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—Bueno, al menos sabes eso —dijo Van —; y lo has explicado por extenso en una de tus cartas.

—Me parece, por ejemplo, haber oído siempre que el actor no debe poner el eje de su representación en un «personaje», ni en un «tipo» de tal o cual ralea, ni en las charlatanerías de un tema social, sino exclusivamente en la poesía subjetiva y única del autor, porque los dramaturgos (como lo ha evidenciado el más grande de ellos) están más cerca de los poetas que de los novelistas. En la vida «real» somos criaturas de azar, sumergidas en un vacío absoluto, a menos, naturalmente, que nosotros mismos seamos artistas; pero en una buena comedia yo me siento protegida por el autor, aceptada por el tribunal censor, me siento segura, sjn otra cosa ante mí que esa total oscuridad que respira (en lugar de nuestro Tiempo de Cuatro Muros), me siento rodeada por los brazos de un Will perplejo (que creía que yo era tú) o de un Anton Pavlovich (cuyos gustos son mucho más normales y que siempre ha estado apasionadamente enamorado de los largos cabellos negros).

También eso me lo escribiste una vez.

Los comienzos de la carrera de Ada, en 1891, coincidieron con el final de la de su madre, que había durado veinticinco años. Y lo que es más, ambas interpretaron la misma obra, Las cuatro hermanasde Chejov. Ada hacía de Irina en el modesto escenario de la Academia de Arte Dramático de Yakima, en una versión algo abreviada en la que el personaje de la hermana Varvara, la locuaz originalka(«excéntrica», como la llama Marsha), sólo era dada a conocer mediante las alusiones de los demás personajes, pero sus escenas habían sido suprimidas, de modo que la obra debía haber llevado el título de Las tres hermanas(que, de hecho, ya le asignó el más ingenioso de los críticos locales). Era justamente el papel de la religiosa (notablemente ampliado) el que Marina representaba en una adaptación cinematográfica muy lamida de la obra de Chejov: la película y la Durmanova fueron celebradas por un concierto de alabanzas no demasiado merecidas.

—Desde que decidí subir a las tablas —dijo Ada (aquí nos servimos de sus notas) —me sentí obsesionada por el fantasma de la mediocridad de Marina; juzgaba yo por la actitud de la crítica, que unas veces fingía ignorarla y otras la enviaba a la fosa común. Cuando su papel era lo suficientemente importante para que no pudiesen silenciarlo, la gama de los calificativos iba desde «inerte» hasta «sensible» (el más elogioso cumplido que merecieron sus interpretaciones). Y en el momento más delicado de micarrera, ella hacía fotocopiar, para enviarlos a amigos y enemigos, comentarios exasperantes como: «la Durmanova está soberbia en el papel de la monja neurótica; ha conseguido convertir un papel esencialmente episódico y estático en» etc., etc., etc. Naturalmente, el cine no plantea problemas de lenguaje (Van se tragó, más que reprimió, un bostezo). Marina y tres de sus colegas no tenían ninguna necesidad del excelente doblaje que se proporcionó a los otros actores, desconocedores de la lengua de Chejov. Pero nuestro pobre espectáculo de Yakima sólo podía contar con dos auténticos rusos, Altshuler, el protegido de Stan, en el papel del barón Nikolai Lvovich Tuzenbach-Krone-Altschaeur, y yo misma, en el de Irina, la pauvre et noble enfant, que es telegrafista en el primer acto, secretaria de un ayuntamiento en el segundo y maestra de escuela al final de la obra. Todo el resto no era más que una macedonia de acentos inglés, francés, italiano. A propósito, ¿cómo se dice «ventana» en italiano?

—Finestra, sestra —dijo Van, imitando a un apuntador loco.

«Irina (sollozando): ¿A dónde se ha ido todo, a dónde? ¡Oh, Dios mío. Dios mío! Lo he olvidado todo, todo. Todo se confunde en mi mente... ¡Ni siquiera sé cómo se dice "techo" o "ventana" en italiano!

—No. «Ventana» precede a «techo» en ese parlamento. Ella empieza por mirar a su alrededor, y luego alza los ojos: es el movimiento natural del pensamiento.

—Sí, eso es. Luchando todavía con «ventana», levanta los ojos y tropieza con el no menos enigmático «techo». En realidad, estoy segura de haber representado esa escena de acuerdo con tu interpretación psicológica. Pero, ¿qué importa eso, qué importabaeso? Nuestra representación fue perfectamente detestable, mi barón acertaba, todo lo más, una línea sí y otra no. Pero Marina... Marina estaba maravillosaen su universo de sombras. «Diez años, y otro más, han pasado ya desde que dejé Moscú...» (Ada, que hace ahora de Varvara, imita ese «tono de salmodia devota» — pevuchii ton bogomolki— indicado por Chejov y logrado por Marina con irritante perfección.) «Ahora, la vieja calle Basmannaia, donde tú naciste (volviéndose a Irina) hace una veintena de añitos ( godkov), se ha convertido en esta Busman Road bordeaba a ambos lados por talleres y garajes (Irina se esfuerza en contener las lágrimas). Entonces, ¿por qué querrías volver, Arinuchka? (Irina contesta con un sollozo).» Por supuesto, como habría hecho cualquier buen actor, mamá, Dios la bendiga, improvisaba un poco. Y además, su voz, su joven voz rusa y melodiosa, ha sido sustituida por el vulgar inglés dublinés de Lenore.

Van había visto la película y le había gustado. La actriz irlandesa Lenore Colline, infinitamente graciosa y melancólica

Oh, qui me rendra ma colline,

et le grand chêne, and my colleen!

había hecho que se le abriera el corazón, tanto se parecía a una foto de Ada Ardis junto a su madre, en Belladonna, una revista de cine que Greg Erminin le había enviado, pensando que le encantaría ver a su tía y a su prima fotografiadas juntas en un patio californiano, en vísperas del estreno de la película. En el primer acto, la hija mayor del difunto general Serguei Prozorov, Varvara, procedente de su lejano convento o Tsitsikar, llega a Perm (llamada también Permaceti), ciudad situada en la aislada región de la Bahía de Akimsk, en Canadia septentrional, para tomar el té con Olga, Macha e Irina en la onomástica de esta última. Para consternación de la monja, sus tres hermanas sólo piensan en una cosa: dejar la húmeda y fría «Permanente» (como la llama, por burla, Irina) y sus nubes de mosquitos —por lo demás, el lugar más encantador y tranquilo del mundo— para ir a darse la gran vida en Moscú, Idaho, remota y pecadora ciudad, que fue la primera capital de Estocilandia. En la primera edición de su drama (que nunca logró del todo ese suave suspiro que caracteriza las obras maestras), Tchechoff (como él mismo escribía su nombre aquel año, en la execrable pensión rusa del número 2 de la calle Gounod, Niza, acumulaba en las dos breves páginas de una ridícula escena expositoria toda la información que deseaba soltar, grandes masas de recuerdos y de fechas cuyo peso eran incapaces de soportar los frágiles hombros de las tres desventuradas estocianas. Más tarde redistribuyó aquel lote informativo en una escena mucho más larga, y la llegada de la cuarta hermana, la monachka Varvara, le dio ocasión de vaciar en el diálogo todo lo que se necesitaba para satisfacer la insaciable curiosidad de los espectadores. Fue una prueba de su habilidad de dramaturgo. Desgraciadamente, como tantas veces ocurre cuando el autor introduce un personaje con la única intención de que le saque de un apuro, la monja prolonga su visita, y hasta el tercer acto (el penúltimo) no conseguirá el autor devolverla a su convento.

—Supongo —dijo Van, buen conocedor de su amiga —que no habrás pedido a Marina que te enseñase algún truco para la interpretación de Irina.

—Desde luego que no. Habríamos acabado peleándonos. Sus consejos me han exasperado siempre, por sarcásticos y ofensivos. He visto madres-pájaro que se enfurecen o se burlan neuróticamente cuando sus pobres pequeños, a los que ni siquiera les ha salido la cola, no aprenden a volar en seguida. Es algo que conozco demasiado. Por cierto, éste es el programa de mipequeño fracaso.