Ningún miembro de la familia se encontraba allí cuando llegó Van. Un distinguido criado tomó el caballo por la brida y desapareció. Van pasó bajo un porche gótico y penetró en el gran vestíbulo. Allí fue recibido, con gestos de alegría, por Bouteillan, el viejo mayordomo calvo, que lucía, en contra de las costumbres de su profesión, unos bigotes teñidos de un negro grasiento y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del padre de Van. « Je parie—dijo— que Monsieur ne me reconnaît pas». Y, para hacerse reconocer, procedió a recordar a Van lo que Van, sin su ayuda, ya había recordado: el farmannikin(especie de cometa que hoy sería vano buscar, incluso en los más ricos museos del juguete pretérito) que cierta mañana Bouteillan le había ayudado a hacer volar sobre un gran prado salpicado de ranúnculos. Ambos elevaron los ojos hacia el cénit: por un instante, el minúsculo rectángulo rojo se materializó en su recuerdo, suspendido oblicuamente en el azul de un cielo primaveral. El vestíbulo era famoso por sus cielorrasos pintados.
Era demasiado temprano para tomar el té. ¿Deseaba el joven señor que fuese alguna criada, o bien su humilde servidor, quien se encargase de abrir el equipaje? ¡Oh, una de las doncellas!, contestó Van, haciendo con presteza el inventario de los artículos contenidos en el equipaje de un escolar y preguntándose cuál de ellos sería el que podría impresionar a una muchacha de servicio. ¿La imagen desnuda de la modelo Ivory Revery? Pero, ¿qué importaba eso, ahora que él era un hombre?
Por sugerencia del mayordomo, Van salió a dar una vuelta por el jardín. Cuando avanzaba sin ruido sobre la arena rosada de una sinuosa senda, calzado con los zapatos de lona blanca y suela de goma negra de su uniforme escolar, fue a dar con una persona a la que reconoció, con disgusto, como su antigua institutriz francesa (¡aquel lugar parecía el dominio de un enjambre de fantasmas!). La dama estaba sentada en un banco pintado de verde, al pie de un bosquecillo de lilas de Persia, con una sombrilla en una mano, y un libro abierto en la otra. Leía en voz alta a una niña, mientras ésta se hurgaba en la nariz y se examinaba el dedo, con una satisfacción soñadora, antes de limpiárselo en el borde del banco. Van decidió que tenía que ser «Ardelia», la mayor de las dos primitas a las que se suponía venía a conocer. En realidad, se trataba de Lucette, la más joven, una criatura todavía más bien neutra, de ocho años, que tenía por nariz un botón rosa y pecoso, y una cabellera brillante de color castaño rojizo. Había sufrido una neumonía a principios de la primavera y tenía ese aire de extraña lejanía que conservan durante algún tiempo los niños que han escapado a la muerte (especialmente, los niños traviesos). MademoiselleLarivière, mirando por encima de sus gafas verdes, vio de pronto a Van, el cual tuvo que prestarse a nuevas efusiones de bienvenida. A diferencia del viejo Albert, mademoiselleLarivière no había cambiado en absoluto desde los días en que aparecía, tres veces por semana, en casa de Dark Veen, con un montón de libros y su caniche enano y tembloroso (ahora muerto), que no soportaba quedarse solo en casa. Van recordaba sus grandes ojos brillantes, como tristes aceitunas negras.
Tomaron el camino de regreso a la casa. La institutriz sacudía la cabeza —nariz grande, barbilla grande—, mientras caminaba bajo la seda de su sombrilla recordando alguna antigua pena. Lucette arrastraba por la arena una azada de jardinero que había encontrado. Y el joven Van, con su bonito traje gris y su corbata flotante, marchaba, con las manos a la espalda, mirándose los pies, que se movían con silenciosa destreza, y esforzándose, sin ninguna razón especial, en colocarlos concienzudamente uno detrás del otro, en la misma línea.
Ante el porche acababa de detenerse una victoria. Una señora, que se parecía a la madre de Van, y una muchachita de cabellos oscuros, de unos once o doce años descendían del coche, precedidas por un perrito que se les había escapado ágilmente. Ada llevaba en sus brazos un manojo desordenado de flores silvestres. Iba vestida de blanco, con una chaqueta negra, y llevaba un lazo blanco en sus largos cabellos. Van no la volvió a ver nunca vestida de aquel modo, y cada vez que, en evocación retrospectiva, hacía mención del atuendo, ella replicaba tenazmente que debía haberlo soñado, puesto que en su vida había vestido así, y que nunca se habría colocado una chaqueta oscura en un día tan caluroso. Pero él permaneció siempre aferrado a aquella imagen inicial.
Unos diez años antes (cuando él estaba a punto de cumplir cuatro, o tal vez a poco de haberlos cumplido, y hacia el final de una prolongada estancia de su madre en un sanatorio) «Tía» Marina se le había echado encima en un parque público donde había una gran jaula de faisanes, y, tras decirle a la niñera que se ocupase de sus propios asuntos, le había llevado a una caseta de madera, junto al quiosco de música. Allí le compró un bastón de caramelo de menta color de esmeralda y le dijo que, si su padre quería, ella reemplazaría a su madre, y que no se debía dar de comer a los faisanes sin el permiso de lady Amherst (eso fue, al menos, lo que él entendió).
Tomaron el té en un rincón coquetonamente amueblado (que contrastaba con la notable austeridad del resto del hall) de donde partía la gran escalera. Estaban sentados en sillas tapizadas de seda, en torno a una mesa encantadora. Ada había dejado su chaqueta negra y su ramillete rosa-amarillo-azul de anémonas, celidonias y colombinas, en un taburete de madera de encina. El perro Dack recogía más trozos de galleta de lo que tenía por costumbre. Price, el viejo criado tristón que trajo la crema para las fresas, recordó a Van a su profesor de Historia, «Jiji» Jones.
—Se parece a mi profesor de Historia —dijo Van, cuando Price se había retirado.
—Yo adoraba la Historia —dijo Marina—. Me encantaba identificarme con las mujeres famosas. Mira, Ivan, en tu plato hay una mariquita. Particularmente con las bellezas célebres. La segunda esposa de Lincoln, o la reina Josefina...
—Sí, lo he notado. ¡Qué bien dibujada está! En casa también tenemos platos así.
—¿ Slivok(un proco de crema)? —preguntó Marina, mientras servía a Van una taza de té—. Hablas ruso, supongo.
— Neokhotno no soverchenno svobodno(de mala gana, pero con soltura) —replicó Van, slegka ulibnuvshis(con una ligera sonrisa)—. Sí, mucha crema y tres terrones de azúcar.
—Ada y yo compartimos tus gustos extravagantes. A Dostoievski le gustaba con jarabe de frambuesa. —¡Puah! —proclamó Ada.
Detrás de Marina, colgaba de la pared su propio retrato, hecho por Tresham. Era una tela bastante bella, que la representaba tocada con un gran sombrero romántico, con un ala irisada y una larga pluma caída, de plata con bandas negras; un sombrero que había llevado diez años antes, para el ensayo general de una escena de caza. Y Van, al acordarse de la jaula de los faisanes, y de su madre, encerrada en otra jaula, experimentó un extraño y súbito sentimiento de misterio, como si los comentaristas de su destino se hubieran puesto a cuchichear en un rincón El rostro maquillado de Marina se esforzaba en imitar su antigua apariencia, pero la moda había cambiado: llevaba un vestido de algodón estampado con motivos campesinos; sus bucles de color castaño rojizo habían sido decolorados con agua oxigenada y ya no le caían sobre las sienes; no había nada, en su atavío o en su tocado, que recordase la elegancia con la que sostenía el bastón de caza o el deslumbrante plumaje que el talento de Tresham había plasmado con la minucia de un ornitólogo.