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Das auch noch—suspiró Van, metiéndose en el bolsillo el pesado y tenebroso zafiro. Lo habría abandonado de buena gana en algún cenicero, pero se trataba del último regalo de Marina.

—Escucha, Van —dijo Lucette, vaciando su cuarta copa—. ¿Por qué no lo intentamos? Es todo muy sencillo. Te casas conmigo. Mi Ardis es tuyo. Vivimos allí. Tú escribes. Yo me fundo con el paisaje y nunca te molesto. Invitamos a Ada —sola, por supuesto —a que pase algún tiempo en susdominios, porque siempre creí que mamá le dejaría Ardis. Cuando llegue, yo me voy a Aspen, a Gstaad o a Schittau. Y mientras yo esquío en Aspenis tú vives junto a ella en un bloque de cristal en el que la nieve cae, cae por toda la eternidad. Después yo vuelvo como una tromba, pero ella puede quedarse, sea bien venida. Yo vagabundeo por los contornos por si me necesitarais. Finalmente, ella se vuelve con su marido por unos siniestros meses. ¿Me escuchas?

—Sí. El proyecto es soberbio. Sólo tiene un inconveniente: es que ella no vendría nunca. Son las tres. Estoy citado con un hombre que va a restaurar Villa Armina, una herencia en la que instalaré uno de mis harenes. Golpear a una persona en la mano para que deje de hablar no es algo que tú hayas heredado de tus mejores antepasados irlandeses en materia de buenas maneras. Voy a llevarte a tu casa. Está claro que necesitas descansar.

—Tengo que telefonear. Es muy importante. Pero no quiero que escuches.

Entraron juntos en el apartamento de Lucette. Decidido a no permanecer allí más de un minuto, Van se quitó las gafas y apretó los labios contra los labios de Lucette: tenían exactamente el mismo sabor que los de Ada en Ardis después de comer: epitelio salado, saliva azucarada, cerezas, café. Si Van no hubiese hecho el amor tan recientemente, y tan bien, no habría resistido la tentación, la imperdonable emoción. Cuando ya se retiraba, ella le sujetó por la manga.

—Un beso más, un beso más —repetía, con voz balbuceante, moviendo apenas los labios entreabiertos en un abandono agitado, haciendo cuanto podía por impedirle reflexionar y decir no.

Van dijo que ya bastaba.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¡Por favor!

Él rechazó suavemente sus fríos dedos temblorosos.

—¿Por qué, Van? ¿Por qué, por qué, por qué?

—Sabes muy bien por qué. La amo a ella, y no a ti, y me niego categóricamente a complicar las cosas con la perpetración de un nuevo incesto.

—¡Ésa sí que es buena! Creo recordar que en más de una ocasión has llegado demasiado lejos conmigo, incluso cuando yo era una niña. Tu excusa es una sutileza que no vale nada. Y, además, la has engañado con millones de mujeres, sucio tramposo.

—No te permitiré que hables en ese tono —dijo Van, escudándose en aquel pobre lenguaje para proteger su retirada

—Perdón, te amo —murmuró Lucette frenéticamente, poniendo en su murmullola fuerza de un grito, porque el corredor era todo puertas y las puertas todo oídos. Pero él prosiguió su camino agitando ambos brazos en el aire, sin volverse, y, no obstante, sin rencor, y desapareció.

IV

Un problema fastidioso exigió la presencia del doctor Veen en Inglaterra.

El viejo Paar de Chose le había escrito que «la Clínica» deseaba que estudiase un caso sorprendente de cromestesia, pero que, en vista de ciertos aspectos del caso en cuestión (entre otros una vaga posibilidad de superchería) Van debía hacer el viaje y decidir por sí mismo si valía la pena enviar el enfermo a Kingston, donde sería sometido a una observación más minuciosa. Un tal Spencer Muldoon, nacido sin vista, de cuarenta años de edad, soltero, sin amigos y tercer personaje ciego de esta crónica, había tenido alucinaciones durante unas violentas crisis paranoicas —invocaba, mencionándolas por su nombre, substancias y formas que había aprendido a identificar por el tacto o que creía reconocer por el horror de las historias que había oído acerca de ellas (árboles que caen, saurios prehistóricos), y que ahora le atacaban por todos lados—, que se alternaban con períodos de estupor, seguidos invariablemente por un retorno al estado normal, tranquilo, que duraba una semana o dos, durante las cuales manejaba sus libros de Braille, o escuchaba, con los párpados enrojecidos por el éxtasis, discos de música, de cantos de aves y de poesía irlandesa.

Su facultad de distribuir el espacio en filas y columnas de objetos «fuertes» y «débiles», según un esquema que parecía el dibujo de un papel de pared, siguió siendo un misterio hasta la tarde en que un estudiante investigador (E. R., porque desea guardar el anonimato), que tenía la intención de trazar ciertos gráficos relacionados con la metábasis de otro enfermo, dejó por azar al alcance de Muldoon una de esas largas cajas de lápices de colores, nuevos y sin afilar, cuya mera evocación (¡Dixon Pink Anadel!) hace que nuestra memoria hable el lenguaje del arco iris; los tonos de los bastoncitos pintados y barnizados estaban ordenados en su bello estuche de metal de acuerdo con las exigencias del espectro. El pobre Muldoon no podía haber retenido de su infancia nada parecido a aquel eco irisado, pero cuando sus dedos tanteantes abrieron la caja y palparon los lápices, una cierta expresión de delectación sensual apareció en su rostro de una palidez de pergamino. Habiendo observado que las cejas del cielo se alzaban ligeramente al tocar el rojo, un poco más en el anaranjado y todavía más en el grito estridente del amarillo, para volver a bajar al paso de los restantes colores del prisma, E. R. le indicó, como el que no quiere la cosa, que las maderas tenían distintos colores, «rojo», «anaranjado», «amarillo», etc., y Muldoon replicó, en tono casual, que también diferían al tacto.

En el curso de diversas pruebas efectuadas por E. R. y sus colegas, Muldoon explicó que al pasar la mano por todos los lápices sucesivamente percibía una gama de «aguijoneos», sensaciones particulares algo parecidas al hormigueo de la piel al entrar en contacto con los «pinchitos» de las ortigas (él se había criado en el campo, en algún lugar entre Ormagh y Armagh, y, en su azarosa infancia de pobre niño mal calzado, había rodado frecuentemente a fosas y hondonadas), y habló muy extrañamente del «fuerte» aguijoneo verde de un papel secante, y del «débil» aguijoneo rosa y mojado de la nariz sudorosa de Miss Langford, la enfermera, comprobando por sí mismo aquellos colores que los investigadores habían asignado a los lápices. Como resultado de aquellos tests hubo que admitir que los dedos del ciego podían hacer llegar a su cerebro «una transcripción táctil del prisma óptico», según escribió Paar en el detallado informe que mandó a Van.

Cuando llegó éste, Muldoon no había salido aún del todo de un estado de estupor más largo que cualquiera de los anteriores. Pensando en examinarle al día siguiente, Van pasó una jornada deliciosa discutiendo con un grupo de psicólogos apasionados y se divirtió al descubrir entre las enfermeras el estrabismo familiar de Elsie Langford, una chica descarnada, de tinte febril y dientes saledizos, que había estado oscuramente mezclada en un asunto de espiritismo en otra institución médica. Cenó con el viejo Paar en su apartamento de Chose, y le dijo que deseaba que le llevasen a Kingston a aquel pobre diablo, así como a Miss Langford, en cuanto fuese posible. El pobre diablo murió aquella misma noche durante el sueño, y dejó toda aquella historia suspendida en el aire, aureolada por un nimbo de brillante inconsecuencia.

Van, en quien las flores rosas de los castaños de Chose despertaban siempre ardores amorosos, decidió despilfarrar aquella inesperada sobra de tiempo libre antes de su partida para América con una cura de veinticuatro horas en la más elegante y eficaz de todas las Villas Venus de Europa. Pero durante el viaje, algo largo, en la limusina antigua, aterciopelada, ligeramente perfumada (¿almizcle, tabaco turco?) que el Albania, su hotel de Londres, le procuraba habitualmente para sus desplazamientos en Inglaterra, otros sentimientos turbulentos vinieron a mezclarse, sin disiparlos, con sus deseos taciturnos. Muellemente mecido por la suspensión, con los pies, calzados de babuchas, apoyados en un escabel y un brazo pasado por una abrazadera, recordó su primer viaje en tren a Ardis y trató de hacer lo que él mismo recomendaba a veces a sus enfermos para ejercitar los «músculos de la conciencia»: volver a ponerse, no ya sólo en el estado de ánimo en que se encontraban antes de un cambio radical de su vida, sino en un estado de total ignorancia respecto a dicho cambio. Sabía que aquello no podía hacerse, pero que, a falta de su plena realización, era posible una tentativa tenaz, porque él no habría recordado el prefacio de Ada si la vida no hubiese dado vuelta a la página de modo que su radiante texto atravesara ahora como un relámpago todos los tiempos de su mente. Se preguntó si también podría rememorar en el futuro su actual e insignificante viaje. Una tardía primavera inglesa acompañada de reminiscencias literarias se demoraba en el aire de la tarde. El «canóreo» incorporado (un antiguo sistema músical que una comisión anglo-norteamericana había vuelto a autorizar recientemente) difundía una desgarradora canción italiana. ¿Qué era él? ¿Quién era él? ¿Por qué era él? Pensó en su flojedad, en su torpeza, en su pereza de espíritu. Pensó en su soledad sus pasiones y sus peligros. Vio a través del cristal de separación los pliegues gruesos, sanos y tranquilizadores de la nuca del chófer. Vanas imágenes hicieron cola ante los ojos de su alma... Edmund, Edmond, la simplicísima Córdula, la fantásticamente compleja Lucette, y, por una mecánica asociación de ideas, una depravada muchachita de Cannes, llamada Lisette, de senos que parecían bellos abscesos y cuyas frágiles gracias eran vendidas en una vieja caseta de baño por un apestoso hermano mayor.