maldito gemelo puede hacer eso. Ni siquiera las que vio Brigitte, un número gracioso sin duda, con la llama de su vela excitando sus pezones desnudos. La diferencia de edad habitual entre dos gemelos (su voz era la voz de un loco, pero tan bien contenida que sonaba como la de un redomado pedante) no es inferior a un cuarto de hora: ése es el tiempo que la matriz en ejercicio necesita para descansar y distenderse, con una revista femenina, antes de reemprender sus poco apetitosas contracciones. En ciertos casos muy raros en que la matriz sigue trabajando automáticamente, el tocólogo, aprovechándose del hecho, extrae el segundo crío, que entonces puede ser considerado como tres minutos más joven que su predecesor. Y, cuando consideraciones dinásticas acompañan el feliz acontecimiento —doblemente feliz, en este caso (Egipto entero está ansioso)—, esa diferencia de tiempo puede tener, y tiene, más consecuencias que en la línea de meta de una carrera. Pero las criaturas, cualquiera que sea su número, no salen nunca en fila india: la expresión «gemelos simultáneos» presenta una contradicción en sus términos.

Nu uzh ne znayu(bueno, no sé) —murmuró Lucette, reproduciendo fielmente el tono abatido con que su madre pronunciaba la frasecita, expresión aparente de una confesión de ignorancia y error, pero que tendía, con su acento apenas perceptible de condescendencia, más que de consentimiento, a atenuar y diluir la veracidad de la réplica correctora del interlocutor—. Lo único que yo quería decir —continuó —es que se trataba de un bello hispanoirlandés sombrío y pálido, y que la gente les tomaba por gemelos. No he dicho que fuesen verdaderos gemelos. O «drillizos».

¿ Drillizos? ¿Quién lo pronunciaba así? ¿Quién, quién? ¿Una pobre criatura empapada y chorreando, en un sueño? ¿Vivían todavía los huérfanos? Pero sigamos oyendo a Lucette.

—Al cabo de un año, más o menos, descubrió que era el querido de un viejo pederasta, y le dejó. El desgraciado se metió una bala en la cabeza, en una playa de moda, durante la marea alta, pero los turistas y los bisturistas le sacaron de aquel mal paso, aunque ahora tiene el cerebro deteriorado y ha perdido definitivamente el habla.

—Siempre puede ser conveniente un mudo —dijo Van, con aire fúnebre—. Podría hacer el papel de eunuco sin lengua en Estambul, mi bulbul, o el de mozo de cuadra disfrazado de muchacha granjera y portador de un mensaje de su amo.

—Van, ¿te estoy aburriendo?

—¡No, qué tontería! Es una pequeña historia clínica interesante y palpitante.

Porque, a decir verdad, Lucette no estaba haciéndolo mal... Con tres tiros había abatido tres años... sin contar el plomo en el ala del cuarto. ¡Buen disparo... Adiana! Me pregunto cuál será el nuevo blanco.

—No me obligues a describirte más en detalle las enternecedoras noches tórridas y terribles que todavía pasamos, entre aquel pobre muchacho y el intruso que le sucedió. Si mi piel fuese tela y sus labios pincel, no habría en mi cuerpo ni una sola pulgada que no hubiese recibido su toque de color, y viceversa. ¿Te horroriza eso, Van? ¿Nos execras?

—Al contrario —replicó Van, en un acceso bastante bien imitado de indecente regocijo—. De no haber nacido macho y heterosexual, yo seguramente hubiera sido lesbiana.

Anonadada ante una reacción tan trivial a su obra maestra de astucia desesperada, Lucette abandonó, y quedó inmovilizada ante un gran agujero negro y gentes que tosían lúgubremente aquí y allá entre el invisible auditorio eterno. Por centésima vez Van miró el sobre azuclass="underline" el borde longitudinal no estaba exactamente paralelo a la repisa de caoba, el ángulo superior izquierdo casi desaparecía tras la bandeja de las botellas de coñac y soda, el ángulo inferior derecho apuntaba hacia la novela preferida de Van, The Slat Sign, posada sobre el aparador.

—Quiero que volvamos a vernos pronto —dijo Van, que se mordía el pulgar, maldecía el silencio y se moría de ganas de leer el contenido del sobre azul—. Vendrás a mi casa, a un apartamento que he comprado en la Avenida Alexis. He amueblado la habitación de invitados con poltronas, hacheros y mecedoras, de modo que parece el tocador de tu madre.

Las dos comisuras de la triste boca de Lucette hicieron una reverencia «a la americana».

—¿Podrás quedarte algunos días conmigo? Te prometo comportarme como es debido. ¿Te parece bien?

—Tu concepto de «lo que es debido» puede no coincidir con el mío. Pero... ¿olvidas a Córdula de Prey? Quizás a ella no le guste.

—El apartamento es mío. Por lo demás, Córdula es hoy la señora de Ivan G. Tobak. En estos momentos están haciendo locuras en Florencia. Mira su última tarjeta: retrato de Vladimir Christian de Dinamarca, Galería Pitti, quien, según pretende Córdula, es el «muerto retrato» de su Ivan Giovanovich. Puedes mirarlo.