Выбрать главу

El portero regresó sacudiendo la cabeza. Por pura bondad de corazón, Van le dio una guinea Goal y le dijo que volvería a pasar a la una y media. Atravesó el vestíbulo (donde el autor de Líneas agónicasy míster Eliot, apoltronados en sus butacas, con las americanas muy ensanchadas en los hombros, comparaban sus cigarros puros), salió del hotel por una puerta lateral y atravesó la rue des Jeunes-Martyrspara tomar una copa en Ovenman.

Se detuvo en el guardarropa el tiempo necesario para dejar su abrigo, pero conservó su fedora negra y su paraguas fusiforme como había visto hacer a su padre en aquella clase de lugares poco decentes, aunque elegantes, que las mujeres honradas no frecuentan, al menos sin ir acompañadas. Se dirigió al bar y empezaba a limpiarse los cristales de las gafas de montura negra cuando, en una niebla óptica (¡reciente venganza del Espacio!) vio a la chica, cuya silueta recordaba haber visto (mucho más nítida en anteriores ocasiones) a intervalos regulares desde su pubertad. Entraba sola, bebía sola, estaba siempre sola, como la Incógnitade Blok. Experimentó una curiosa sensación... Era como una escena vuelta a representar por error, un fragmento de frase mal colocado en las galeradas un plano cinematográfico proyectado antes de tiempo, la repetición de una falta, un error en el itinerario del Tiempo. Se apresuró a volver a colocar sobre sus orejas las gruesas patillas de sus gafas y se acercó a ella en silencio.

Durante un segundo se mantuvo a su espalda, ofreciendo su perfil al recuerdo y al lector (como ella lo hacía con respecto a nosotros y al bar), con el paraguas de seda levantado casi hasta rozarse los labios con el puño. Sobre el fondo dorado de una mampara de sakarama próxima a la barra, la mujer se acercaba a ésta con paso deslizante. Todavía estaba de pie, tomaba un taburete, había puesto ya en el mostrador una mano enguantada en blanco. Llevaba un romántico vestido negro de escote cerrado y mangas largas, cuerpo ceñido y ancha falda. Su esbelto cuello se elevaba con gracia por encima de la corola negra de un volantito plisado. Con la mirada triste del libertino seguimos la línea orgullosa y pura) de la garganta y del alzado mentón. Los labios, de un rojo brillante, ávidos, de hada, están entreabiertos y descubren el destello blanco de los anchos incisivos superiores. Ya conocemos —y amamos —ese pómulo alto (cuya piel rosa y ardiente conserva una mota de la borla de empolvarse), la franja oblicua de largas pestañas negras, los ojos felinos de párpados pintados... Todo esto visto de perfil, lo repetimos suavemente. Bajo el ancho borde ondulado de su sombrero de falla negro, con un gran lazo igualmente negro, una espiral de cobre ardiente, rizada por una mano experta y desordenada con arte, desciende sobre la encendida mejilla; las luces del bar juegan entre la onda que se ahueca sobre la frente, la cual, observada de perfil, proyecta su masa convexa entre el extravagante borde del sombrero Rubens y la línea fina y alargada de la ceja. Aquel perfil irlandés, suavizado por una sombra de languidez eslava que le da una expresión de misteriosa espera y de sorpresa nostálgica, será considerado, imagino, por los amigos y admiradores de mis memorias como una obra de arte natural infinitamente más bella y más fresca que el retrato de esa gueule de guenonparisina que figura en una postura idéntica en el horrible cartel pintado para Ovenman por un artista de vida rota.

—¡Hola, Ed! —dijo Van, dirigiéndose al barman. Y ella se volvió, al sonido de su querida voz ronca.

—No esperaba verte con gafas. Por poco recibes tú el «paquete» que preparaba al hombre que suponía que me estaba mirando el sombrero. ¡Querido Van! ¡ Duchka moi!

—Tu sombrero es verdaderamente lautreamontiano... quiero decir, lautrecaquiano... No, decididamente no acierto a formar el adjetivo.

Ed Barton sirvió a Lucette lo que ella llamaba una Chambéryzette.

—Ginebra y bitter para mí.

—Me siento tan feliz y tan triste —murmuró Lucette en ruso—. ¡Moio grustnoe schastie!¿Cuánto tiempo estarás en la vieja Lute?

Van contestó que al día siguiente salía para Inglaterra y que dos días más tarde, el 3 de junio (era el 31 de mayo), saldría para América a bordo del Almirante Tobakoff. Ella exclamó que se iría con él, que era una idea maravillosa y que, verdaderamente, le daba lo mismo ir a un sitio que a otro, al Oeste, al Este, a Toulouse, a Los Teques. Van hizo la observación de que era demasiado tarde para reservar un camarote (en un navío nada grandioso, mucho más pequeño que el Queen Guinevere) y cambió de tema.

—La última vez que te vi fue hace dos años, en una estación. Acababas de dejar Villa Armina, y yo llegaba. Llevabas un vestido de flores que se confundían con las que tenías en la mano, porque te movías muy deprisa. Te habías apeado de una calesa verde para volver a saltar al Ausonia Express que me había llevado a Niza.

—Muy expresionista. Yo no te vi, de lo contrario me habría detenido para informarte de lo que acababa de saber. Imagina que mamá estaba enterada de todo. El charlatán de tu padre le había contado lo de Ada y tú...

—Pero no lo de Ada y tú.

Lucette le rogó que no mencionasen más a aquella criatura nauseabunda, enloquecedora. Estaba furiosa contra Ada, y celosa por poderes. Su Andrey, o, mejor, la hermana de éste obrando en nombre de su hermano (que era demasiado estúpido hasta para eso), se interesaba en el arte pompierprogresista y coleccionaba sus productos, raspaduras de limpiabarros, manchas excrementicias sobre tela, imitaciones de los graffiti de un cretino, ídolos primitivos, máscaras aborígenes, objets trouvés, o, mejor, troués, estaca pulida con su agujero pulido estilo Heinrich Heideland. La recién casada encontró el patio del rancho adornado con una escultura (si es esa la palabra exacta) del propio Heinrich y de sus cuatro sólidos ayudantes, un pedazo de caoba burgués, espantoso, enorme, de diez pies de altura por lo menos, titulado Maternidad, y madre (al revés) de todos los gnomos de escayola y hongos de hierro colado que otros Vinelander más antiguos plantaron ante la fachada de sus dachas liaskanas.

El barman secaba al ralentiel mismo vaso, indefinidamente, mientras escuchaba la requisitoria de Lucette con la blanda sonrisa de la perfecta beatitud.

—Y, sin embargo ( odnako) —dijo Van, en ruso —te divertiste mucho allí en 1896. Marina me lo dijo.

—¡Pues bien no ( nichego podobnago)! Me marché de Agavia sin equipaje, en mitad de la noche, con Brigitte, que sollozaba. Nunca he visto una casa como aquella Ada se había vuelto estúpida. Las conversaciones de sobremesa se limitaban a las tres ees: cactus, caballos, cocina aparte de los comentarios de Dorothy sobre el misticismo cubista. El es uno de esos rusos que chliopayut(arrastran) los pies descalzos hasta los lavabos, se afeitan en ropa interior, llevan ligas, consideran indecente subirse los pantalones, pero cuando buscan moneda suelta sujetan con la mano izquierda el bolsillo derecho del pantalón, o viceversa, lo que no sólo es inconveniente, sino también vulgar. Demon está quizá decepcionado porque no tienen hijos, pero, en realidad, ha tomado antipatía al tipo desde que se le pasó el primer acceso de «suegrez». Dorothy es un monstruo piadoso y precioso cuyas visitas se prolongan durante meses, impone los menús y posee una colección particular de llaves que le dan acceso a las habitaciones del servicio —lo que debería haber sabido nuestra estúpida ama de llaves—, sin contar con otras más pequeñas, con las que se insinúa en los corazones. ¿Sabes que ha tratado de convertir a la ortodoxia practicante no sólo a todos los negros americanos a los que ha podido echar mano, sino también a nuestra madre, ya suficientemente pravoslavnaia? Es verdad que, en este último caso, sólo consiguió hacer subir las acciones de Trimurti. Una noche bella y nostálgica...