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¡Cuántas risas, y lágrimas, y besos pegajosos, y qué tumulto de innumerables proyectos! ¡Y qué seguridad, qué libertad en el amor! Dos cortesanas, gitanas las dos, aunque no parientes, una salvaje, vestida con una lolita chillona, de boca de amapola y plumón negro, encontrada en la terraza de un café entre Niza y Grasse, y otra, modelo en sus horas libres —la habéis visto acariciando un fálico lápiz de labios en los anuncios de Felata— apodada, muy oportunamente, Swallowtail (palabra de dos sentidos, uno de los cuales hace referencia a la bella mariposa «cola de golondrina») por los habituales de un floramor de Norfolk Broads, habían declarado a nuestro héroe, invocando argumentos idénticos, imposibles de reproducir en una crónica familiar, que le consideraban, a pesar de su potencia amorosa, radicalmente estéril. Divertido por aquel diagnóstico hecateo, Van se sometió a diversos exámenes, y todos los médicos, aunque minusvalorando la importancia de un síntoma en el que no querían ver sino una coincidencia, estuvieron de acuerdo en que Van Veen podría tener una larga y sólida carrera de amante, pero no debía esperar descendencia. ¡Con qué alegría batió palmas la pequeña Ada!

¿Le gustaría permanecer en aquel apartamento hasta el trimestre de primavera (Van medía el tiempo en trimestres desde hacía algún tiempo) antes de acompañarle a Kingston, o prefería viajar al extranjero durante un par de meses, a cualquier sitio, Patagonia, Angola o Gululú, en las montañas de Nueva Zelanda? ¿Quedarse en el apartamento? Entonces, ¿le gustaba la casa? Excepto algunas reliquias de Córdula, de las que habría que desembarazarse, como la demasiado visible Alma Mater de las almeas de Brown Hill, abierta sobre un retrato de Vanda (¡pobre Vanda, muerta a tiros de revólver por la amiguita de una amiguita, en una noche estrellada de Ragusa!). Van dijo que era una historia triste.

Lucette le habría hablado, seguramente, de una escapada ulterior, ¿no era así? ¿Haciendo juegos de palabras, de frenesí ofeliano, sobre el glande femenino? ¿Desvariando sobre las delicias del clitorismo? «No exageremos», dijo Ada, ahuecando con ambas manos un invisible cojín de aire. Lucette afirmaba, dijo Van, que ella (Ada) imitaba a las mil maravillas al León de las montañas.

Él era omnisciente: mejor aún: omniincestuoso.

—Es verdad —dijo, recordando el Scrabbley otras cosas.

A propósito, la verdadera favorita de Vanda era Grace, sí, Grace, y no yo y mi crestita. Ada conocía como nadie, ¿verdad?, el arte de planchar las arrugas del pasado. Hacía de su flautista un casi-impotente (salvo con su mujer), y al caballero-granjero no le concedía sino un único abrazo con precoz eyakulyatsiya, una de esas odiosas palabras rusas tomadas a préstamo. Sí, odiosas, pero a ella le gustaría muchísimo volver a jugar al Scrabbleen cuanto estuvieran instalados del todo.

Pero ¿dónde y cómo? El señor y la señora Ivan Veen, ¿no encontrarían dificultades? ¿Y el «soltero» de sus pasaportes? Se presentarían en el consulado más próximo y, con indignados rugidos y/o una propina fabulosa, harían que se cambiase en «casado» para siempre jamás.

—Después de todo, soy una buena chica: aquí están sus lápices especiales. Ha sido una atención muy amable y verdaderamente encantadora eso de que la hayas invitado para el sábado que viene. Tengo mucho miedo de que esté todavía más loca por ti que por mí, la pobre pequeña. Demon los ha comprado en Estrasburgo. Al fin y al cabo, ahora sólo es una semivirgen («he sabido que papá y tú...» —la introducción de Van a un nuevo tema fue inmediatamente barrida)... y no hemos de temer que sorprenda nuestros retozos.

—Tú sabes imitar al puma —dijo Van—, pero ella imita, ¡y a la perfección!, mi viola sordinafavorita. Es una maravillosa imitadora, dicho sea de paso, y si tú eres aún mejor...

—En otra ocasión hablaremos de mis talentos y de mis artes. Es un tema penoso. Ahora vamos a ver esas fotografías.

VII

Durante la lúgubre estancia que Ada había hecho recientemente en Ardis, un Kim Beauharnais considerablemente transformado y amplificado se había presentado ante ella, con un álbum de tela de un marrón anaranjada, sucio color que Ada había detestado siempre. Hacía tres años que no le veía. En lugar del pinche vivaz y flaco de cara pálida se había encontrado con un coloso negruzco que le recordó vagamente a un jenízaro de ópera exótica entrando en escena con paso de paquidermo para anunciar una invasión o una ejecución. Tío Dan, que pasaba en silla de ruedas, conducido por su altiva y espléndida enfermera, hacia el jardín en que caían una a una hojas de cobre y hojas de sangre, pidió afanosamente que le dejasen ver el grueso volumen. «Quizás más tarde», dijo Kim, y se reunió con Ada en un rincón del hall.

Le llevaba un presente: la colección de fotografías que había hecho en casa de sus señores en los felices días de antaño. Durante mucho tiempo había esperado que esos «felices días de antaño» remprendieran su interrumpido curso; pero, comprendiendo que « mossio votre cossin» (hablaba un criollo espeso, que le parecía más adecuado a la solemnidad de las circunstancias que el inglés habitual de Ladore) no debía volver a la casa en un futuro próximo ni hacer posible con su presencia la puesta al día del álbum, había pensado que la mejor solución pour tous les cernés(los «envueltos», o «velados», más que los «interesados») era que la señorita conservase (o destruyese y olvidase, para no perjudicar a nadie) en sus lindas manos el documento gráfico. Sobresaltada ante el «lindas», Ada abrió el álbum por la página indicada con una de las señales marrones intencionadamente colocadas en distintos lugares, lo ojeó con una fugaz mirada, volvió a echar el cierre, ofreció al sonriente chantajista un billete de mil dólares que llevaba por azar en el bolso, llamó a Bouteillan y le ordenó que pusiese en la calle a Kim. El álbum color de cieno quedó sobre una silla, bajo su chal español. El viejo criado expulsó, arrastrando una suela, una hoja de tulipán de los pantanos que la corriente de aire había traído, volvió a cerrar la gran puerta de entrada y regresó a las cocinas, gruñendo:

—La señorita no debía haber recibido nunca a ese granuja.

—Eso es exactamente lo que yo estaba diciéndome —comentó Van, cuando Ada terminó su pequeña historia—. ¿Eran realmente sucias esas fotos?

—¡Puah! —articuló Ada.

—Ese dinero habría podido servir a una causa más noble, un Hogar para Potrillos Ciegos o para Cenicientas Centenarias.

—Es divertido que tú digas eso.

—¿Por qué divertido?

—No importa. De todas formas, esa cosa horrible está hoy en seguro. Tenía que pagar, si no quería que el sinvergüenza enseñase a la pobre Marina las fotos de Van ocupado en seducir a su «prima» Ada, con efectos previsiblemente poco felices. ¿Quién sabe si, como un gavilán genial, había presentido toda la verdad?

—¿Y por haber comprado el álbum con un miserable billete de mil dólares supones que has acabado con todas las pruebas y que todo ha quedado arreglado?

—Claro. ¿Crees que he pagado demasiado poco? Podría enviarle más. Sé dónde encontrarle. Está dando conferencias, si pueden llamarse así, sobre al arte de fotografiar la vida, en la Escuela de Fotografía de Kalugano.