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—¡ Ach, sí! ¡Estúpido lapsus de una lengua descuidada! Y ¿cómo está Arkadi Grigorievich?

—Murió. Unos días antes que tu tía. Me parece que los periódicos rindieron un bello tributo a su talento. ¿Y dónde está ahora Adelaida Danilovna? ¿Se casó con Christopher Vinelander o con su hermano?

—Está en California, o en Arizona. Él se llama Andrey, según creo. Quizá me equivoque. A decir verdad, nunca he conocido muy bien a mi prima. Después de todo, sólo visité Ardis un par de veces, y sólo unas semanas, hace ya años.

—Alguien me ha dicho que es artista de cine.

—No tengo ni idea. Nunca la he visto en la pantalla.

—¡Oh, sería terrible, francamente, enchufar la dorotele y verla aparecer de pronto! Sería como el hombre que se está ahogando y recuerda todo su pasado... y los árboles, y las flores, y Dack, con su diadema... Debió afectarla mucho la terrible muerte de su madre.

Le gusta la palabra «terrible», «francamente». Es terrible su traje, terrible el tumor. ¿Por qué tengo que soportarle? Repugnante... y, al mismo tiempo, fascinante, de un modo casi sobrenaturaclass="underline" mi sombra parlanchina, mi doble cómico.

Van estaba a punto de levantarse e irse cuando un chófer de uniforme, muy compuesto, se presentó para anunciar a my lordque su señora estaba aparcada en la esquina de la rueSaigón, esperándole.

—¡Ah! —dijo Van—. Veo que utilizas tu título inglés. Tu padre prefería pasar por coronel checo.

—Maude es angloescocesa y, bueno, le gusta así. Encuentra que un título favorece en el extranjero. A propósito, alguien me ha dicho... sí, Tobak... que Lucette está en el Alfonso Cuarto. No te he preguntado por tu padre. ¿Se encuentra bien? (Van hizo una reverencia). Y ¿qué ha sido de la guvernantka belletristka?

—Su última novela se titula L'ami Luc. Acaba de obtener el Premio de la Academia Lebon por su fecundidad literaria.

Se separaron riendo.

Un momento más tarde, como ocurre tan a menudo en los vodeviles y en las ciudades extranjeras, Van tropezó con otro antiguo conocimiento. Con un escalofrío de placer vio a Córdula, enfundada en una estrecha falda escarlata, prodigando, en lenguaje infantil, palabras de consuelo a dos desgraciados cachorrillos caniches atados a una argolla ante una charcutería. Van le hizo una caricia con la punta de los dedos y, cuando ella se irguió y se volvió indignada (indignación que cedió inmediatamente el campo a la alegría del reencuentro), citó el dístico, ya gastado, pero apto para las circunstancias, que conocía desde los lejanos tiempos en que sus compañeros de colegio le daban la tabarra con éclass="underline"

Los Veen sólo hablan a los Tobak,

pero los Tobak sólo hablan a los perros.

El paso del tiempo no había hecho más que perfeccionar la belleza de Córdula, y, aunque la moda hubiese cambiado más de una vez desde 1889, aquel año los peinados y la línea de las faldas habían hecho un regreso efímero (otra señora infinitamente más elegante que Córdula estaba ya mucho más adelantada) al estilo que floreciera unos doce años antes, aboliendo la interrupción de la aprobación y del placer rememorados. Córdula se desbordó en un torrente de preguntas corteses, pero Van tenía un asunto más urgente del que ocuparse... mientras la llama todavía brillaba.

—No desaprovechemos la tumescencia del tiempo reencontrado con efusiones de parloteo. Estoy reventando de energía, si es eso lo que quieres saber. Y ahora, escucha. Puede que te parezca estúpido e insolente, pero tengo una pregunta urgente que hacerte: ¿estás dispuesta a colaborar conmigo en la cornificación de tu marido? ¡Es imperativo!

—Verdaderamente, Van —exclamó Córdula, enfadada—, te pasas de la raya. Soy una esposa feliz. Mi Tobachok me adora. Tendríamos ya diez hijos si no hubiese sido prudente con él y con los otros.

—Te alegrará saber que este otro ha sido encontrado perfectamente estéril por los médicos.

—Bueno, eso es justamente lo que yo no soy. Creo que haría parir a una mula sólo con mirarla. Por otra parte, hoy almuerzo con los Goal.

—Es extraño. Una jovencíta excitante como tú que se deja enternecer tan fácilmente por los caníches y que, sin embargo, rechaza a un viejo Veen panzudo y tieso.

—En cuestión de galantería, los Veen son unos mastines demasiado peligrosos.

—Puesto que coleccionas adagios, deja que te cite uno de Arabia: el Paraíso es sólo un assbaa al sur de la cintura de una bella muchacha ¿Y bien?

—Eres imposible. ¿Dónde y cuándo?

—¿Dónde? En ese hotelito cochambroso de la acera de enfrente. ¿Cuándo? En seguida, por supuesto. Todavía no te he visto en un bidet... es todo lo que nos permite el tout confort.

—Tengo absoluta necesidad de volver a casa antes de las once y media. Son ya casi las once.

—Cinco minutos me bastarán. ¡Por favor!

A horcajadas, Córdula parecía una niña que se hace la valiente la primera vez que sube a un tiovivo. Hacía una mueca rectangular mientras usaba el vulgar aparato. Las tristes peripatéticas lo hacen con una cara inexpresiva, con los labios apretados. Ella se sentó encima dos veces. Su alegre ejercicio y su repetición duraron en total no cinco, sino quince minutos. Van, muy satisfecho de sí mismo, la acompañó un rato por el verde y oscuro Bois de Belleau, en dirección a su osobnyachyok(hotelito particular).

—Ahora recuerdo —dijo Van —que ya no utilizo nuestro apartamento de Alexis Avenue. Hace siete años que instalé allí a unas pobres gentes, la familia de un oficial de policía que había sido lacayo en la casa de campo del tío Dan. El policía está ahora muerto, y su viuda y sus tres hijos han vuelto a Ladore. Tengo la intención de deshacerme del apartamento. Acéptalo como regalo de bodas, un poco tardío, de un fiel admirador. ¿De acuerdo? De acuerdo. Algún día volveremos a empezar. Mañana tengo que estar en Londres, y el día 3, mi barco preferido, el Almirante Tobakoff, me llevará a Manhattan. Hasta la vista. Dile que tenga cuidado con las puertas bajas. Los cuernos son a veces muy sensibles en su primera edad. Greg Erminin me dijo que Lucette está en el Alfonso Cuarto.

—Exacto. Y la otra, ¿dónde está?

—Creo que es mejor que nos separemos aquí. Son las doce menos veinte. Tienes el tiempo justo de llegar.

—Hasta la vista. Eres un chico muy malo, y yo una chica muy mala, pero ha sido divertido, aunque me hayas hablado como no hablarías a una amiga, sino como hablarás probablemente a las putillas. Aquí tienes yna dirección ultrasecreta donde siempre (hurgando en su bolso) podrás encontrarme (encuentra una tarjeta de visita con las armas de su marido y garrapatea un criptograma), en Malbrook, Mayne. Paso allí todo el mes de agosto cada año.

Miró a derecha e izquierda, se alzó sobre la punta de los pies como una bailarina y besó a Van en la boca. ¡Adorable Córdula!

III

El portero sin edad, de mentón borbónico, cabellos negros y planchados, al que Van, en los tiempos de Chose, había apodado Alfonso Quinto, creía haber visto a la señorita Veen un instante antes en el Salón Récamier, donde Vivían Vale exhibía sus velos de oro. Ondeando el faldón de su librea, al gruñido de la portezuela que giraba sobre sus goznes, Alfonso salió corriendo de su garita para ir a ver. Por encima del mango de su paraguas, los ojos de Van recorrieron una estantería giratoria llena de libros de la Colección Sapsucker, con el curioso pajarito grabado en el lomo: La gitanilla, Sahman, Salzman, Salzman, Invitación al éxtasis, El umbral del sufrimiento, Los carillones de Chose, La gitanilla... y un viejo colega de Demon en Wall Street, el muy «patricio» Kithar K. L. Sween, que escribía versos, y un personaje más viejo aún, el magnate de las inmobiliarias, Milton Eliot, que no reconocieron, aunque varios espejos le traicionasen, a un Van agradecido.