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—A menos que hayas agotado tu provisión de filtros de amor. ¿Me permites que le envíe esta carta?

—Sí... pero añadiré unas líneas de posdata:

La declaración anterior es obra de Van y la firmo de mala gana Es pomposa y puritana. Te adoro, pequeña, y nunca le permitiré que te haga daño, ni como hermano ni como loco. Cuando estés harta de Queen, ¿por qué no te vas a Holanda o a Italia?

A.

—Y ahora, salgamos a respirar aire puro —propuso Van—. Haré que ensillen a Pardus y Peg.

—Anoche me reconocieron dos hombres —dijo Ada—. Dos californianos que no se conocen entre sí: ninguno de ellos se atrevió a saludarme, por culpa del «matón» con smokingde seda que me acompañaba pitando amenazadoramente alrededor. Uno de ellos era Anskar, el productor; el otro, que estaba cenando con una fulana, era Paul Whinnier, uno de los amigos londinenses de tu padre. Yo esperaba algo así como que volveríamos a la cama.

—De momento vamos a dar un paseo por el parque —dijo Van, con firmeza; y, antes que nada, hizo llamar a un mensajero dominical para que llevase la carta al hotel de Lucette, o, si ya no estaba allí, a la estación de invierno de Verma.

—Supongo que sabes lo que estás haciendo —dijo Ada.

—Sí —respondió Van.

—Vas a desgarrarle el corazón.

—Ada, querida —exclamó Van—, soy un vacío radiante. Soy el convaleciente que sale de una larga y terrible enfermedad. Tus has vertido lágrimas sobre mi horrible cicatriz, pero desde ahora la vida no va a ser más que amor, y risas, y terrones de azúcar... No puedo apesadumbrarme por los corazones rotos: el mío se ha curado hace demasiado poco. Tú llevarás un velo azul, y yo el bigote postizo que me hace tan parecido a Pierre Legrand, mi maestro de esgrima.

—En el fondo —dijo Ada—, los primos hermanos tienen perfecto derecho a montar a caballo juntos, e incluso a bailar, o a patinar, si tienen gana. Después de todo, ser primos hermanos es casi como ser hermanos. El aire está azul, helado, inmóvil.

Pronto estuvo dispuesta. Se besaron tiernamente en el rellano, entre la escalera y el ascensor, y se separaron para bajar.

—¡Torre! —murmuró Ada, en respuesta a la mirada interrogadora de Van, igual que contestaba a la misma en las mañanas de miel de otros tiempos, cuando hacían la estimación de su felicidad—. ¿Y tú?

—Un verdadero zigurat.

IX

Después de algunas investigaciones descubrieron un cine pequeño especializado en Colored Westerns (es así como solía llamarse a esos desiertos del no-arte), que ofrecía la reposición de Los jóvenes y los condenados(1890). ¡No era sino la última degeneración en que habían caído Les Enfants Maudits(1887) de Mlle. Larivière! Ésta había imaginado en su guión un castillo francés y dos adolescentes que envenenaban a su madre, viuda culpable de haber seducido a un joven vecino, amante de uno de los gemelos. La autora ya había hecho muchas concesiones a la libertad de los tiempos y a la mentalidad retorcida de los guionistas, pero tanto ella como la protagonista desaprobaron el resultado final de los múltiples falseamientos a que el argumento fue sometido hasta que se convirtió en la historia de un asesinato en Arizona. La víctima era ahora un viudo que pretendía casarse con una prostituta alcohólica, papel que Marina, muy sensatamente, se negó a interpretar. Pero la pobre Ada no renunció al suyo, bastante insignificante: una escena de diez minutos en una taberna de carretera. Durante los ensayos tenía la impresión de que no hacía demasiado mal de camarera serpentina... hasta el día en que el director le dijo que se movía como un dromedario. No se había dignado ver el producto terminado y no tenía muchas ganas de que Van la viese, pero éste le recordó que el propio director, G. A. Vronsky, le había dicho que era lo bastante bonita para hacer algún día de doble de Lenore Colline, la cual, a los veinte años, tenía la misma seductora torpeza, y arqueaba y encogía los hombros igual que lo hada Ada al atravesar una habitación. Después de haber soportado un cortometraje preliminar, llegaron finalmente a Los jóvenes y los condenadossólo para descubrir que la escena de la camarera en la secuencia de la taberna había sido cortada... salvo la sombra inconfundible de un codo de Ada, según Van tuvo la gentileza de afirmar.

A la mañana siguiente, en el saloncito del diván negro con cojines amarillos y la ventana salediza de cierre hermético cuyos cristales nuevos Parecían agrandar los copos de nieve en su caída lenta y vertical (estilizados por una curiosa coincidencia en la portada del último número de Lo bello y la mariposaposado en el alféizar), Ada hablaba de su «carrera teatral». El tema debatido asqueaba en secreto a Van (en tal medida que por contraste, la pasión de Ada por la historia natural adquiría a sus ojos un esplendor nostálgico). Para él, la palabra escrita no existía más que en su abstracta pureza, en su irrepetible llamada a un espíritu igualmente ideal. Pertenecía en exclusiva a su creador y (contrariamente a lo que sostenía Ada) no podía ser pronunciada o representada por un mimo sin que, ipso facto, un espíritu extraño destruyera al artista, de una puñalada mortal, en el mismísimo antro de su arte. Una obra escrita era intrínsecamente superior a la mejor de las representaciones, aun cuando el mismo autor hubiera dirigido personalmente su puesta en escena. Por lo demás, Van coincidía con Ada en que la pantalla sonora era ciertamente preferible al teatro en vivo, por la sencilla razón de que permitía al director alcanzar y mantener sus propias normas de perfección durante un número ilimitado de representaciones.

Ninguno de los dos tenía en cuenta las separaciones que la vida profesional de Ada podría exigir. Ninguno de los dos consideraba la posibilidad de viajar juntos con un destino expuesto a los cien ojos de Argos, de vivir juntos en Hollywood, U.S.A., en Ivydell, Inglaterra, o incluso en el Hotel Cohnritz (ese blanco palacio de azúcar) de El Cairo. A decir verdad, no se imaginaban otra forma de existencia que aquel cuadro viviente que componían en aquel instante bajo el bello cielo azul paloma de Manhattan.

A los catorce años Ada había tenido la convicción de que subiría en vuelo de cohete al cielo de las estrellas, para estallar allí, con un gran estampido, en triunfales lágrimas prismáticas. Estudió en escuelas especializadas. Actrices de talento, pero que no habían conocido el éxito, y el propio Stan Slavsky (sin vínculo de parentesco, aunque tampoco se trataba de mTñombrecle teatro) le habían dado lecciones particulares de arte dramático, de desesperación, de esperanza. Su debut fue un pequeño desastre que pasó inadvertido. Sus posteriores apariciones sólo fueron aplaudidas por los amigos íntimos.

—Nuestro primer amor —dijo a Van —es la primera ovación de una sala puesta en pie, y es estolo que hace a los grandes artistas. Así me lo han asegurado Stan y su amiguita, que hizo el papel de Miss Spangle Triangle en Flyings Rings. Aunque la verdadera consagración puede no llegar hasta la última corona.

—Música celestial —dijo Van.

—Precisamente, a él también le abuchearon los reventadores, en Amsterdams muchos más antiguos, y mira dónde estamos después de tres siglos: no hay cachorro de grupo popque no le copie. Todavía creo que tengo talento, pero quién sabe si, en el fondo, no estoy confundiendo el enfoque correcto con el talento, que se burla de las reglas deducidas del arte pretérito.