Выбрать главу

—Todas las fotos de este álbum se tomaron en 1884... Salvo ésta. Nunca bajamos en barca por el río Ladore a comienzos de la primavera. Observo con satisfacción que no has perdido tu admirable facilidad para ruborizarte.

—Es culpa suya. Sin duda incluyó en el montaje una fotochkatomada en una fecha posterior, quizás en 1888. La suprimiremos, si quieres.

—Corazón mío —dijo Van—, todo 1888 ha sido suprimido. No hace falta ser un fino sabueso para darse cuenta de que de este álbum han sido arrancadas por lo menos tantas páginas como las que todavía tiene. No es que personalmente me interese gran cosa; quiero decir que no tengo ningún deseo especial de ver los testículos de Orfeo y otros colgajos de los amigos que herborizaban contigo. Pero 1888 ha quedado en reserva y puedes estar segura de que nos lo traerá en cuanto haya gastado el primer billete de mil dólares.

—Fui yo quien suprimió 1888 —confesó la orgullosa Ada—. Pero, por lo que respecta al hombre que se ve detrás de Blanche en esa foto, te juro, te lo juro solemnemente, que no era, ni ha sido nunca para mí más que un perfecto extraño.

—Tanto mejor para él —dijo Van—. De todos modos, eso apenas tiene importancia. Es todo nuestro pasado lo que ha sido caricaturizado y condenado. Pensándolo bien, no escribiré esa crónica familiar. Y, por cierto, ¿dónde estará ahora mí pobre Blanche?

—Está perfectamente y sigue allí. Quizá no sepas que regresó después de marcharte tú. Se casó con nuestro cochero ruso, el que remplazó a Bengal Ben, como le llamaban los otros criados.

—¿De veras? Es delicioso. Señora de Trofim Fartukov. Nunca lo hubiera imaginado.

—Tienen un hijo ciego —rdijo Ada.

—El amor es ciego —comentó Van.

—Me contó que te metiste con ella la primera mañana de tu estancia en Ardis.

—Episodio no ilustrado por Kim —dijo Van—. Y su hijo ¿será siempre ciego? Quiero decir... ¿les habéis buscado un médico de verdadera categoría?

—Seguirá ciego irremediablemente Pero, a propósito del amor y sus mitos, ¿te nas dado cuenta —porque yo misma no me la di en absoluto hasta que hablé con Blanche hace un par de años —de que toda la gente que rodeaba nuestra aventura tenía unos buenos ojos? Olvidemos a Kim, que no es más que el bufón inevitable, pero no sé si te das cuenta de que se creó una verdadera leyenda en torno a nosotros mientras gozábamos y nos hacíamos el amor.

Ada repitió no sé cuántas veces (como si quisiese salvar al pasado de la trivialidad prosaica del álbum) que, sin que ellos lo supieran, su primer verano en los huertos y los orquidarios de Ardis había llegado a ser un credo y un secreto sagrado entre los habitantes de los contornos. Las criadas de inclinaciones novelescas, cuyas lecturas se reducían a Gwen de Vere y Klara Mertvago, adoraban a Van, adoraban a Ada, adoraban sus ardores entre los árboles de Ardis. Y los galanes de aquellas muchachas, cuando tocaban una balada en la lira rusa de siete cuerdas, a la sombra de los racemosos en flor o en las viejas rosaledas (mientras las ventanas de Ardis Hall iban apagándose una a una), añadían versos nuevos —ingenuos, horteras, pero salidos del corazón —a los antiguos refranes de los romances populares. Los funcionarios de policía de natural excéntrico se dejaban ganar por el prestigio del incesto. Había jardineros que parafraseaban esas iridiscentes poesías persas que celebran el riego y las Cuatro Flechas del Amor, y vigilantes nocturnos que combatían el insomnio y el resquemor de la gonorrea con las armas de Las aventuras de Vaniada. En las laderas de las lejanas colinas, los pastores perdonados por el rayo se valían de sus trompas gigantescas como de trompetillas acústicas para captar las coplas que se cantaban en Ladore. En los palacios enlosados de mármol, las castellanas vírgenes atizaban sus llamas solitarias abanicándose con el romance de Van. Y vendría otro siglo, y la fábula iluminada duplicaría su esplendor con los toques cada vez más ricos de los pinceles del tiempo.

—Todo lo cual significa —concluyó Van —que nuestra situación es absolutamente desesperada.

VIII

Conocedor de lo mucho que gustaban sus hermanas de la cocina y los espectáculos rusos, Van las llevó a comer, la noche del sábado siguiente, al mejor restaurante franco-estoniano de Manhattan Major, el Ursus. Ambas bellas llevaban los trajes de noche muy cortos y escotados que Vass presentaba como el «espejismo» de la temporada (para emplear la palabra de la temporada). El de Ada era de un negro vaporoso, y el de Lucette de un brillante verde cantárida. El rojo de labios de la una era el eco (en tono, pero no en matiz) del de la otra. Llevaban los párpados pintados en ei estilo «ave-del-paraíso sorprendida» que estaba de moda en Los, lo mismo que en Lute. A los tres Veen, los hijos de Venus, les iban bien las metáforas híbridas y las palabras de doble sentido.

El ukha, el chashlik, el ai, eran éxitos fáciles y familiares, pero la presencia de una contralto de Lyaska y de un bajo de Banff, famosos intérpretes de «romances» rusos, con un toque de enternecedoras tziganchchinade Glinka y Grigoriev, dieron a la velada una nota de extraordinaria calidad. Y también estaba Flora, la frágil Flora, bailarina de music-hallcasi impúber y casi desnuda, de origen incierto (¿rumana? ¿romana? ¿ramseyana?), cuyos inefables servicios había pagado Van a menudo en el curso del otoño anterior.

Como un perfecto «hombre de mundo», Van asistió a la exhibición de sus encantadores talentos con suave indiferencia (demasiado suave, tal vez), pero es indudable que el espectáculo añadió un secreto condimento a la excitación erótica que hormigueaba en él desde el instante en que sus dos bellas acompañantes se habían quitado los abrigos de pieles y se habían expuesto a su vista bajo la rutilante luz de la fiesta. Y aquella emoción era más bien intensificada por la conciencia (cuidadosamente perfilada, por debajo de unas anteojeras transparentes) de la desconfianza celosa, intuitiva y furtiva, con que Ada y Lucette espiaban, sin sonreír, las reacciones de su fisonomía a la discreta expresión de complicidad profesional que aparecía, cada vez que la danza la acercaba a él, en la cara de la blyaduchka(putilla); pues ése era el nombre, pronunciado con tono de mal fingida indiferencia, con que nuestras chicas se referían a Flora, la cual, dicho sea de paso, era muy cara y perfectamente exquisita. Pero pronto los prolongados sollozos de los violines empezaron a impresionar y casi estrangular a Ada y Van, romántico condicionamiento juvenil que, en un momento dado, obligó a Ada a dejar la sala, llorosa, para ir a ponerse polvos en la nariz, mientras Van se levantaba con un sollozo espasmódico que maldijo mil veces, pero no supo refrenar.

Volvió a atender a su comida y acarició cruelmente el brazo de pelusa de albaricoque de Lucette, la cual dijo entonces en ruso:

—Estoy borracha y todo lo que se quiera, pero hay una cosa que adoro ( obozhayu), adoro, adoro, adoro más que a la vida, y eres tú, tú ( tebya, tebya). Estoy enferma de ti, de un modo insoportable ( ya tosku-yu po tebe nevinosimo). Sé bueno, no me dejes beber ( hlestat) más champaña, no sólo porque saltaré al río Goodson si desespero de que seas mío, no sólo a causa de esa cosa física, de esa cosa roja (¡pensar que casi te arrancaron el corazón, mi pobre dushen'kaquerido, más que querido!), me pareció que de veinte centímetros...