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El camarero le trajo un desayuno «continental», la gaceta de a bordo y la lista de los pasajeros de primera clase. Bajo el título «Turismo en Italia», Van leyó que un granjero de Domodossola había exhumado los huesos y jaeces de uno de los elefantes de Aníbal, y que dos psiquiatras americanos (cuyos nombres no se citaban) habían muerto en circunstancias extrañas en la cadena de Bocaletto: el de más edad había sufrido un fallo cardíaco, y su joven amigo se había suicidado. Después de especular durante unos instantes sobre el mórbido interés del Almirante por las montañas italianas, Van recortó la noticia y consultó la lista de pasajeros (simpáticamente ornamentada como el papel de cartas de Córdula) para ver si había alguna persona con quien no quisiera encontrarse en los próximos días. Descubrió los nombres de la pareja Robinson (Bob y Rachel), dos viejos pelmas de la familia (Bob se había retirado de los negocios después de haber dirigido durante largos años una de las oficinas del tío Dan). Saltó sobre el doctor Ivan Veen y se detuvo en el nombre siguiente. ¿Qué mano invisible le apretó el corazón? ¿Por qué se pasó la lengua por los gruesos labios? Fórmulas huecas, propias de los solemnes novelistas de otros tiempos que creían poder explicarlo todo.

La superficie oblicua del agua se inclinaba en su bañera al mismo ritmo del balanceo del mar, rutilando de azul, aborregándose de plata, en el ojo de buey de su camarote. Llamó a Miss Lucinda Veen, cuyo apartamento estaba en el primer puente, en el centro del barco, exactamente encima del suyo, pero no se encontraba allí. Se puso un polo de lana blanca, tomó sus gafas ahumadas y salió en su busca. Tampoco estaba en la cubierta de juegos, desde la que vio a otra pelirroja echada en una tumbona de lona, en el solario: escribía una carta, con mano rápida y apasionada, y Van se dijo que bastaba con dejarse ir de la grave facticidad a la ficción novelera para poner en el lugar que él ocupaba en aquel momento a un marido celoso, armado de anteojos, esforzándose en descifrar desde su altura aquella efusión de ternura ilícita.

Tampoco la encontró en la cubierta de paseo, donde gentes ancianas envueltas en mantas esperaban el caldo de las once con anticipados borborigmos, leyendo Salzman, el best-seller número uno. Van bajó al comedor y reservó una mesa para dos, después de lo cual se dirigió al bar, donde saludó cordialmente al grueso y calvo Toby, que había servido en el Queen Guinevereen 1889, en 1890 y en 1891, cuando ellano estaba aún casada y élera todavía un imbécil rencoroso. ¡Qué bien podrían haber huido entonces a Lopadusa, bajo el nombre de señor y señora Dairs o Sardi!

Encontró a su hermanastra en el castillo de proa, peligrosamente bonita con su vestido de gran escote, cuyas brillantes flores eran mecidas por el viento. Estaba hablando con los Robinson, bronceados, pero muy viejos. Se volvió hacia él, echándose atrás los cabellos que el viento la había arremolinado sobre la cara, con una mirada en la que se mezclaban el triunfo y el desconcierto, y no tardaron en desembarazarse de Rachel y Bob, que les vieron alejarse entre sonrisas y agitaciones de manos, simétricamente levantadas para saludar, a ella, a él, a la vida, a la muerte, a los felices días de antaño, cuando Demon pagaba todas las deudas de juego de su hijo antes de que éste encontrase la muerte en una colisión frontal de coches.

Lucette devoró con gratitud las pozharskiya kotleti: Van no la regañó por haberle salido de pronto al paso como una especie de polizón de naturaleza más trascendental, que trasatlántica. En su impaciencia por encontrarle se había olvidado de desayunar, después de haberse acostado sin cenar la noche anterior. Ella, que tanto gustaba de los senos y crestas de las olas cuando practicaba un deporte náutico, o los upsy los oopscuando viajaba por el aire, se había mareado ignominiosamente en el Tobakoff, su primer paquebote. Pero los Robinson le habían proporcionado un remedio milagroso, había dormido diez horas de un tirón, diez horas en brazos de Van, y ahora esperaba que los dos estuviesen más o menos despiertos, a pesar de un resto de vértigo que le había dejado el medicamento.

Muy gentilmente, Van le preguntó a dónde pensaba ir.

A Ardis, con él —la respuesta fue pronta—, para siempre jamás. El abuelo de Robinson había muerto en Arabia a la edad de ciento treinta y un años, de modo que Van tenía todavía un siglo ante él; ella haría construir varios pabellones en el parque, para que pudiese instalar sus sucesivos harenes e ir convirtiéndolos, uno tras otro, en hogares de jubilado para señoras ancianas, y, más tarde aún, en mausoleos. Le dijo también que había un cuadro de carreras de caballos, « Pale Fire with Tom Cox Up» sobre la cama de Tobak y la querida Córdula, en la suitelibre que había conseguido para ella en un minuto, y que se preguntaba en qué medida podía afectar aquella imagen a la vida amorosa de los Tobak durante sus viajes por mar. Van interrumpió la charla febril de Lucette y le preguntó si los grifos de su bañera llevaban las mismas inscripciones que los suyos, Hot Domestic, Cold Salt.

—¡Sí! —exclamó Lucette—. ¡Viejo Salado, Viejo Salzman, Ardiente Camarera, Comatoso Capitán!

Y se encontraron otra vez a la hora de la siesta.

La mayoría de los pasajeros de primera clase que se hallaban a bordo del Tobakoffen la tarde del 4 de junio de 1901, en medio del Atlántico (meridiano de Islandia, paralelo de Ardis) parecían poco dispuestos a los retozos al aire libre. El ardiente azul era cortado por soplos glaciales, y el desbordamiento rítmico de la antigua piscina lavaba incesantemente las baldosas verdes. Pero Lucette era una chica intrépida, no menos endurecida por el viento vivificante que por el detestable sol. La primavera en Fialta y un tórrido mes de mayo en Minataor (la más célebre de las islas artificiales) habían dado a sus miembros un tinte nectarino de melocotón; mojado, su cuerpo parecía de laca, pero en cuanto la brisa secaba su piel, recuperaba su aterciopelado natural. Sus pómulos encendidos y los rayos de bronce que escapaban a su gorro de goma, por la nuca y la frente, le daban un parecido al Ángel con casco de icono de Yukonsk, al que se atribuía el sobrenatural poder de convertir a las rubias vírgenes anémicas en konskie deti, adolescentes pelirrojos y pecosos, hijos del Caballo del Sol.

Después de nadar unos minutos volvió a la terraza en que Van estaba tumbado, y le dijo:

—No puedes imaginarte («yo puedo imaginarlo todo», corrigió él), O.K., puedesimaginarte qué océanos de lociones, qué ríos de cremas he tenido que emplear, en el secreto de mis balcones o en la soledad de las grutas marinas, antes de exponerme a los elementos. Estoy siempre balanceándome sobre la delicada frontera que separa la quemadura del bronceado, o el lobsterdel Obst, como escribe Herb, mi querido pintor (estoy leyendo su diario, publicado por su última duquesa, y escrito en tres lenguas mezcladas; es encantador, ya te lo prestaré). Mira, amor mío, me consideraría una urraca tramposa si la pequeña parte de mi cuerpo que oculto al público no fuese del mismo color que la que todo el mundo puede ver.