—¡Pobres paulonias...! —Ada conocía la explicación y se disponía a darla—. Han recibido su nombre de un lingüista descuidado, que se inspiró en el patronímico (que él tomó por nombre de pila o nombre de familia) de una dama inocente, Anna Pavlovna Romanov, hija de Pavel, apodado Pablo-menos-Pedro (me pregunto por qué), y prima del botánico Zemski, del que era discípulo nuestro no-lingüista (creo que voy a morirme de risa, pensó Van). Una vitrina que servía de jaula a todo un zoo de animalitos de porcelana (entre ellos el órix y el okapi), todos con su nombre latino, le fue especialmente recomendada por su encantadora pero pretenciosa acompañante. Igualmente, una mampara de fondo negro, cuyos cinco paneles estaban ornados con pinturas que reproducían los primeros mapamundis de cuatro continentes y medio. Pasamos ahora a la sala de música, con el piano abandonado, y a una habitación de esquina, llamada la Sala de los Fusiles, en la que había un poney disecado, (de raza Shetland), en otro tiempo montado por una tía de Dan Veen (¿su nombre?; olvidado, gracias a Pieu). Al otro lado (o, será mejor decir, a otrolado) de la vasta morada se encuentra el salón de baile, brillante desierto bordeado por una fila de sillas espectadoras. «Lector, pasa» (« mimo, chitatel», como escribió Turgenev).
Lo que impropiamente se llamaba en el condado de Ladore las dependencias del servicio de la casa, eran de una arquitectura bastante confusa. Una galería enrejada miraba al jardín por encima de su hombro enguirnaldado y luego doblaba en ángulo recto hacia la entrada de coches. Ada, cuya lengua se había inmovilizado de pronto, y Van, que se sentía mortalmente aburrido, siguieron ahora por una elegante logia, iluminada por ventanas estrechas y altas, que les condujo a la Pérgola de Rocas, una gruta artificial a la que se adherían, sin vergüenza, helechos naturales. La cascada, igualmente artificial, que animaba el lugar, tenía su fuente no lejos de allí, en algún arroyo, si no era más bien en algún libro de sus lecturas bucólicas, o simplemente en la repleta vejiga del joven Van, (después de todo, aquel maldito té...).
Los criados, a excepción de dos doncellas pintadas y empolvadas, que tenían su habitación «en los pisos», se alojaban en la planta baja, del lado del patio. Ada dijo que un día había visitado aquellas habitaciones, en la etapa exploratoria de su niñez, pero que de lo único que se acordaba era de un canario y de un antiguo molinillo de café, con lo que se agotaba el tema.
Subieron otra vez, a toda prisa, la escalera. Van visitó el W.C. y volvió a salir de mucho mejor humor. Un Haydn enano volvió a tocar algunos compases cuando ellos pasaban.
La buhardilla. Esta es la buhardilla. Bienvenido a la buhardilla. Servía de almacén a un considerable número de baúles y cajas de cartón, dos literas oscuras, puestas una encima de otra, como escarabajos copulando, y cuadros pequeños y grandes, amontonados en los rincones o colocados en estantes, con la cara vuelta hacia la pared, como escolares castigados. Había también, enrollado en su estuche, un «jikker», o «mirón», una alfombra mágica color azul celeste, adornada con dibujos árabes de tonos descoloridos, pero todavía encantadores, que el padre del tío Dan había utilizado para volar en su infancia, y sobre la que, en su edad madura, había planeado, cuando estaba borracho. La policía del espacio había prohibido el uso de jikkers, alegando las múltiples colisiones, caídas y accidentes de toda clase a que se exponían, que eran especialmente numerosos en los cielos crepusculares y sobre los campos idílicos. Pero cuatro años más tarde, Van, deportista apasionado, sobornó a un mecánico local para que limpiase el chisme, volviese a cargar sus cilindros de milanos, y pusiese de nuevo el conjunto en su debido orden mágico; y cuántos días de verano pasaron, su Ada y él, balanceándose sobre arroyos y arboledas, o sobrevolando, a la prudente altura de diez pies, los caminos y los techos! Qué cómico resulta el ciclista zigzagueante que se hunde con su bici en una zanja! Qué ridículo el deshollinador con brazos de fantoche que resbala por la pendiente de un tejado!
Movida tal vez por el vago sentimiento de que mientras siguiesen explorando la casa estarían, por lo menos, haciendo algo(lo que les permitía conservar una apariencia de actividad consecuente) y que, a pesar de los dones brillantes con que ambos parecían dotados para la conversación, su paseo podía degenerar en cualquier momento en un vacío consternador, sin otros recursos que un rasgo de ingenio más o menos forzado, seguido de un largo lapso de silencio, Ada no ahorró a su compañero la visita a los sótanos. Allí, un robot ruidoso y ventrudo infundía gallardamente su ardor en un sistema de tuberías cuyas arborescencias y meandros iban a desembocar en la inmensa cocina y en los dos lúgubres cuartos de baño, esforzándose lo mejor que podía en hacer la mansión habitable a los invitados en las festividades invernales.
—¡Y todavía no has visto nada! —exclamó Ada—. Aún queda el tejado.
«Bien, pero ésa va a ser la última escalada, por hoy», se dijo Van, con firmeza, a sí mismo.
Debido a una mezcla de imbricaciones de estilos y de tejas (difícilmente explicable en términos no técnicos a quien no sea un amante de los tejados), así como a un azaroso continuum, por así decirlo, de restauraciones y renovaciones alternadas, los tejados de Ardis ofrecían un laberinto indescriptible de ángulos, de volúmenes, de superficies verde-estaño o gris brillante, de aristas pintorescas y de escondrijos a prueba de viento. Allí era posible abrazarse y besarse, y, en los intervalos, contemplar el Embalse, los bosquecillos, los prados, la línea de tinta china del una hilera de alerces que marcaba, a millas de distancia, el límite de la propiedad vecina, y las feas formas menudas de algunas vacas más o menos desprovistas de patas que pastaban en una colina lejana. Uno podía también sustraerse, detrás de cualquier resalte, a las investigaciones indiscretas de un mirón, o de un señor en globo tomando fotos.
El bronce de un gong vibró sobre la terraza.
Por alguna extraña razón, Ada y Van se sintieron aliviados al enterarse de que iba a venir a cenar un desconocido. Era un arquitecto andaluz a quien el tío Dan pensaba encargar los planos de una piscina «artística» para Ardis Manor. El tío Dan se había propuesto venir también, junto con un intérprete, pero, entretanto, había cogido la khrip rusa (llamada aún gripe española), y había tenido que conformarse con telefonear a Marina para pedirle que estuviese simpática con el buen Alonso.
—¡Tenéis que ayudarme! —dijo Marina a los chicos, con frente preocupada.
Y Ada, volviéndose a Van:
—Quizá podría enseñarle la copia de una naturaleza muerta absolutamente, fantásticamente, exquisita, obra de Juan de Labrador, de Extremadura: racimos de uvas doradas y una extraña rosa sobre fondo negro. Dan se la vendió a Demon, y Demon ha prometido que me la regalará cuando cumpla los quince años.
—Nosotros también tenemos algunas frutas de Zurbarán —dijo Van, con aire de superioridad—. Mandarinas, según creo, y una especie de higo, con una avispa. Deslumbraremos al buen hombre con nuestra charla de entendidos.
Pero no deslumbraron al buen hombre. Alonso era un hombre pequeño y arrugado, vestido con un smokingcruzado, y sólo comprendía el español. Desdichadamente, el repertorio de palabras españolas a disposición de sus huéspedes no pasaba mucho de la media docena. Van conocía «canastilla» y «nubarrones», que había encontrado en la edición bilingüe de un bellísimo poema español citado en uno de sus libros de estudio. Ada recordaba, por supuesto, «mariposa», y dos o tres nombres de pájaros encontrados en las guías ornitológicas de Iberia, como «paloma» o «perdiz». Marina conocía «aroma», «hombre» y un término anatómico con una «j» en medio. En consecuencia, la conversación de la mesa consistió aquella noche en frases españolas, largas y pausadas, pronunciadas con fuerte voz por el voluble arquitecto, el cual creía que estaba tratando con personas muy sordas, más unas migajas de francés, inútil aunque deliberadamente italianizadas por sus tres víctimas. Una vez terminada la difícil cena, Alonso exploró el terreno, escoltado por dos lacayos que llevaban tres antorchas, en busca de un lugar adecuado para la costosa piscina. Encontrado éste, volvió a meter el plano en su cartera y partió a toda prisa para tomar el último tren con destino a Méjico, no sin antes haber besado, en la oscuridad y por error, la mano de Ada.