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¿Podía ser que estuviese bajo los efectos de alguna fulgurante droga chilena? Aquel torrente era sencillamente incontenible: un espectro solar loco, una paleta parlante...

—...no, no creo que debamos molestar a Ada en su Agavia. Él es... me refiero a Vinelander... descendiente de uno de esos grandes varangianos que derrotaron a los tártaros cobrizos, o a los mongoles rojos, o Dios sabe a quién —que habían vencido, tiempo atrás, a los antiguos Caballeros de Bronce— antes de que nosotros introdujéramos (en el momento adecuado) en la historia de los casinos occidentales nuestra ruleta rusa y el looirlandés.

—Lo siento terriblemente, infinitamente —dijo Van—: la muerte del tío Dan y el estado de agitación en que te encuentras... Pero el café de mi amiga se enfría y no veo la forma de entrar en nuestro dormitorio a trompicones con todos estos chismes.

—Me marcho, me marcho. Después de todo, no nos habíamos visto... ¿desde cuándo? ¿Desde el mes de agosto? En todo caso, espero que será más guapa que la Córdula que tenías antes, voluble hijo mío.

¿Volatina, tal vez? ¿Dragonera? Indudablemente, olía a éter. Por favor, por favor, por favor, ¡márchate!

—¡Mis guantes! ¡Mi capa! Gracias. ¿Puedo utilizar el W.C.? ¿No? Bien, bien, ya encontraré uno en otra parte. Ven en cuanto puedas. Nos reuniremos con Marina en el aeropuerto, hacia las cuatro. Volaremos al velatorio, y...

En ese momento entró Ada. No desnuda... ¡oh, no! Llevaba puesto un salto de cama rosa, para no escandalizar a Valerio, y se cepillaba el cabello tranquilamente, dulce y soñolienta. Cometió el error de exclamar «¡ Bozhe moy!» y retirarse a la penumbra del dormitorio. Todo se perdió en aquella fracción de segundo.

—...o, mejor, venid en seguida los dos... voy a anular mi cita y volver a casa inmediatamente.

Hablaba, o creía hablar, con ese dominio de sí mismo y esa clara elocución que tanto aterrorizaba e hipnotizaba a los pelmazos y los fanfarrones, al corredor voluble o al alumno culpable. Particularmente ahora... cuando todo se había ido al infierno, k chertyam sobach'im, de Jeroen Anthniszoon van Äken, y a los molti aspetti affascinatide su enigmatica arte, como Dan explicaba, con un último suspiro, al doctor Nikulin y a Ia enfermera Bellabestia («Bess»), a la que legó una maleta llena de catangos de museo, y su catéter número dos.

XI

La dragonera había dejado de actuar. Sus efectos secundarios no son agradables, porque a la fatiga física añaden una cierta indigencia de pensamiento, como si todo color se hubiese retirado de la mente. Envuelto en una bata gris, Demon estaba tumbado en un canapé gris en su despacho del tercer piso. Su hijo estaba de pie ante la ventana, de espaldas al silencio. Ada, que había llegado dos minutos antes con Van, esperaba en una habitación del segundo piso con tapizado de damasco. En la fachada de un rascacielos que se elevaba al otro lado de la calle, una ventana estaba abierta exactamente enfrente de la ventana del despacho de Demon Veen: un hombre cubierto con un delantal colocaba un caballete y movía la cabeza a derecha e izquierda en busca del ángulo adecuado.

La primera cosa que dijo Demon fue:

—Insisto en que me mires cuando te hablo.

Van comprendió que la fatídica conversación debía haber comenzado ya en la mente de su padre: éste acababa de pronunciar su advertencia en el tono del que se interrumpe a mitad de una frase para abrir un paréntesis. Van se inclinó ligeramente y tomó asiento.

—Bien, antes de advertirte de esos dos hechos, querría saber desde cuándo este... desde cuando esta... (sin duda quería decir «cuánto tiempo dura esto», o cualquier trivialidad por el estilo, pero todos los fines son siempre triviales: la horca, el aguijón de hierro de la Vieja Doncella de Nuremberg, la bala que uno se dispara en la sien, las últimas palabras que se pronuncian en el flamante Hospital de Ladore, la caída en el vacío desde treinta mil pies de altura por lo que se había creído la puerta de los lavabos del avión, el veneno que le administra a uno la propia esposa, la pizca de hospitalidad que uno espera de un indígena de Crimea, las felicitaciones dirigidas al señor y la señora Vinelander...)

—Pronto hará nueve años —dijo Van—. La seduje en el verano de 1884. Salvo una vez, no volvimos a hacer el amor hasta 1888. Después, tras una larga separación, hemos vivido juntos todo el invierno. En conjunto, he debido poseerla un millar de veces. Ella es toda mi vida.

Un silencio bastante largo, que recordaba el «bache» del interlocutor de escena en una representación teatral, siguió a aquella bien estudiada tirada.

Finalmente hablo Demon:

—Es posible que el segundo hecho te horrorice aún más que el primero. A mí me ha causado muchas más preocupaciones —morales, desde luego, no monetarias —que mis vínculos de parentesco con Ada, de los cuales, por cierto, su madre acabó por informar a Dan, de modo que, en cierto sentido...

Un nuevo silencio, bajo el que corría un hilo de agua subterránea.

—En otra ocasión te hablaré del chantajista Miller... Ahora no, porque es algo demasiado mezquino.

La esposa del doctor Lapiner, condesa de Alp, no se había contentado con abandonar el hogar conyugal en 1871 para vivir con Norbert von Miller, poeta amateur, traductor del ruso en el consulado italiano de Ginebra y traficante profesional de neonegrina, un producto que sólo se encuentra en el Valais; reveló, además, a su amante los detalles melodramáticos del subterfugio que el buen médico había imaginado para hacer un favor a las dos damas. El cosmopolita Norbert hablaba el inglés con un extraño acento, admiraba ilimitadamente a las personas ricas y, cuando mencionaba a alguien, nunca dejaba de precisar que era mooy opulento, palabras que pronunciaba con una especie de delectación idolátrica, mientras se arrellanaba en su butaca y extendía ante él los brazos en actitud de abarcar una invisible fortuna. Tenía la cabeza redonda y totalmente calva, la nariz como el ombligo de un cadáver, las manos muy blancas, muy blandas, muy húmedas y muy cargadas de brillantes gemas. Su amante no tardó en abandonarle. El doctor Lapiner murió en 1872. Más o menos por entonces, el barón se casó con la inocente hija de un posadero y empezó a chantajear a Demon Veen. Aquello duró unos veinte años, hasta el día en que Miller, ya viejo, fue abatido por un policía italiano en una senda fronteriza poco conocida que parecía cada año más abrupta y más fangosa. Por generosidad, o por hábito, Demon continuó abonando a la viuda de Miller —que creía inocentemente que se trataba de un seguro del difunto —la renta trimestral, redondeada a cada nuevo embarazo de la robusta helvética. Demon solía decir que algún día publicaría las aleluyas con las que el chantajista poeta salpimentaba sus cartas:

Mi esposa engorda y yo adelgazo,

trae nueva boca el embarazo.

Sé bueno tú y yo lo seré:

ayuda al gasto del bebé.