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—Diecinueve —murmuró el modesto Van, al que la música no dejaba oír bien.

—...sino porque tú eres Van, todo Van y nada más que Van, piel y cicatriz, la única verdad de nuestra única vida, de mivida maldita, Van, Van, Van.

Al llegar ahí, Van se levantó de nuevo: agitando con elegancia un abanico negro, Ada regresaba escoltada por cientos de miradas, mientras corrían sobre las teclas los primeros compases de un romance (sobre el glorioso Siyala noch’de Fet) y el bajo tosía «a la rusa», sobre el puño, antes de comenzar.

Noche radiante. Jardín lleno de luna. Rayos

prosternados a nuestros pies. En el salón sin luz

un gran piano está abierto... y sus cuerdas vibran

como nuestros corazones siguiendo la canción.

Después, Banoffski se lanzó a los grandes anfíbracos de M. I. Glinka (Mihail Ivanovich fue huésped de Ardis durante un verano, cuando su tío vivía aún; se había conservado el banco verde donde se decía que el músico solía sentarse, bajo las robinias, enjugándose su vasta frente).

¡Cálmate, pasión desgarradora...!

Otros cantores sucedieron al primero y los romances fueron haciéndose cada vez más tristes; «Los dulces besos han sido olvidados», «Fue al comenzar la primavera, la hierba apenas brotaba», «¡Cuántos cantos he oído en mi tierra natal! Unos eran de dolor, otros de alegría», y la balada falsamente popular:

Una roca musgosa se alza por encima

de un gran río, el Ross de los tártaros...

y una serie de elegías viajeras, como, por ejemplo, aquélla en que la campanilla de un antiguo vehículo acompaña la canción del cochero:

La esquila suena, monótona,

sobre el camino lleno de polvo...

o este viejo canto de soldado, en el que alienta un genio realmente! singular:

Nadejda, volveré contigo

cuando suene la hora de la retirada...

o los únicos versos líricos verdaderamente memorables de Turgueniev, que comienzan:

El alba nebulosa, ahogada en gris,

tristes campos segados bajo un manto de nieve...

y, naturalmente, el célebre canto para guitarra, pseudo zíngaro, compuesto por Apollon Grigoriev (otro amigo del tío Iván):

¡Oh, tú, al menos háblame

compañera septicorde!

La luna y el dolor llenan

mi corazón hasta el borde.

—Confieso que nos hemos saciado de luz de luna y de souffléde fresas... Y temo mucho que este último no haya «subido» a la altura de las circunstancias —dijo Ada, en su más afectado estilo de señorita de novela de Austen—. Vámonos a la cama. ¿Has visto nuestra inmensa cama, pequeña? Mira, nuestro caballero está bostezando hasta to declench his masher(argot vulgar de Ladore).

—¡Oh, sí (ascensión al Monte Bostezo), sí, es verdad! —reconoció Van, dejando de palpar la aterciopelada mejilla de su melocotón de Cupido, que había manoseado, pero no catado.

El maître, el sommelier, el chachlikman, y una multitud de camareros habían quedado pasmados por las cantidades de zernistaya ikray de aiconsumidas por los tres Veen de vaporoso aspecto, y fijaban ahora un ojo de múltiples facetas en la bandeja en que devolvían a Van monedas de oro y billetes de banco.

—¿Cómo es posible? —preguntó Lúcete, besando a Ada en la me— jilla en el momento en que se levanaron a la vez (y sus brazos, por detrás de la espalda, ejecutaban gestos natatorios en busca de los abrigos, que debían haber sido encerrados en algún remoto lugar del establecimiento)— ¿cómo es posible que la primera canción, Uzh gasli v komnatah ogni, y su perfume de rosas te hayan conmovido más que tu Fet favorito y esa otra del corneta?

—También Van se ha conmovido —respondió herméticamente Ada antes de rozar con los labios nuevamente pintados de rojo la más caprichosa peca de una Lucette bastante bebida.

Despreocupadamente, de un modo meramente táctil, como si acabara de conocer a aquellas dos Gracias de gestos lentos y caderas vacilantes, y mientras las dirigía hacia la salida (para recoger los abrigos de chinchilla de manos de otra numerosa cohorte solícita, injustamente, inexplicablemente impecune, que se precipitaba ante ellos), Van colocó una mano —la izquierda —en la larga espalda desnuda de Ada y la otra en la espina dorsal de Lucette, igualmente desnuda e igualmente larga (¿había pensado ésta en el sexo o en el plexo? Lapso de labios balbucientes). Despreocupadamente, destiló y degustó la primera sensación, y luego la segunda. La ensilladura de su amante era de marfil ardiente, la de Lucette suavemente vellosa y húmeda. También él había bebido lo suyo: cuatro de un total de seis botellas de champaña, menos un culito, un rizzom, como decían en Chose. Caminando tras los azulados abrigos de pieles, se olió la mano derecha, antes de ponerse los guantes.

—Oye, Veen —relinchó una voz muy cercana (no faltaban los libertinos en las cercanías)—, ¿no te harán falta las dos, ¿verdad?

Van se volvió, dispuesto a abofetear al grosero, pero éste no era sino Flora, terrible bromista y excelente imitadora. Van trató de darle un billete de banco, pero ella huyó, entre cariñosos guiños de despedida de sus brazaletes y de las estrellas de sus pechos.

Apenas habían sido devueltos a casa por Edmund (no por Edmond, quien, por razones de seguridad —conocía a Ada— había sido enviado a Kingston), cuando Ada infló las mejillas, desorbitó los ojos y corrió hacia el cuarto de baño de Van. El suyo había sido cedido a la tambaleante invitada. Van, que se encontraba en una posición geográfica algo más próxima que la de la hermana mayor, tuvo que recurrir a las modestas comodidades de una tercera vessie(pronunciación canadiente de W.C.) contigua a su habitación, a la que honró con un hermoso y prolongado chorro. Van se quitó la corbata y la chaqueta del smoking, se desabotonó el cuello de la camisa de seda y quedó un momento inmóvil, en una actitud de dura viriclass="underline" más allá de su habitación y del saloncito, Ada hacía correr el agua del baño; un ritmo de guitarra recientemente oído se adaptaba al ruido del grifo, acuáticamente(una de las pocas ocasiones en que Van se acordó de ella y de las palabras perfectamente normales que dijera en su último sanatorio de Agavia).

Se pasó la lengua por los labios resecos, se aclaró la garganta y optando, finalmente, por matar dos pájaros de un tiro, se dirigió hacia el otro extremo —el extremo sur— de su apartamento, pasando por la salita y el comedero (siempre tendemos a hablar un poco al estilo Canadia cuando estamos bebidos). En la habitación de invitados encontró a Lucette, vuelta de espaldas y en plena operación de meterse por la cabeza un camisón verde pálido. Al contemplar sus caderas estrechas y desnudas, nuestro miserable libertino no pudo por menos de conmoverse ante la simetría ideal de aquellos exquisitos hoyuelos gemelos que solamente los más acabados cuerpos jóvenes poseen encima de las nalgas, en el sagrado cinturón de la belleza. ¡Oh, eran todavía más perfectos que los de Ada! Afortunadamente, ella se volvió, se alisó los rojos bucles que había descompuesto el camisón y el borde de éste cayó hasta la altura de las rodillas.