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Había preparado una de esas frases que suenan tan bien en los sueños y que son tan falsas en la vida reaclass="underline" «Te he visto girar por encima de mi cabeza con alas de libélula.» Pero la voz se le quebró en «libé...», y cayó a sus pies, sus pies desnudos, calzados únicamente con unas pequeñas pantuflas negras y brillantes de «chez Verrier», exactamente en la misma postura —el mismo montón de desesperada ternura, de autoinmolación, de renuncia a la vida demoníaca— con la cual se entregaba, retrospectivamente, en la más secreta morada de su mente, cada vez que se acordaba de la imposible semisonrisa de Ada, con los hombros adosados al árbol del final. Un servidor invisible deslizó un asiento bajo la chica. Ésta lloró y acarició los bucles negros de Van, el cual no acertaba a superar aquel acceso de aflicción, de gratitud y de pesadumbre. La situación habría podido prolongarse todavía mucho tiempo si los transportes de otra naturaleza, que desde la víspera hacían hervir la sangre de Van, no hubiesen proporcionado una misericordiosa diversión estratégica. Como si Ada acabase de escapar de un palacio incendiado o de un reino en ruinas, llevaba sobre el camisón arrugado un abrigo marrón oscuro y como con brillo de escarcha, de piel de marta marina, la ilustre kamchatstkiy bobrde los antiguos mercaderes estocianos, llamada también lutromarinaen la costa de Lyaska: «mi piel natural», como decía espiritualmente Marina al hablar de su fabulosa capa, herencia de una abuela Zemski, cuando, al salir de un baile de invierno, una dama abrigada con visón, con coipo, o con el muy humilde castor ( nemetskiy bobr), elogiaba con un suspiro de éxtasis el bobrovaya shuba. «Staren 'kaya(una vieja cosita)», explicaba Marina, con una especie de tierno desdén (contrapartida habitual del recatado gracias!» con que una dama de Boston hacía hablar, como ventrílocuo, su visón vulgar para responder a los elogios corteses, lo cual no la impedía criticar en seguida la «fanfarronería» de aquella «orgullosa actriz», que era, en realidad, la persona menos ostentosa del mundo). Los bobry(plural principesco de bobr) que llevaba Ada, eran regalo de Demon, quien, como sabemos, había visto últimamente a Ada en el oeste más a menudo que en la Escotilandia oriental cuando era niña. El extravagante entusiasta había descubierto que sentía por ella la misma ternura que siempre había sentido por Van. La expresión de aquel sentimiento podía parecer tan ferviente que algunos estúpidos observadores habían sospechado que el viejo Demon «se acostaba con su sobrina» (en realidad, Demon se dedicaba cada vez más a las españolitas, que escogía cada vez más jóvenes en la medida en que envejecía, de modo que, a final de siglo, un Demon sexagenario y con el pelo teñido de azul-noche tenía por compañera a una insoportable nínfula de diez años). La gente era tan incapaz de entender la situación exacta que hasta Córdula Tobak, nacida de Prey, y Grace Wellington, de soltera Erminin, hablaban de Demon Veen, e hombre de la barba distinguida y la pechera almidonada, como del «sucesor de Van».

Ni Ada ni Van llegaron a recordar nunca (y nada de eso, incluida la marta marina, debe ser considerado como una escapatoria del narrador; ya hemos hecho cosas más difíciles que ésta) lo que se dijeron, cómo se besaron, cómo dominaron sus lágrimas, cómo Van arrastró a Ada a un diván, orgulloso al poder poner de manifiesto su inmediata y potente reacción al encontrarla tan ligeramente vestida (bajo las cálidas pieles) como la noche en que la había visto atravesar la ventana mágica de la biblioteca, con la vela en la mano.

Después de hacer impetuosas fiestas a la garganta y los senos reencontrados, iba a pasar al estadio siguiente de su enloquecida impaciencia, cuando Ada le detuvo diciéndole que antes de cualquier otra cosa era preciso que se diese su baño matutino (¡era, verdaderamente, una Ada nueva!), y que, por otra parte, sus maletas llegarían de un momento a otro, transportadas por los faquines del vestíbulo del Mónaco (se había equivocado de puerta al entrar, y eso que Van había dado una propina al servicial portero de Córdula para que, como quien dice, trajese a Ada hasta la puerta del apartamento). «¡Aprisa, aprisa! —dijo la muchacha—. Da-da. Ada saldrá de la espuma en un par de segundos». Pero Van, obstinado, rabioso, dejó caer el albornoz y la siguió al cuarto de baño. Inclinada sobre la bañera, Ada abrió los grifos gemelos, se inclinó todavía un poco más para colocar en su agujero el tapón de cadena a bronce, y éste se hundió por sí mismo, mientras Van inmovilizaba la adorable lira de Ada, y, un instante más tarde, llegaba a la raíz de la suave gamuza y quedaba apresado, tragado, entre los labios de bordes carmesí familiares, incomparables. Ada se asió con ambas manos a los dos grifos, aumentando sin proponérselo el volumen simpático del ruido de la catarata, y Van dejó escapar una larga queja de liberación... Sus cuatro pupilas estaban una vez más colgadas sobre el azul transparente del arroyo o Pinedale, cuando Lucette entró, empujando la puerta abierta tras un golpecito de buena educación, y quedó parada en seco, hipnotizada por el espectáculo de las vellosas partes traseras de Van y la horrible cicatriz de su costado izquierdo.

Las dos manos de Ada cerraron los grifos. El rodar de las maletas se oía por todo el apartamento.

—No he visto nada —dijo estúpidamente Lucette—. Sólo pasaba para coger mi caja.

—Dales algo, pequeña, sé buena —dijo Van, maníaco distribuidor de propinas.

—Y dame la toalla —añadió Ada. Pero la niña estaba ocupada en recoger las monedas que, en su precipitación, había sembrado por el suelo, mientras Ada descubría a su vez la escalera escarlata que estriaba el costado de Van—. ¡Oh, pobre amor mío! —exclamó; y, por pura compasión, le permitió que repitiera la escena que la aparición de Lucette había estado a punto de interrumpir.

—No estoy segura de haber traído esos malditos lápices Cranach —dijo Ada, un minuto más tarde, poniendo cara de rana asustada. Van la consideraba con un sentimiento de perfecta felicidad y oliendo el aroma de pinos, mientras ella vaciaba un tubo de loción Pennsylvestris en el agua del baño.

Lucette se había marchado (dejando una nota en la que había escrito el número de su habitación en el Hotel Winster para señoritas solas). Nuestros dos amantes, al fin vestidos de nuevo con ropa de casa decente y con las piernas penetradas de una blanda debilidad, tomaron asiento ante un espléndido desayuno (¡el bacon crujiente de Ardis, la miel transparente de Ardis!) que les había subido en ascensor Valerio, viejo romano pelirrojo, siempre mal afeitado y sombrío, pero también un buen muchacho (él era quien, después de buscar a la graciosa Rosa, había sido sobornado para reservársela en exclusiva a Veen y Dean).