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Van recorrió con la mirada la lista de actores y reparó en dos detalles divertidos: el papel del oficial de artillería Fedotik (cuyo atributo cómico consiste en un aparato fotográfico cuyo disparador hace funcionar constantemente), había sido confiado a un tal «Kim (diminutivo de Yakim) Eskimossoff», mientras que el denominado John Stornin hacía el personaje de Skvortsov (testigo en el duelo bastante irregular del último acto), cuyo nombre deriva de skvorets, estornino. Cuando Van hizo esta última observación, Ada se sonrojó, según sus hábitos del Viejo Mundo.

—Sí —dijo—. Era un muchacho encantador; flirteamos un poco, pero la tensión y los conflictos de la bisexualidad eran excesivos para éclass="underline" había sido, desde la pubertad, el puerulusde un maestro de ballet, el gordo Dangleleaf. Acabó suiciándose. Ya ves («el rubor de sus mejillas había ahora dado paso a una palidez mate») que no te oculto ni una sola mancha de lo que rima con «Perm».

—Ya lo veo. Y Yakim...

—¡Oh, Yakim no era nada para mí!

—No es eso lo que quiero decir. Yakim al menos no hizo (como su homónimo) una foto del que era tu hermano en la comedia abrazando a su amiguita. Interpretada por Alba del Aire.

—No estoy segura. Creo recordar que nuestro director no desdeñaba algún intermedio cómico, de comic relief.

—Alba «en robe rose et verte», al final del primer acto.

—Creo que hubo un escape entre bastidores y algún eco de franco regocijo en la sala. Todo lo que tenía que hacer el pobre Estornino era gritar «¡ohé!» desde una barca en el Kama, para invitar a mi novio a pasar a la palestra.

Pero volvamos al metaforismo didáctico del amigo de Chejov, el conde Tolstoi.

Todos conocemos los viejos guardarropas de los viejos hoteles de la zona subalpina del Viejo Mundo. En principio, uno abre la puerta con infinitas precauciones, muy lentamente, muy suavemente, con la vana esperanza de ahogar el atroz crujido, el gemido rechinante que la puerta va emitiendo al abrirse. Y luego, se descubre en seguida que cuando se la abre o cierra con celeridad, con un empujón audaz el gozne diabólico es cogido por sorpresa y su grito no viene a turbar nuestro silencio triunfante. A pesar de la exquisita y soberana felicidad que les inundaba y satisfacía (y no queremos hablar solamente de la herida rosa de Eros), Ada y Van sabían que ciertas puertas de la memoria deben permanecer cerradas si no se quiere que su monstruosa queja desgarre hasta el último nervio del alma. Pero si la operación se ejecuta con presteza, si las manchas indelebles sólo son mencionadas entre dos ágiles agudezas, es posible que la fuerza anestésica de la vida atenúe el inolvidable suplicio que podía resultar de la puerta que se abre.

De cuando en cuando Ada ironizaba a propósito de los pecadillos sexuales de Van, aunque generalmente tendía a ignorarlos, como si reivindicase implícitamente, para los pequeños extravíos propios, una tolerancia igual a la suya. Van era más inquisidor, pero no aprendió de sus labios mucho más de lo que ya sabía por sus cartas. Ada atribuía a sus antiguos admiradores todos los defectos que ya conocemos: incompetencia en la tarea, inanidad y nulidad. En cuanto a sí misma, todo lo que tenía que reprocharse eran las fáciles complacencias de la piedad femenina. Los argumentos higiénicos y sanitarios que invocaba herían a Van más de lo que le habría herido la confesión insolente de una apasionada traición. Ada había optado por «trascender» los pecados sensuales de ambos. Para ella, el adjetivo «sensual» designaba lo que no tenía sentido ni alma, y, en consecuencia, nada significaba en el inefable «a partir de ahora» en el que creían tácitamente, tímidamente, los dos jóvenes. Van se esforzaba en acomodarse a la misma línea lógica, pero no conseguía olvidar la vergüenza y el suplicio, ni siquiera cuando alcanzaba las cimas de felicidad que no había conocido en las horas más luminosas que habían precedido a las más sombrías de su pasado.

X

Tomaron muchas precauciones... todas perfectamente inútiles, pues nada puede cambiar el final (escrito y archivado) de este capítulo. Sólo Lucette y la agencia que les remitía las cartas conocían la dirección de Van. Por mediación de una amable dama de honor del banco de Demon, Van supo que su padre no aparecería por Manhattan antes del 30 de marzo. Nunca salían ni volvían juntos, y acordaban un lugar de reunión —la biblioteca o algún mercado— para que sirviese de punto de partida a sus excursiones del día... Y he aquí que la única vez que quebrantaron la regla (Ada se había quedado bloqueada en el ascensor durante unos instantes y Van había bajado demasiado alegremente las escaleras desde su cima común), desembocaron en mitad del campo visual de la anciana señora Erquatre, que pasaba justamente ante la puerta en compañía de su minúsculo y sedoso Yorkshirede largos pelos grises y castaños. El reconocimiento resultó inmediato y completo: la dama conocía a las dos familias desde hacía años y se enteró con interés (de labios de una Ada que cotorreaba más que charlaba) de que Van se encontraba en la ciudad cuando, casualmente, Ada había llegado del oeste, que Marina estaba muy bien, que Demon se encontraba en Méjico o en Oxmice, y que Lenore Colline tenía un perrito igual de adorable, con una igual de adorable raya a lo largo de la espina dorsal. Aquel mismo día (3 de febrero de 1893) Van volvió a untar al ya ahíto portero para que respondiera a toda pregunta que pudiera hacerle cualquier visitante —y sobre todo a una viuda de dentista con perro-oruga —acerca de cualquier Veen, con una breve declaración de absoluta ignorancia. El único personaje que se olvidó de tener en cuenta era la vieja bribona que suele presentarse en figura de esqueleto o de ángel.

El padre de Van acababa de abandonar un Santiago para ir a observar en otro los efectos de un terremoto, cuando el Hospital de Ladore le telegrafió que Dan estaba muñéndose. Partió sobre la marcha para Manhattan, con alas silbantes. Y ojos encendidos. No tenía muchas distracciones en la vida.

En el aeropuerto de la ciudad, blanca a la luz de la luna, que nosotros llamamos Tent y que los marineros de Tobakov, sus constructores, llamaban Palatka, en el norte de Florida (aeropuerto en que unas complicaciones de motor le obligaron a cambiar de avión), Demon pidió una conferencia interurbana y recibió una información exhaustiva de la muerte de Dan, de labios del doctor Nikulin (nieto del gran roedorólogo Kunikulinov... no podemos librarnos de la lechuga). La vida de Daniel Veen había sido una mezcla de lo prêt-à-portery lo grotesco, pero su muerte se engalanó con una veta de arte, porque fue un reflejo (como su primo, y no su médico, supo ver instantáneamente) de su tardía pasión por los cuadros verdaderos o falsos asociados al nombre de Hieronymus Bosch.

Al día siguiente, 5 de febrero, hacia las nueve de la mañana, hora (de invierno) de Manhattan, cuando se dirigía al despacho del notario de Dan y justo en el momento en que se disponía a atravesar la avenida Alexis, Demon vio a una antigua conocida, la señora Erquatre, que avanzaba hacia él por la misma acera, en compañía de su perro faldero. Sin vacilar, Demon descendió de la acera y, como no tenía sombrero que quitarse (no se llevaba sombrero con el impermeable, y, además, acababa de tomar una píldora muy exótica y potente para poder afrontar la prueba del día después de un viaje sin dormir), se limitó —muy adecuadamente— a agitar su esbelto paraguas, luego se acordó, con una inconfundible pincelada de voluptuosidad, de una de las chicas enjuaga-bocas de su difunto esposo, y pasó suavemente ante el caballo cansino de un carro de verduras, lejos de la línea de avance de la señora R4. Pero, precisamente para una tal eventualidad, el destino tenía preparada su alternativa. Cuando Demon pasaba apresuradamente (o, en términos de la píldora, tranquila y reposadamente) ante el Mónaco, donde tantas veces habían comido, se dijo que su hijo (con quien no había podido establecer contacto) seguía quizás compartiendo el penthousede aquel bello inmueble con la insignificante Córdula de Prey. No había subido nunca... ¿O sí? ¿Para una conversación de negocios con Van? ¿En una terraza inundada de sol? ¿Con un drinkopalino? (Había subido, es verdad; pero Córdula no era insignificante... y, además, no estaba.)