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—Lo que me gustaría es que siguieras así, así... —suspiró ella, con la nariz hundida en la almohadilla de goma.

—Ahí viene el camarero. ¿Qué vamos a tomar? ¿Honolulers?

—Ya tomarás eso con Miss Cóndor cuando yo vaya a vestirme. Por el momento, sólo quiero té. No mezclemos las drogas y el alcohol He de tomar la famosa píldora de los Robinson en algún momento de la noche En algún momento de la noche.

—Dos tés, por favor.

—Y muchos sandwiches, George. Foie gras, jamón... lo que sea.

—Es de mala educación —dijo Van —inventar un apodo para una persona que no puede contestar. «¡Sí, Mademoiselle Con d'or!» Es el mejor juego de palabras anglofrancés que he oído, dicho sea de paso.

—¡Pero se llama George! Fue muy gentil conmigo, ayer, cuando vomité en mitad del salón.

—Para las exquisitas, todo es exquisito —murmuró Van.

—Y también lo fueron los viejos Robinson. No es probable que aparezcan por aquí, ¿verdad? Han estado como trotándome detrás, con una conmovedora obstinación, desde que el azar nos hizo comer en la misma mesa en el tren y comprendí quiénes eran, aunque segura de que no reconocerían a la pequeña gordita que habían visto en mil ochocientos ochenta y cinco u ochenta y seis. Pero son hipnóticamente charlatanes... «Al principio creíamos que era usted francesa... este salmón está verdaderamente delicioso... ¿de qué ciudad es usted?...» Y yo no soy más que una pobre tonta, y por el hilo se sacó el ovillo; el paso del tiempo engaña a los viejos más que a los jóvenes: los que están endurecidos y ya no cambian no se habitúan a los cambios de la gente más joven a la que llevan mucho tiempo sin ver.

—Es una observación inteligente, querida. Salvo que el tiempo en sí es inmóvil e inmutable.

—Sí, lo que siempre hay es yo en tus rodillas y la carretera que retrocede. ¿Las carreteras se mueven?

—Las carreteras se mueven.

Después del té, Lucette recordó que tenía cita con el peluquero y se marchó a toda prisa. Van se quitó el jersey y se quedó allí, soñador, jugando con la pitillera de las piedras verdes que contenía aún cinco cigarrillos «Pétalo-de-rosa» y tratando de disfrutar del calor del sol de platino en su aura de «technicolour», pero sin conseguir otra cosa que atizar, a cada movimiento del barco, la llama de las malas tentaciones.

Un instante después, como una espía saliendo de su escondite, reapareció la pava… esta vez para excusarse.

Cortésmente, Van se puso en pie y, subiéndose las gafas a la frente, empezó a excusarse a su vez por haberla inducido a error, inocentemente... Pero su discursito se paró en seco cuando alzó la mirada hacia la cara de su interlocutora y descubrió con estupor la grosera y grotesca caricatura de unos rasgos inolvidables. Aquella piel de mulata, aquellos cabellos de rubio platino, aquellos gruesos labios violeta, le devolvían en un ridículo negativo su blancura marfileña, su negro de cuervo, su pálida mueca.

—Me han dicho —explicó la mujer —que un gran amigo mío, Vivian Vale, el cootoorlay... vooz'avay entendue? se ha afeitado la barba, en cuyo caso se parecería a usted, ¿O.K.?

—Lógicamente no, señora —contestó Van.

Ella vaciló un segundo, se pasó la lengua por los labios, no sabiendo muy bien cómo debía interpretar la actitud de Van. Y entonces apareció Lucette, que volvía en busca de sus «Pétalos-de-rosa».

—Le veré aprey —dijo Miss Condor.

La mirada de Lucette escoltó, aliviada, el movimiento indolente de los globos y los pliegues glúteos.

—Van, me has engañado. Esa es... es una de tus horribles chicas.

—Te juro que me es completamente desconocida. Sabes que yo no te engañaría.

—¡Oh, me has engañado muchas veces cuando era niña! Si ahora empiezas otra vez tu sais que j'en vais mourir, como dice la canción.

—Tú me has prometido un harén —la reprendió Van, amablemente.

—Hoy no, hoy no. Hoy es un día sagrado.

La mejilla que él se disponía a besar fue remplazada por una boca presta y enloquecida.

—Ven a ver mi camarote —suplicó, cuando él la rechazaba (con el mismo resorte de su reacción animal al fuego de sus labios y de su lengua)—. Sólo quiero enseñarte sus saltos de cama y su piano. El perfume de Córdula está en todos los cajones. Te lo suplico.

—Vamos, vete —dijo Van—. No tienes derecho a excitarme así. Alquilaré los servicios de Miss Condor para que me haga de chaperona si no aprendes a comportarte mejor. Cenamos a las siete y cuarto.

Van encontró en su camarote una invitación algo tardía para cenar en la mesa del capitán. La tarjeta iba dirigida al doctor Ivañ Veen, y señora. Van había viajado ya una vez en aquel barco, entre dos «Queens», y se acordaba del capitán Cowley como de un pesado y un acémila.

Llamó al camarero y le rogó que devolviese la invitación, con dos palabras garrapateadas en lápiz: «matrimonio desconocido». Permaneció veinte minutos en el baño, esforzándose en concentrar su atención en algo que no fuese el cuerpo de una virgen histérica. Descubrió en sus pruebas una omisión insidiosa, la ausencia de una línea completa que, curiosamente, no impedía que el párrafo deteriorado pudiese parecer plausible al lector poco atento. El final de la frase amputada y el comienzo de la línea siguiente, que el error del tipógrafo había colocado inmediatamente debajo de la primera y cuya primera letra iniciaba la línea de caja, se encadenaban de tal modo que la sintaxis era correcta, y, en su aturdimiento, Van no habría reparado en la insipidez del resultado si no hubiera recordado (recuerdo confirmado por el manuscrito) que en aquel lugar debía figurar una cita realmente bastante feliz: Insiste, anime meus, et adtente fortiter (Mantente firme, ánimo mío, y aplícate con fortaleza).

—¿Seguro que no preferirías el restaurante? —preguntó Van a Lucette cuando se encontraron a la entrada del grill. En traje de noche, parecía todavía más desnuda que un rato antes, en bikini—. Está muy alegre y lleno de gente, y hay un jazz-band masturbatorio. ¿No será más divertido?

Lucette sacudió suavemente su enjoyada cabeza.

Cenaron unas enormes y suculentas quisquillas gru-gru (la larva amarilla de un gorgojo palmero), y un osezno asado a la Tobakoff. Sólo cinco o seis mesas estaban ocupadas, y, a excepción de una molesta vibración de máquinas que no habían notado a mediodía, todo era suave, almohadillado, íntimo. Van aprovechó el silencio extrañamente reservado de Lucette para hablarle del difunto palpador de lápices, Mr. Muldoon, y de un caso de glosolalia observado en Kingston, el de una mujer del Yukonsk que, en estado de hipnosis, hablaba diversos dialectos eslavos que existían quizás en Terra, pero, ciertamente, no en Estocilandia. Pero algo distinto, ¡ay!, acaparaba subverbalmente su atención.

Lucette le hizo preguntas con miradas devotas de linda estudiante de Queenston o de Kings. No era precisa una experiencia científica muy profunda por parte del profesor para darse cuenta de que aquel encantador desconcierto y aquellas notas graves que aterciopelaban su voz eran tan intencionados como la efervescencia de la sobremesa de mediodía. En realidad, Lucette era presa de las congojas emocionales que sólo el heroico dominio de sí misma de una aristócrata americana le permitía superar con éxito. Hacía mucho tiempo que estaba persuadida de que si obligaba a acostarse con ella, siquiera una sola vez, al hombre al que amaba, con un amor absurdo pero— irrevocable, lograría, ayudada por alguna prodigiosa operación de la naturaleza, transformar un acontecimiento epidérmico y fugaz en un vínculo espiritual eterno. Pero también sabía que si aquel acontecimiento no se producía en la primera noche de su viaje, sus relaciones con Van volverían a caer en el juego extenuante, desesperado, desesperadamente familiar de burla y contraburla, con su punto de erotismo, por supuesto, pero más en carne viva que nunca. Van comprendía su estado de ánimo. Ó, al menos, en su desesperación, creyó, retrospectivamente, que la había comprendido, cuando ya no podía encontrar otro remedio que el extracto de prosa atlántica del doctor Henry en la rebotica de la farmacia del pasado, con la puerta dando golpes y el cepillo de dientes que se cae del vaso.