No hubo gran cosa digna de ser recordada en aquel primer té. Van advirtió cierta maña de Ada para no enseñar las uñas, una maña que consistía en mantener el puño cerrado o, cuando abría la mano para tomar un bizcocho, hacerlo con la palma vuelta hacia arriba. Todo cuanto su madre decía parecía aburrirla, incomodarla. Cuando Marina empezó a hablar del Tarn, también llamado el Nuevo Embalse, Van se dio cuenta de que Ada no seguía sentada a su lado. Estaba de pie, un poco apartada, ante una ventana abierta y de espaldas a los demás. El perro de cintura de avispa había saltado a una silla y, sobre sus patas abiertas, contemplaba también el jardín, mientras Ada le hablaba a la oreja para preguntarle qué era lo que olfateaba.
—Se ve el Tarn desde la ventana de la biblioteca —dijo Marina—. Ada te enseñará todas las habitaciones de la casa. ¿Ada...? —Marina pronunciaba esta palabra al modo ruso, con la vocal profunda y grave, lo que le daba un sonido parecido al de la palabra inglesa ardor.
—Desde aquí también se puede ver un poco de agua que brilla —dijo Ada, volviendo la cabeza desde su puesto de observación, y, pollice verso, indicó la vista a Van, el cual dejó en la mesa su taza, se secó los labios con una minúscula servilleta bordada que metió en el bolsillo de su pantalón y se aproximó a la morenita de los, brazos pálidos.
Cuando se inclinaba hacia ella (entonces era unas tres pulgadas más alto, y unas seis cuando ella se casó con su ruso de rito ortodoxo, y la sombra de éste, tras ella, sostenía sobre su cabeza la pesada corona nupcial), Ada apartó la cabeza para permitirle que se colocara en el ángulo favorable y sus cabellos le rozaron el cuello. Las primeras veces que Ivan soñó con Ada, la reiteración de aquel contacto tan ligero, tan breve, resultaba siempre superior a sus fuerzas, y, como una espada blandida, desencadenaba la salva que le rendía honores.
—Termina tu té, preciosa —dijo Marina.
En seguida, como Marina había prometido, los dos chicos marcharon escaleras arriba. «¿Por qué crujirán tan furiosamente las escaleras cuando dos niños suben por ellas?», se preguntaba Marina, siguiendo con la mirada las dos manos izquierdas que se apoyaban en la barandilla para ayudarse en sus saltos. Hacían los mismos movimientos, como dos hermanos en su primera lección de baile. «Después de todo, nosotras éramos hermanas gemelas; todo el mundo lo sabe.» Con el mismo suave esfuerzo, Ada delante, Van detrás, los chicos saltaron sobre los dos últimos escalones y la escalera quedó de nuevo silenciosa. «Escrúpulos pasados de moda», dijo Marina.
VI
Ada condujo a su tímido invitado a la gran biblioteca de la segunda planta, orgullo de Ardis, y su lugar favorito. Su madre no entraba jamás allí (ya tenía en su tocador su propia colección completa de Las Mil y Una Mejores Comedias). En cuanto a Daniel Veen, poltrón sentimental, evitaba incluso aproximarse a la misma porque no tenía ganas de encontrarse con el fantasma de su padre, muerto entre sus libros, víctima de un ataque de apoplejía. Por otra parte, nada le parecía tan deprimente como aquellas obras completas de autores completamente olvidados, si bien no le desagradaba que un visitante ocasional admirase las altas estanterías y las rechonchas vitrinas, los cuadros sombríos y los bustos pálidos, las diez sillas de nogal tallado y las dos nobles mesas con incrustaciones de ébano. En un haz oblicuo de estudiosos rayos de sol, un atlas botánico, abierto sobre un facistol, mostraba una plancha multicolor en la que se presentaban unas orquídeas Una especie de diván o canapé, tapizado de terciopelo negro y con dos cojines amarillos, estaba adaptado a un nicho de la pared, bajo una ventana de un solo cristal que ofrecía una magnífica vista del parque, con su lago artificial. Un par de candelabros, puros espectos de bronce y cera, se apoyaban, o parecían apoyarse, en el amplio alféizar.
Un corredor que partía de la biblioteca hubiese conducido a nuestros silenciosos exploradores (si hubiesen proseguido sus investigaciones en esa dirección) hasta las habitaciones del señor y la señora Veen, situadas en el ala de poniente del edificio. Pero una pequeña escalera semisecreta, oculta tras una estantería rotatoria, les aspiró en su espiral ascendente, ella delante, él tres pasos más atrás, tres escalones más abajo, siguiendo las largas zancadas de la muchachita de muslos blancos como la leche.
Los dormitorios y las instalaciones adyacentes eran menos que modestos: Van no pudo por menos de lamentar el ser, por lo visto, demasiado joven para no poder pretender una de las dos habitaciones para invitados que estaban próximas a la biblioteca. Se acordó con nostalgia del lujo de su casa paterna, ante aquellos horribles objetos que iban a rodearle en la soledad de las noches de verano. Allí todo parecía destinado algún cretino servilmente conformista: el lecho desolador, como de asilo con su sencilla cabecera medieval de madera deslustrada; el armario ropero de quejumbrosos crujidos, la rechoncha cómoda de imitación de caoba, con sus tiradores de cadenilla (uno de los cuales faltaba); un cofre para las mantas (una oveja descarriada, escapada de la habitación del ajuar), y el viejo escritorio de persiana impracticable... clavada, encolada tal vez: en una de sus casillas inútiles, Van descubrió el tirador que faltaba en la cómoda y se lo ofreció a Ada, que lo tiró por la ventana. Hasta aquel día Van no había conocido un caballete-toallero, ni un lavabo sin bañera. Encima de éste había un espejo redondo, adornado con racimos de uva de escayola dorada. Una serpiente satánica circundaba la jofaina de porcelana (réplica exacta de la del cuarto de aseo de las niñas, al otro lado del pasillo). Un sillón de brazos, de alto respaldo, y una mesita con un candelabro de bronce con asa y con platillo para recoger la cera (cuyo doble le parecía haber visto también reflejado en un espejo un instante antes; pero ¿dónde?, ¿dónde?), completaban la principal y peor parte del humilde mobiliario.
Regresaron al corredor. Ada sacudía la cabellera y Van se aclaraba la garganta. Un poco más allá, la puerta entreabierta de un cuarto infantil —quizás el cuarto de los juguetes —parecía moverse. La pequeña Lucette miraba por la rendija, al tiempo que dejaba ver una rodilla sonrosada. Luego, la puerta se abrió de par en par, pero Lucette corrió a perderse en el interior de sus apartamentos. Barquitos de vela azul cobalto adornaban los azulejos de una estufa de cerámica, y, cuando los chicos pasaban ante la puerta abierta, un órgano de juguete entonó, a modo de invitación, un pequeño minueto entrecortado. Ada y Van regresaron a la planta baja, esta vez por la suntuosa escalera.
Entre los múltiples antepasados que se sucedían a lo largo de los muros, Ada designó el que era su favorito: el viejo príncipe Vseslav Zemski (1699-1797), amigo de Linneo y autor de una Flora Ladórica, que había sido retratado al óleo en los tonos más brillantes. El príncipe estaba sentado, y en sus rodillas se apoyaban su prometida, apenas púber, y la rubia muñeca de ésta. Una ampliación fotográfica, sobriamente enmarcada colgaba (de un modo bastante incongruente, según pensó Van) junto al príncipe de la ropa bordada, amante de los capullos de rosa. El difunto Sumerechnikov, precursor americano de los hermanos Lumière, había captado el perfil, con el violín pegado a la mejilla, del tío Materno de Ada —un adolescente ya moribundo— después de su concierto de despedida.
En la planta baja, el salón amarillo, enteramente tapizado de damasco y amueblado en lo que los franceses llamaron en otros tiempos estilo imperio, daba directamente al jardín. En aquel momento, a media tarde, las anchas hojas de la sombra de una paulonia invadían el parquet, a través de la puerta vidriera.