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—¿A quién le importa Sustermans? —declaró Lucette, un poco en el estilo de las respuestas oblicuas, de «salto de caballo de ajedrez», de su hermana, o de regate de futbolista latino.

—No. Es un olmo. Tiene quinientos años.

—Su antecesor —continuó Van —fue el famoso almirante ruso que se batió en duelo a espada con Jean Nicot y que dio su nombre a las islas Tobago o a las islas Tobakoff, no recuerdo cuáles, hace mucho tiempo... quinientos años.

—Si te he hablado de Córdula es sólo porque una antigua amante puede fácilmente inquietarse al sacar ciertas conclusiones erróneas... como el gato que llega a saltar una barrera y se va corriendo sin intentarlo por segunda vez, y luego se detiene, un poco más allá, para mirar hacia atrás.

—¿Quién te ha hablado de ese disoluto cordeludio... interludio, quiero decir?

—Tu padre, mon cher. Le hemos visto mucho en el Oeste. Ada se había figurado al principio que Tapper era un seudónimo y que tú te habías batido con otro, pero por entonces nadie conocía aún la muerte de ese otro en Kalugano. Demon opina que habría bastado con que le hubieras apaleado.

—Imposible. Aquella rata estaba pudriéndose en un hospital.

—Yo me refiero al verdadero Tapper —exclamó Lucette, que estaba embrollando mucho su visita —y no a mi pobre profesor de música, traicionado, envenenado, inocente, al que ni la misma Ada, si hemos de creerla, consiguió curar de su impotencia.

—¡ Dresgemelos! —dijo Van.

—¿Quién te asegura que son suyos? El amante de su mujer tocaba la viola de tres mangos. Mira, voy a cogerte un libro (posando la vista por el estante más próximo, La Gitanilla, Clichés de Clichy, Buenos días, Mertvago, El feo de Nueva Inglaterra) y a acurrucarme, komondi, en el cuartito de al lado, mientras tú... ¡Oh, adoro The Slat Sign!

—No hay ninguna prisa —dijo Van.

Silencio (aún falta un cuarto de hora para el final del acto).

—A la edad de diez años —volvió a hablar Lucette, por decir algo —yo estaba todavía en la etapa del viejo Stopchin rosa, pero nuestra hermana (aquel año, aquel día, Lucette se permitía emplear el inesperado, el prohibido, el técnicamente impreciso posesivo plural de los autores, de los reyes, de los papas, del lenguaje humorístico, para hablar de Ada a Van), nuestra hermana había leído, en tres idiomas, muchos más libros que yo a los doce años. ¡Y, sin embargo...! Después de una horrible enfermedad que contraje en California, recuperé lo perdido: los pioneros vencieron a los piógenos. No intento alardear, pero, ¿conoces, por casualidad a mi gran favorito, Herodas?

—Pues, sí —contestó Van, negligentemente—. Obsceno contemporáneo de Justino, el erudito romano. Sí, es una bella obra, mezcla rutilante de sutileza y de brillante grosería. La has leído en la traducción francesa literal, con el texto griego, ¿verdad? Pero un amigo de Kingston me ha dado a conocer un fragmento descubierto recientemente y que tú no puedes conocer: la historia de dos niños, hermano y hermana, que lo hicieron tan a menudo, tan a menudo, que acabaron por morir de ello, tan enlazados que no se les pudo separar... Aquello se estiraba y se alargaba, y volvía a su sitio con un chasquido elástico en cuanto los padres, perplejos, aflojaban su esfuerzo. Es todo muy obsceno, pero, al mismo tiempo, muy trágico y terriblemente divertido.

—No, no conozco ese pasaje —dijo Lucette—. Pero, Van, ¿qué te pasa? ¿Por qué...?

—¡La fiebre del heno! —gritó Van, hurgando simultáneamente en cinco bolsillos en busca de pañuelo. El fracaso de su búsqueda, y la consiguiente mirada compasiva de Lucette, le anegaron en tal ola de pesar que prefirió salir de la habitación. Al pasar, tomó la carta, la dejó caer, la recogió y se encerró en la pieza más retirada (que olía aún a intimidades de Lucette) para leerla de un tirón.

Querido Van: Esta carta es mi último intento. Puedes considerarla como un documento sobre la locura, o como la hierba del arrepentimiento. No importa: lo que quiero es volver contigo, y vivir contigo, donde estés, para siempre, siempre. Si desprecias a «la doncella al pie de tu ventana», envío inmediatamente un aerograma comunicando que acepto la propuesta de matrimonio que han hecho a tu pobre Ada el mes pasado, en el estado de Valentín. Se trata de un ruso de Arizona, correcto y simpático, no muy brillante y pasado de moda. Nuestro único punto en común es el vivo interés que ambos sentimos por muchas plantas desérticas de aspecto militar, y particularmente por diversas especies de pitas, huéspedes de las orugas endófitas del más noble animal de América, la Hesperia gigante (ya ves, Krolik otra vez). Es propietario de caballos, de cuadros cubistas y de pozos de petróleo (cosa esta última que no sé bien lo que es; nuestro padre que está en los Infiernos y que también los tiene, no ha querido informarme, limitándose a hacer alguna que otra arriesgada alusión, según su costumbre). He dicho a mi paciente Valentines que le daré una respuesta definitiva después de haber consultado con el único hombre a quien he amado y amaré en toda mi vida. Procura telefonearme esta tarde. Algo va mal en la línea de Ladore, pero me aseguran que la avería será localizada y reparada antes de la hora de la marea. Tvoia, tvoia, tvoia (tuya),

A

Van abrió un cajón, tomó un pañuelo limpio de un montón impecable y repitió en seguida el gesto arrancando de un bloc una hoja de papel. Es extraordinaria la utilidad que pueden tener, en momentos caóticos, esas reiteraciones rítmicas que asocian objetos relacionados por alguna analogía (en este caso, la blancura, la forma rectangular). Van escribió un breve aerograma y regresó al salón. Encontró allí a Lucette, que volvía a envolverse en sus pieles, y a cinco científicos de gestos torpes a los que abría camino un criado estúpido. Los cinco formaron círculo, en silencio, en torno al amable y gracioso maniquí que hacía la presentación de un modelo de la nueva colección de invierno. Bernard Rattner, joven rechoncho y colorado, de cabello negro y gruesas gafas, acogió a Van con aire de afable alivio.

—¡Dios santo! —exclamó Van—. Yo había entendido que debíamos vernos en casa de su tío.

Con gestos rápidos centrifugó a los intrusos hacia las sillas de la sala de espera, y, pese a las protestas de su linda prima («son sólo veinte minutos, a pie; no me acompañes, por favor»), campofonó que le acercaran el coche. Después, en la estela de Lucette, bajó ruidosamente los peldaños de la estrecha escalera, katrakatra(cuatro a cuatro). Por favor, niños, katrakatrano (Marina).

—Yo también sé —dijo Lucette, como continuando la conversación anterior— quién es él.

Y mostraba con el dedo la inscripción «Voltemand Hall», grabada en la fachada del inmueble del que acababan de salir.

Van le dirigió una mirada rápida... pero ella sólo quería hablar del cortesano de Hamlet.

Pasaron bajo una bóveda oscura, y, cuando llegaron al aire libre y multicolor de un delicado crepúsculo, Van hizo detenerse a Lucette y le dio el aerograma que había escrito. En él pedía a Ada que alquilase un avión y se presentase en su apartamento de Manhattan en cualquier momento de la mañana siguiente. Él saldría de Kingston, en automóvil, hacia la media noche. Conservaba la esperanza de que el dorófono de Ladore estaría reparado antes de su partida. De todos modos, su aerograma seguramente no tardaría más de dos horas en llegar a su destino. Lucette dijo «¡hum, hum!» que primero tenía que pasar por Mont-Dore (perdón, Ladore) y que si llevaba la palabra «Urgente» llegaría sin duda al amanecer, en manos de un mensajero deslumbrado por la aurora, galopando hacia el este en el jamelgo loco del maestro de posta, porque las ordenanzas locales prohibían en domingo el uso de motociclos: l'ivresse de la vitesse, conceptions dominicales.Pero, aún así, Ada dispondría de tiempo sobrado para hacer el equipaje, encontrar la caja de lápices de color que Lucette le había pedido que trajera si venía, y llegar a la hora del desayuno al dormitorio que, hasta fecha reciente, había sido de Córdula. Ninguno de los hermanastros estaba aquel día en su mejor forma.