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Cerró el canóreo y tomó la botella de coñac disimulada tras un brazo abatible del asiento. Bebió en la misma botella, porque los tres vasos estaban sucios. Se sentía rodeado por grandes árboles a punto de desplomarse y por las monstruosas bestias de las tareas no realizadas, quizás irrealizables. Una de aquellas tareas era Ada, a la cual, él lo sabía, nunca podría renunciar; sería a ella a quien entregase los restos de su ser al primer toque de trompeta del destino. Otra era su obra filosófica, tan curiosamente obstaculizada por su propia virtud, por esa originalidad de estilo que constituye la única verdadera honradez del escritor. Tenía que hacer las cosas a su manera, pero el coñac era detestable, y la historia del pensamiento estaba erizada de clichés y era esa historia lo que debía superar.

Sabía que no era un auténtico sabio, sino un artista. Paradójica e inútilmente, habían sido su carrera académica, sus conferencias arrogantes v despreocupadas, sus trabajos de dirección de seminarios, los informes que había publicado sobre enfermos mentales, iniciados por una especie de prodigio antes de los veinte años, lo que le hacía gozar, a los treinta y uno, de «honores» y de una «situación» que muchos individuos increíblemente laboriosos no han alcanzado a los cincuenta. En sus momentos de tristeza, como el de ahora, atribuía al menos una parte de sus éxitos a su rango, a su fortuna, a las numerosas donaciones que (en una especie de prolongación de las propinas excesivas que prodigaba a los pedigüeños huraños que hacían las camas, manejaban los ascensores o sonreían en los pasillos de los hoteles) continuaba naciendo llover sobre las instituciones y sobre los estudiantes válidos. Tal vez Van Veen no se equivocase demasiado en su cínica suposición. Porque en nuestra Antiterra (lo mismo que en Terra, según sus propios escritos) una Administración insoportablemente rutinaria, cuando no está bajo la fuerte impresión de la súbita construcción de un inmueble o del relámpago de fondos torrenciales, prefiere los grises tranquilizadores de la mediocridad académica al brillo sospechoso de un V. V.

Los ruiseñores cantaban cuando él llegó a su innoble y fabuloso destino. Como de costumbre, sentía crecer en él una brusca exaltación en el momento en que el coche enfilaba un paseo de encinas entre dos hileras de estatuas falofóricas que presentaban armas. Como cliente que debía ser acogido con placer al cabo de quince años, Van no se había tomado el trabajo de «telefonear» (el nuevo término oficial). Un foco de luz fue a dar contra él. ¡Ay, había llegado en una noche de «gala»!

Los chóferes de los socios solían estacionar en un aparcamiento especial cerca del pabellón de la conserjería donde había una agradable cantina para los criados, con bebidas no alcohólicas y algunas putas vulgares y baratas. Pero aquella noche varios grandes coches de policía ocupaban las plazas de aparcamiento y desbordaban alrededor de un árbol vecino. Van dijo a Kingsley que esperase un momento bajo las encinas, se puso su bauttay fue a investigar. Su sendero preferido pronto le condujo, entre dos muros, a uno de los amplios cuadros de césped que aterciopelaban las inmediaciones de la mansión. El parque estaba inundado por una luz lívida y tan frecuentado como Park Avenue, comparación que acudía con facilidad a la mente, porque los disfraces de los astutos sabuesos pertenecían a un tipo que recordó a Van su país natal. Incluso conocía de vista a alguno de aquellos hombres: eran los mismos que patrullaban ante el club de su padre, en Manhattan, cada vez que el bueno de Gamaliel (no reelegido después de su cuarto mandato) cenaba allí en su chochez informal. Asumían los papeles que estaban acostumbrados a asumir: vendedores de fruta, negros buhoneros ofreciendo bananas y banjos, obsoletos o —al menos— intempestivos chupatintas camino de inverosímiles oficinas, peripatéticos lectores de periódicos rusos que acortaban la marcha hasta pararse por completo y luego proseguir el paseo tras sus desplegadas Estotskiya Vesti.

Van se acordó de que Mr. Alexander Screepatch, el nuevo presidente de las Américas Unidas (un ruso pletórico), había venido a visitar al rey Victor, y dedujo, con razón, que ambos hombres debían estar ahora sumergidos en plena dolce vita. El aspecto cómico de la actitud de los detectives (quizás adecuada para el atrasado concepto que tenían de una acera americana, pero que no se adaptaba mucho a aquel laberinto misteriosamente iluminado de arboledas inglesas) moderó su decepción, mientras se estremecía ante la repugnante idea de compartir los retozos de personajes históricos o tener que conformarse con chiquillas de caritas audaces que ellos hubieran comenzado a utilizar para rechazar luego.

Fue entonces cuando una estatua envuelta en una sábana quiso interpelar a Van desde su pedestal de mármol, pero resbaló y aterrizó de espaldas sobre los helechos. Ignorando al dios allí expuesto, Van volvió hacia su Jolls-Joyce, cuyo motor seguía funcionando. El rubicundo Kingslev un viejo amigo bien probado, se ofreció a conducirle a otra casa, unos ciento cuarenta kilómetros más al norte. Pero Van rehusó por principio, y se hizo llevar otra vez al Albania.

V

El 3 de junio, a las cinco de la tarde, el paquebote partió de Le Hâvre-de-Grâce, y al anochecer de aquel mismo día Van embarcó en Old Hantsport. Desanimado y soñoliento (había pasado casi toda la tarde jugando al tenis con Delaurier, el famoso preparador negro), contemplaba el brasero del sol declinando en ocelos de un oro verdoso, a algunos largos de serpiente de mar a estribor, sobre la cara exterior del estrave. Decidió en seguida acostarse, bajó a la cubierta A, devoró algunas frutas de la naturaleza muerta que habían preparado para él en su saloncito, trató de leer en la cama las pruebas de un ensayo que había escrito para un Festschriftdedicado al 80° aniversario del profesor Counterstone, abandonó y se durmió. Hacia medianoche estalló una furiosa tempestad. Pero a pesar de los bamboleos y crujidos (el Tobakoffera un viejo barco cascarrabias), Van se las arregló para dormir profundamente y su única reacción subliminal a la tempestad fue la proyección en sueños de la imagen de un pavo real acuático hundiéndose lentamente, antes de dar una voltereta como un ánade que se sumerge junto a la orilla del lago que lleva su nombre en el antiguo reino de Arrowroot. Al recordar aquel sueño tan nítido atribuyó su origen a su reciente estancia en Armenia, donde había ido a cazar patos en compañía de Armborough y de la sobrina de aquel caballero, una joven tan cumplida como complaciente. Le dieron ganas de escribir unas notas sobre el asunto... y descubrió divertido que sus tres lápices no solamente habían abandonado la mesilla, sino que se habían alineado cuidadosamente en fila india a lo largo de la rendija inferior de la puerta exterior del salón contiguo tras haber franqueado en su escapada ininterrumpida un buen espacio de moqueta azul.