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—¡Abre los brazos, tonta! —ordenó Ada, rechazando vivamente con el pie la sábana que cubría en parte las seis piernas. Al mismo tiempo, y sin volver la cabeza, apartó de un talonazo al sinuoso que la atacaba por la espalda, mientras que su otra mano ejecutaba pases mágicos sobre los senos menudos pero bien hechos, espejeantes de sudor, y sobre el vientre plano y palpitante de una ninfa de las arenas, y más abajo, hasta el pájaro de fuego que Van había descubierto un día, y que ahora, provisto de todas sus plumas, no era menos fascinante, a su manera, que el cuervo azul de la favorita. ¡Hechicera! ¡Acrasia!

Lo que ahora se ofrece a nuestros ojos no corresponde tanto a una situación casanoviana (este jinete de doble montura tenía un pincel decididamente monocromático, en la línea de las Memoriasde la época, poco colorista) como a un cuadro mucho más antiguo de la escuela veneciana (en sentido amplio), reproducido (en las «Obras Maestras Prohibidas») con suficiente habilidad para rivalizar con el examen minucioso de un buriel observado a vista de pájaro.

Consideremos la imagen que nos habría reexpedido el espejo celeste ingenuamente imaginado por Eric en sus sueños de libertinaje (en realidad, este lugar cenital está hundido en una sombra opaca, porque las cortinas están todavía echadas e impiden la entrada de la luz gris de la mañana). Descubrimos la gran isla del lecho iluminado a nuestra izquierda (la derecha de Lucette) por una lámpara que arde con una incandescencia murmurante en la mesilla situada al oeste de la cama. La sábana de arriba y la colcha yacen en desorden al sur de la isla, no protegido por ningún dique y desde el cual el ojo que acaba de ganar la orilla sube hacia el norte para explorar el lugar. Encuentra en primer plano las piernas, abiertas a la fuerza, de la más joven de las Veen. Una nota de rocío en el muslo rojizo va a encontrar pronto una respuesta estilística en la lágrima agua-marina que cae en el ardiente pómulo. Una nueva excursión, desde el puerto hacia el interior, nos hace descubrir el muslo izquierdo, largo y blanco, de la joven que está en el centro. Visitamos los tenderetes de recuerdos: las garras lacadas en rojo de Ada, que conducen de este a oeste, de la penumbra al rojo brillante, la mano de un hombre discretamente renuente y perdonablemente vencido al final, y los fuegos de su collar de diamantes que, para los efectos, no es mucho más valioso que las aguamarinas que se ven brillar al otro lado (oeste) de la calle Novelty Novel. El desnudo masculino de la cicatriz, que ocupa la costa oriental de la isla, está medio en sombras, y es, en conjunto, menos interesante, aunque su grado de excitación supera en mucho lo que es bueno para él y para cierto tipo de turistas. La pared recientemente reempapelada que se encuentra inmediatamente al oeste de la lámpara de doroceno (la cual, et pour cause, murmura ahora con más fuerza que hace un momento), está ornamentada, en honor de la bella del centro, con madreselvas peruanas visitadas (no sólo a causa del aroma de su néctar, mucho me lo temo, sino también de los bichitos ocultos entre las hojas) por maravillosos colibríes del género Loddigesia; sobre la mesa de noche de aquel lado se ve una vulgar caja de cerillas, una karavanchikde cigarrillos, un cenicero del Mónaco, un ejemplar del pobre cuento de miedo de Voltemand, y una orquídea, Oncidium luridon, en un jarroncito de amatista. La mesilla del lado opuesto soporta una lámpara idéntica, de gran potencia, pero apagada; un dorófono, una caja de Wipex, una lupa, el álbum de Ardis y una separata de un ensayo del doctor Anbury (gracioso seudónimo del joven Rattner) De la música suave considerada como causa de los tumores cerebrales. Los sonidos tienen colores; los colores, perfumes. La llama del ámbar de Lucette atraviesa la noche del olor y del ardor de Ada, y se detiene en el umbral del macho cabrío de lavanda de Van. Diez largos dedos ansiosos, perversos, amantes, pertenecientes a dos jóvenes demonios, acarician a su compañerita, que ha quedado reducida a su merced. Con su larga cabellera negra, Ada roza accidentalmente la bibelot local que tiene en su mano izquierda, tan orgullosa de su adquisición que no puede por menos de comprobar su funcionamiento. Sin firmar y sin recuadrar.

La información nos parece casi completa (porque la bagatela mágica no tardó en licuarse y Lucette recogió el camisón y huyó corriendo a su cuarto). No era más que una de esas tiendas en las que los dedos del joyero tienen una dulce manera de resaltar el carácter precioso de una joya mediante un movimiento que recuerda el modo en que se frotan una con otra las alas posteriores de una licénida posada, o el deslizamiento ingrávido del pulgar de un prestidigitador sobre la moneda que disuelve; pero es en esa clase de tiendas donde el cuadro anónimo atribuido a Grillo o a Obieto, caprichosamente o con propósito deliberado, Obero Unterart, se deja descubrir por el artista fisgón.

—¡Es terriblemente nerviosa, pobre chica! —dijo Ada, extendiendo el brazo por encima de Van hacia la caja de Wipex—. Ahora puedes hacer que suban el desayuno, a menos... ¡Oh, qué agradable espectáculo! Mis felicitaciones. Nunca he visto un hombre que se rehaga tan pronto.

—Ya me lo han dicho decenas de guayabos y centenares de putas más expertas que la futura señora Vinelander.

—Quizá yo no sea ya tan brillante como era —dijo tristemente Ada—, pero conozco a alguien que no es simplemente una puta, sino también una mofeta, y es Córdula Tabaco, alias Madame Perwitsky. Leo en el periódico de esta mañana que, en Francia, el noventa y nueve por ciento de los gatos mueren de cáncer. No sé cuál será la situación entre los sármatas, el país de los gatos malolientes.

Algún tiempo después, Van adoró [ ¡Sic!Editor] el hojaldre del Mónaco. Pero Lucette no reapareció y, cuando Ada, siempre adornada por sus diamantes (señal de que aún necesitaba al menos un caroVan y un Camel antes de darse el baño matutino), fue a mirar en la habitación de invitados, descubrió que la maleta blanca y las pieles azules habían desaparecido. Una nota garabateada con Máscara Verde de Arlen estaba sobre la almohada, sujeta por un alfiler.

Una noche más, y me vuelvo loca. Voy a Verma un par de semanas, a esquiar con otras pobres larvas peludas. La desdichada

Poor L.

Van se dirigió a un atril monástico que se había comprado para por escribir en la posición vertical del pensamiento vertebrado, y escribió lo siguiente:

Pobre L.:

Lamentamos que te hayas marchado tan pronto, y todavía lamentamos más haber llevado a nuestra Esmeralda, a nuestra sirena, a esas desvergonzadas travesuras. Nunca más haremos contigo esa clase de juegos, querido pájaro de fuego. Perdónanos. Los recuerdos, las brasas y las membranas de la belleza hacen perder la cabeza a los artistas y a los cretinos. Pilotos de formidables aeronaves, y hasta cocheros groseros y malolientes, enloquecen por unos ojos verdes y unos rizos de cobre. Queríamos admirarte y divertirte, A.D.P. (ave del paraíso). Hemos ido demasiado lejos. Yo, Van, he ido demasiado lejos. Lamentamos esa escena vergonzosa, aunque fundamentalmente inocente. Destruye y olvida.

Tiernamente tuyos, A. & V. (por orden alfabético).

—Yo llamaría a eso una niñería pomposa y puritana —dijo Ada inclinada sobre la carta de Van— ¿Por qué pedirle «perdón» por haberle proporcionado la experiencia de un pequeño y delicioso espasmo? Yo la quiero mucho, y nunca te permitiría que le hicieras daño. Es curioso, ¿sabes?: hay algo en el tono de tu carta que hace que me sienta verdaderamente celosa por primera vez en mi vida. Van, Van, algún día, en alguna parte, después de un baño de sol o de un baile, te acostarás con ella, Van.